Punk. Sus rastros en el arte contemporáneo*

Paloma Checa-Gismero

Publicado el 2017-01-15

Un circo. Fanfare. Se abre el telón: la Democracia china y el último día en la Tierra, una película basada en una historia real. Ésta es la abreviada epopeya de la evolución y corrupción de la especie humana, desde sus inocentes inicios, desnudos entre salpicones bajo la cascada del Edén, hasta la perversión militar e ideológica que detonó con la invasión china al corazón financiero estadounidense. Una combinación de salvajismo económico, liderazgo despótico y estilo de vida extravagante acabaron con el planeta. Un profundo silencio en la galaxia que duró un segundo. Esta animación de Federico Solmi (2014) reactualiza el imaginario distópico del ciberpunk de los ochenta, aquel que permitió a muchos refugiarse en un pesimismo escapista rebosante de creatividad ideológica. Hoy, cuando los pronósticos más obtusos de la ciencia ficción se aproximan a la realidad, no sabemos si reírnos o llorar. Poco escuchamos entonces los avisos de las distopías.

Punk, sus rastros en el arte contemporáneo es una coproducción en primera instancia del Centro de arte 2 de mayo de Móstoles y el Museo Artium de Vitoria. Ahora se presenta en el Museo universitario del Chopo de la ciudad de México, también pudo verse en el Macba de Barcelona durante el verano de 2016. Si bien el grueso de la muestra se mantiene permanente, ésta se adapta a los contextos específicos de cada localización, omitiendo o incluyendo obras de la selección. En la ciudad de México, sobre todo, la muestra incluye muchas piezas vinculadas a los espacios independientes que brotaron durante la década de los 90. En su itinerancia por Móstoles, Álava y Barcelona la exposición se centró más en un diálogo con los espacios y las identidades de cada museo. Sin embargo, en el museo del Chopo inevitablemente engancha con la historia de los tianguis de música y ropa punk que, desde los 1980s, se instalan en las proximidades del centro.

¿Hay futuro? No hay futuro ¿Habrá futuro? Algo así nos pregunta Jordi Colomer con su vídeo de una tamborilera despertando a los vecinos de una calle céntrica. La exposición es una prolongada yuxtaposición de piezas. Ni cronología, orden ni categorías; ni principio ni final. Al principio parece que la disposición de las salas del Chopo, oscuras y en continua rampa, plantea una progresión cronológica; después de un tiempo de recorrerlas entiendo que no. Entiendo que hay una y hay otra y otra. Es un añadido de formalizaciones de la rabia. En el Macba, la atmósfera blanca y una mayor libertad de circulación por las galerías favorecen una lectura más autónoma y detenida de las piezas. Grupos de adolescentes se pasean entre las obras. Con los cascos puestos, arrastran los pies entre pieza y pieza, curiosos por los sonidos de vómitos, payasos y música metal. Recorren documentos de una mitología que han heredado con nostalgia.

Mucho vídeo: Tere Spain, Champion, Watere, Terremoto, de Tere Recarens (1996-1999); las geniales animaciones de María Pratts, Sick City (2014). Das Leben des Sid Vicious (1981), de Die Tödliche Doris, donde dos infantes recrean sin pudor los últimos momentos del cantante; Body Double 16 (2003), de Brice Dellsperger, en clara referencia a la Naranja Mecánica de Kubrick; la cinta del robo de radios de autos A propósito (1997), prueba de la rebelde osadía, de Yoshua Okón y Miguel Calderón. Hay fotos también: Nan Goldin con Suzanne in the shower, Palenque, México, 1981 y Suzanne in bidet, New Year’s, 1981. En la versión mexicana se echa mucho de menos la buena representación de pintura que pude ver en la rotación de la muestra en el Macba: Saint Just’s pöbelfratze aus pfauzenklein leulktet uns den weg nach Lady Atlantis (2006), de Jonathan Messe; la serie Praying for... (2014), de Fabienne Audéoua; y la bella Beast (1984), de Jean Michel Basquiat.

“La huella del anarquismo es uno de los elementos más identificativos del punk. Configura una actitud presente en el arte contemporáneo que busca poner en duda el sistema económico y político al reclamar la importancia de desligarse del máximo número de convencionalismos; al reivindicar la sexualidad como espacio de libertad y la juventud como intensidad; o al aplicar el hazlo-tú-mismo como forma de oposición al mercado”

explica uno de los textos de pared. Es cierto que la influencia del punk en el imaginario moderno ha contribuido a la renovación formal de la producción de artistas que, en su día, vivieron la sensibilidad punk o manifestaciones similares desde la experiencia de la juventud propia o la referida mediante producciones culturales como la música o el cine. Sin embargo, tanto la revisión de las sexualidades normativas como el hazlo tú mismo hace tiempo fueron de sobra tematizados y mercantilizados por las industrias culturales, en general, y las de la industria del arte contemporáneo en particular. El hecho de que todas las piezas incluidas en esta exposición sean de artistas ya canonizados en la historia reciente o presente del arte contemporáneo de vanguardia es prueba de ello. Entonces nos queda preguntar: ¿qué sentido tiene la nostalgia por sensibilidades y manifestaciones pasadas dentro del museo? ¿Qué función adopta la nostalgia como actualizadora de representaciones fragmentadas de aquellas sensibilidades y, en este caso, del punk? ¿Cómo reclamar hoy el valor político de esa nostalgia, cuando parece que aquellas distopías se nos caen sobre la cabeza?

En el ensayo de catálogo, el curador de la muestra, David G. Torres reconoce la traición que el formato expositivo supone para la irreverencia y violencia simbólica que fueron base de la sensibilidad punk (1). Torres sitúa el origen del punk en la combinación del sentimiento de estafa y la intuición de que el sistema no funciona. Un rechinar incómodo, dice, cuya presencia es lo que quiere trazar en el arte contemporáneo. Este rechinar se aprecia en la mayoría de las piezas incluidas en la exposición como, por ejemplo, el vídeo Registro de bondad (1999), de Antonio Ortega, donde el artista se provoca el vómito introduciendo sus dedos repetidamente en su garganta en primer plano. Pero G. Torres no debería disculparse por curar una muestra sobre una sensibilidad popular. ¿Qué nos dice su disculpa sobre el lector ideal del catálogo y sobre el sistema arte en general? ¿Radica esta disculpa en la intuición de que la irreverencia y la creatividad ideológica del punk mueren con su museificación o, acaso, en que el público y la institución no consideren una sensibilidad estética histórica motivo suficiente para curar un conjunto de objetos? Los demás ensayos de catálogo ofrecen diversas explicaciones para la necesidad de revisar las formas y contenidos que la irreverente rabia antisistema lleva produciendo dentro del arte contemporáneo desde los años 1980. Una rabia que, por ejemplo, Iván López Munuera define en su ensayo con la noción rancieriana de estética como régimen de sensibilidad, donde se aúnan lo sensible y la promesa de cambio. Pero, ¿qué puede aportar al público actual una exposición sobre la apropiación de la sensibilidad punk por artistas contemporáneos? En un claro posicionamiento burgeriano, el curador Okwui Enwezor usó la expresión 'sinécdoques de apropiación' para referirse a la tendencia de las formas estéticas de vanguardia a incorporar en sí elementos en principio externos o incompatibles con sus códigos. (2) Este modelo colonizador de la vanguardia estética moderna, que Enwezor y otros han identificado en el canibalismo de las primeras vanguardias del XX hacia producciones culturales africanas y polinesias, aparece y reaparece en los objetos e instituciones del arte contemporáneo. En su apropiación de códigos estéticos ajenos, el arte contemporáneo no sólo cruza divisiones culturales, como las vanguardias de principios del XX, sino también divisiones de clase, como es el caso de incontables apropiaciones del descontento de clase por artistas de bienal, por ejemplo. La fagocitación de lo diferente y aparentemente incompatible refuerza la autoridad de la obra de vanguardia. Este extendido síntoma moderno, en parte constituyente de lo que hoy conocemos por 'arte contemporáneo global', aparece también en Punk. Aparece también porque la selección curatorial mantiene la división moderna entre arte y no arte. No aparecería, si la muestra se revelase contra esa distinción vanguardista e incluyera también prácticas culturales contestatarias no legitimizadas por la industria cultural como, por ejemplo, no-artistas punks y sus producciones estéticas. 

“Después de los sacrificios aztecas, la violencia de la conquista”, dice Semefo, anunciando el lavado del cuerpo. La rabia del punk también nos sutura a la historia. En el vídeo vemos cómo los integrantes del grupo consiguen el cadáver de un caballo, reemplazan sus fluidos por polímero líquido, lo despiezan y montan en un armazón de hierro. Los miembros de Semefo leen a Bataille. Cortan coca en un espejo. “Caballos nefastos, cómplices de las aguas turbulentas”. Reemplazo de flujos. Caballos troceados montando en tío vivo. Guitarras metaleras. Jeringas y tubos. Plástico. Asco, miedo, deseo. Primera mitad de los noventa, ciudad de México. Lavatio corporis, una escultura producida con una beca de apoyo a jóvenes creadores, refería a Los Teules IV, de José Clemente Orozco; montones de cuerpos aztecas masacrados en la conquista. En Punk vemos el documental que produjeron los artistas con ayuda pública mediante el Museo de Arte Carrillo Gil (entonces ya parte de la nueva Conaculta), al tiempo que el Estado mexicano masacraba a sus propios ciudadanos. Esta obra de Semefo, bien conocida, sirve para intuir el ocultismo de sus autores y los inicios formales de carreras que, juntos primero y separados después, comentarían la violencia de estado con cada vez más abstracción y tangencialidad a cambio de una creciente visibilidad internacional.

En la muestra hay un número de piezas que, en efecto, devuelven a una experiencia presente la explosiva combinación de rabia, violencia epistémica y reclamo de clase que en su día se llamó a sí misma punk. El clásico de Dan Graham Rock my religion (1983-1984) propone una lectura del emancipador rock and roll anclada en las prácticas represivas de comunidades puritanas como los shakers y otras sectas protestantes asentadas en norte América. The eternal frame (1975) de T. R. Uthco y Ant Farm reproduce los fotogramas del vídeo de los asesinatos del presidente J. F. Kennedy, honrando la iconoclastia generalizada de la sensibilidad punk. En la misma línea, los atentados contra la simbología del progreso de Chris Burden, como 747 (1973), en su día prometedores, nos recuerdan los inicios rebeldes de tantos artistas con la edad amansados por un mercado entrenado a domar la irreverencia crítica. No podían faltar los aduladores insultos de Yoga Alliance de Pepo Salazar, quien en la versión del Macba también mostró la cíclica giratoria parte de What rest from a total... (2015), gran ausente en México, ni la instalación de Mike Kelley Odd man out (1988), en la que el artista ofrece una serie de artefactos domésticos con la cara de las gemelas Olsen y orificios para la masturbación.

Los problemas a los que este tipo de exposiciones extensas y con ánimo de historiar pueden dar lugar pocas veces vienen con las exposiciones en sí, sino con ciertas piezas que se cuelan en la selección, haciéndose pasar por lo que no son. Éste es el caso de No Global Tour (2010), de Santiago Sierra, donde el artista pasea unas grandes letras N y O por ferias y exposiciones; I’ve Got It All (2000), de Tracy Emin, donde la artista británica se retrata a sí misma enseñando teta y apretando billetes contra su vagina o la performance de Guillermo Santamarina Frei von jedem Schaden! (2006-2016), en la que el curador mexicano lanza ítems de su preciada colección de discos que se clavan en la pared del museo. Piezas como éstas se asemejan a las soluciones formales de las que hoy celebramos como parte de la mitología del punk. Sin embargo, la rabia y el reclamo de clase que caracterizaba al punk están ausentes. Como he explicado antes, estas tres obras son ejercicios del privilegio de sus autores; lejos están de ser expresiones antisistema cocidas en la alienación del sujeto. Cada una de ellas se ejecuta una vez que sus condiciones de enunciación son ya benévolas con los gestos de sus practicantes, pues sus autores eran protagonistas de las escenas donde las piezas cobran sentido desde antes de su producción. El riesgo de curar sensibilidades populares históricas no es el de congelarlas con su museificación, sino el de olvidar que las causas del origen de la rabia son siempre estructurales. Comparto con G. Torres un interés en el potencial generativo de la rabia, y sí considero este potencial motivo suficiente para comenzar un estudio de su reificación y mercantilización en la industria del arte contemporáneo. Sin embargo, echo de menos una actitud más crítica sobre el capital cultural ganado por aquellos que eligieron apropiarse de la gestualidad de la rabia para performarla en los centros de enunciación de códigos de esta industria global.

Punk, sus rastros en el arte contemporáneo es una exposición extensa con piezas que proponen modos de enunciación para canalizar el descontento y la rabia que se siente al intuir que el sistema nos falla. Hoy, al enfrentarnos con las nuevas formas estéticas de la traición sistémica, hemos de hacer memoria y recordar que la protesta es generativa, y es protesta cuando no ha sido desactivada aún por su inserción en el mercado. Hemos de recuperar los reclamos pasados contra la opresión para poder fabricar otros nuevos que cobren sentido político en el presente. Ésta es la fortaleza de la exposición, ofrecer un rango de registros nostálgicos que retrotraen al público a un momento de fundada rabia colectiva frente a las reformas neoliberales de los gobiernos de Reagan y Thatcher, primero, y de Salinas de Gortari, después.

 

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*En el Museo Universitario del Chopo hasta marzo de 2017, ciudad de México. 

(1) David G. Torres (editor) Punk. Sus rastros en el arte contemporáneo, Centro de Arte Dos de Mayo, Móstoles, 2016.

(2) Ver Okwui Enwezor, “The Post-Colonial Constellation”, en O. Enwezor, N. Condee, T. Smith, Antinomies of Art and Culture: Modernity, Postmodernity, Contemporaneity, Duke University Press: Durham, 2004.