Geopolítica y arte contemporáneo: de la representación de la ruina al rescate de lo real [1]
Irmgard Emmelhainz
Publicado el 2016-09-11
En las décadas de 1960 y 1970, la politización significaba tomar posición, establecer y seguir un programa político, sumarse a la lucha armada, poner las habilidades propias (incluido el arte) al servicio de la revolución, pelear en nombre del horizonte del socialismo de Estado y actuar solidariamente en favor de los esfuerzos antiimperialistas y descolonizadores. Las redes de artistas y de militantes se volvían cercanas por afinidad política; Palestina, Vietnam y Chile fueron símbolos del antiimperialismo. Esta forma de politización se tradujo en un ejercicio estético de vanguardia internacional, de lucha, crítica, contrahegemonía y de memorialización y reivindicación postcoloniales en el marco de una política de representación. Desde entonces, sin embargo, esta forma de política se ha percibido como una especie de nacionalismo violento que desembocó en Estados autoritarios y estéticas propagandísticas. Y hoy en día, la política se ha vuelto inseparable de la economía política neoliberal, así como de la cultura.
Con la ruina de la representación, aquello que se consideraba “estar afuera” del capitalismo, como la marginalidad, la etnicidad o lo exótico, se ha incorporado simbólicamente a los discursos hegemónicos y se les ha despojado de su capacidad de disrupción y de lucha. También han desaparecido las figuras de la otredad transformándolas en “estilos de vida”. La clase baja es un borroso horizonte desconectado de los flujos del capitalismo global; lejos de convertirse en una figura política autónoma, la subclase está en ocasiones sujeta a intervención, pacificación, mejora, políticas de desarrollo, proyectos en favor de la construcción de comunidad, etcétera, y su horizonte emancipatorio yace en el espíritu empresarial. Más aún, al despuntar el siglo XXI, la política ya no es representativa, sino aquello que algunos teóricos llaman “postpolítica”. De acuerdo con Jodi Dean, esto significa que la aspiración de la política se ha convertido en realizar la democracia, absorbiendo desde la resistencia hasta el antagonismo en tanto que se niegan los propios límites y mecanismos de exclusión de la democracia. La postpolítica implica, de esta manera, el rechazo de las condiciones fundamentales del antagonismo, en tanto que ha venido a significar inclusión, respeto y derecho. En consecuencia, la “postpolítica” significa política del simulacro del consenso, el final de la ideología, la decadencia neoliberal del Estado en ciertas regiones y, en otras áreas estratégicas, su robustecimiento, y la financiación de la economía (Dean, 2009).
En tanto que la democracia se ha convertido en el objetivo de la acción política, la visibilidad se ha tornado una característica clave de la acción política. Esta forma de politización presupone que un desplazamiento de los signos hegemónicos puede contribuir a desestabilizar o movilizar personas posibilitando metas políticas específicas. Y ya que la visibilidad y el desplazamiento de signos son parte intrínseca de la política, la producción cultural se ha vuelto indiferenciable de la acción política. Debemos considerar también lo que evidenciaron las movilizaciones a nivel mundial de 2011-2013: la enorme brecha que existe entre el gobierno (partidos políticos, elecciones, instituciones) y las formas actuales en que se nos gobierna, que delinean nuestras vidas y formas de ganarnos la vida, según los intereses de organizaciones comerciales y corporaciones internacionales. “Que se vayan todos” fue el eslogan en las calles primero en Argentina y desde principios de este siglo, a pesar de que, a final de cuentas, todos terminaron por quedarse. Por ejemplo, en Egipto, la Plaza Tahrir consiguió la cabeza de Mubarak y el movimiento Tamarod (rebelión) la de Morsi. En las calles se exigió su destitución y, con todo, el objetivo de la gente no fue organizarse para hacerse del poder porque, en primer lugar, la ficción que ofrece el poder afirma que el reunirse y protestar bastan para cambiar las cosas y, en segundo lugar, porque la política ya no funciona bajo la lógica de la representación.
Si las formas tradicionales del poder fueron alguna vez representativas y estuvieron localizadas en instituciones y personas, hoy en día, el poder está escondido en la infraestructura (una carretera, un supermercado, el software, la fibra óptica, un centro de datos, en proveedores corporativos de agua y energía) y se materializa en arreglos espaciales. Por ello, las formas post-representativas del poder se manifiestan como organización, diseño y configuración del mundo en el que vivimos, y son arquitectónicas e impersonales, y no representativas y personales (Comité Invisible, 2014). Más aún, la política también es postideológica, lo que significa que la disposición crítica, el gesto simbólico, la postura política y la vida cotidiana quedan completamente inconexas. Esta desconexión implica un fácil desliz en contradicciones, justificadas como rastros de lo que se ha diagnosticado esquizofrenia posmoderna, tales como denunciar el hambre en África mientras se toma café de Starbucks, protestar contra la violencia mientras se explota a los propios empleados, oponerse a la esclavitud mientras se compra ropa confeccionada por personas esclavizadas en el sudeste asiático, preocuparse por el calentamiento global mientras se compra comida en los supermercados, solicitar becas gubernamentales y corporativas para producir proyectos críticos, etcétera. De manera que nuestra era postpolítica y postideológica está caracterizada por una discrepancia no libre de problemas entre la posición política, la acción política y el gesto simbólico.
En este ensayo, me interesa revisar las transformaciones de la militancia en el contexto del desplazamiento de la representación a la postpolítica y la postideología tal como se manifiestan en el arte politizado de las últimas décadas. Este desplazamiento encarna el paso de la ruina de la representación a la política sensible: del internacionalismo al multiculturalismo, la antiglobalización y la reciente producción artística que, aparte de hacer visible lo invisible, ha propuesto formas para rescatar la realidad, esbozar comunidades transitorias auto-organizativas, mejorar las condiciones de vida y de trabajo, imaginar nuevas maneras de organización comunal, dar terapias sociales o difundir al arte útil. Una de las preguntas que deben plantearse urgentemente se refiere al papel que el arte contemporáneo desempeña en la geopolítica, si consideramos el arte como industria, como el heraldo del neoliberalismo y como una herramienta de pacificación, normalización y aburguesamiento (gentrification), ante el que ha surgido recientemente una política del mundo del arte, proveniente desde la crítica institucional.
La ruina de la representación
Hace un siglo y hasta la década de los sesenta, la acción política estuvo enmarcada por sindicatos, partidos, asociaciones, y consistía en asistir a mítines, organizar huelgas, reuniones y marchas. En este contexto, los militantes entregaban panfletos y daban discursos, lo que se llama trabajo de “agitación”. Por ejemplo, Lucy Parsons fue miembro del partido comunista y una agitadora infatigable, perteneció también al Sindicato de las Mujeres Obreras de Chicago y se sumó al Partido Obrero Socialista en 1877. Parsons viajó por Estados Unidos y se convirtió en una líder obrera bastante conocida y en una de las principales defensoras del anarquismo, de los negros y de los derechos de las prostitutas de Chicago (Davis, 2004). Otra militante, la filósofa francesa Simone Weil, buscó transcender el ámbito del discurso politizado (a pesar de que era conocida por dar discursos en reuniones de obreros en Le Puy, donde enseñaba filosofía) y realizó trabajos obreros y campesinos, además de sumarse a la lucha armada con el Ejército Republicano en España. En la década de los años sesenta, un desplazamiento aún mayor tuvo lugar en el combate político de y en torno a mayo de 1968. Más allá del partido como contenedor de la política progresiva, siguiendo los pasos de Weil, y en contraposición a Jean-Paul Sartre, quien entendía la acción militante y la filosofía como dos actividades disociadas, la periodista Ulrike Meinhof, el filósofo Régis Debray y el cineasta Masao Adachi se involucraron directamente en la lucha armada en un esfuerzo por conjugar la teoría con la práctica. Los estudiantes maoístas también rechazaban el partido y trabajaban hombro con hombro con obreros y campesinos, ya no para buscar colocarse al frente o a su lado (de acuerdo a la prescripción leninista del papel de los intelectuales como la vanguardia del proletariado en su texto ¿Qué hacer?, de 1903), sino para aprender de ellos.
Gilles Deleuze y Michel Foucault discutieron en un diálogo público el 4 de marzo de 1972 los cambios en la militancia y sus implicaciones (Deleuze y Foucault, 1977). Plantearon la pregunta acerca del papel de los intelectuales a la luz de las luchas de los estudiantes, los obreros, los prisioneros y de las batallas contra las distintas formas de poder con la pregunta “¿Quién habla y actúa?”. En la discusión, Foucault definió el involucramiento político de los intelectuales como el haber tomado posición en dos órdenes distintos: ya sea como intelectual en el seno de una sociedad burguesa y un sistema ideológico que produce actividades consideradas actos subversivos o “inmorales” (un “paria”, como por ejemplo Jean Genet), ya sea como alguien cuyo discurso es capaz de revelar una verdad particular (un “socialista”, como por ejemplo Rosa Luxemburgo). Los intelectuales habían tomado tradicionalmente el papel de ser “la consciencia del pueblo” que pronunciaba las verdades ante la sociedad. Sin embargo, los eventos de mayo de 1968 marcaron el momento en que se cobró consciencia de que las masas ya no los necesitaban para representarla o para describir las distintas maneras en las que son oprimidas. Para Deleuze, el papel del intelectual ya no consistía en situarse “frente y al lado” de los obreros, sino en impugnar las distintas formas de poder que colocan a los intelectuales como productores del conocimiento. Por lo tanto, lo que quedó problematizado en mayo de 1968 fue precisamente la noción de la “consciencia representativa”. A los intelectuales se les reveló la manera en la que propagan discursos de poder disfrazados de “conocimiento”, “consciencia”, “verdades” y “discursos”. De esta manera, para Foucault y Deleuze no puede haber representación, no porque no pueda haber un significante (arcaísmo) que pueda reunir a un grupo a partir de intereses comunes, sino porque al “hablar por otros” opera siempre un deseo inconsciente: saber, apropiarse y tener poder por encima del Otro, negándole el derecho a la autoconsciencia.
En otras palabras, mayo de 1968 marca la muerte de la representación como el vehículo de la acción política, porque si a los oprimidos se les da la oportunidad, pueden hablar por sí mismos y evidenciar las estructuras de poder que los oprimen. Por lo tanto, mayo de 1968 puso en evidencia la asimetría inherente a la relación entre intelectuales y obreros poniendo en crisis la lógica de la representación: los intelectuales son autónomos mientras que los obreros están subordinados al salario, por lo que existe una relación preestablecida entre ellos, que implica un cierto orden y jerarquía de funciones, de roles y de conexiones en la acción social. Así, Foucault y Deleuze les dieron a los intelectuales la tarea de organizar luchas más allá de la representación y de la “consciencia de clase”. Entendieron el militantismo como una especie de denuncia, de levantar la voz, de encontrar objetivos y de crear herramientas para combatir las diferentes formas de poder y de opresión. Esto abrió paso a un sinnúmero de diferentes luchas más allá de la consciencia de clase, enraizadas en los escenarios cultural y social, así como a una política de la contrainformación, que privilegió los medios de comunicación de masas como el sitio de la intervención militante. Las nuevas luchas micropolíticas llegaron a operar de acuerdo a la lógica de la subjetivación (subjectivation) política, como un medio para organizar la autoconsciencia: el proceso de construcción de un sujeto o de una subjetividad activos, políticamente constituidos, que se oponen a los procesos de subyugación (assujettisement o sujétion), lo que significa asignar roles, funciones e identidades a sujetos subordinados por cierta forma de poder.
En el ámbito del arte, los desplazamientos causados por la ruina de la representación estético-política (manifiesta en la filosofía como la teoría postestructuralista y en el arte posmoderno), los artistas desarrollaron estrategias conceptuales para desmaterializar el objeto artístico para resistir su incipiente estatus de mercancía, cuestionaron las condiciones de producción del arte mediante la crítica institucional y produjeron arte que se contrapuso al espectáculo mediante una pedagogía de la audiencia (sobre todo mediante el videoarte).
Del antiimperialismo a la
celebración global de la diferencia
En paralelo a las luchas de universitarios y obreros en Europa, las luchas antiimperialistas y descolonizadoras tomaron su camino en el Tercer Mundo en un intento por establecer alternativas al capitalismo de Occidente: Cuba, China, Palestina, Chile y Vietnam fueron referentes clave en los años setenta. El comunismo era una “hipótesis viva”, un horizonte que movilizaba las creencias, la pasión y la voluntad de una gran parte de la revolución y que inspiraba solidaridad en del mundo occidental. Las figuras políticas que produjo el antiimperialismo fueron el campesino apoderado o el vecino de los barrios bajos y el sujeto colonizado en lucha contra el imperio por su propia emancipación. Sin embargo, ya para los años ochenta el sujeto y el proyecto revolucionarios antiimperialistas habían sido repudiados como una especie de aberración del socialismo decadente, mientras destacaba una nueva forma de emancipación desideologizada para los pueblos del Tercer Mundo, más allá de la problemática de la división internacional del trabajo y de la figura del obrero como un sujeto políticamente autodefinido. El antiimperialismo (el tercermundismo o el internacionalismo) había implicado la universalización de una causa o el haberle dado nombre a un error político; los “condenados de la tierra” surgieron durante un periodo histórico determinado como una nueva configuración del “pueblo” en el sentido político. Sin embargo, dominó un nuevo humanismo ético, que sustituyó la simpatía revolucionaria y política con la lástima y la indignación moral, transformándolas en emociones políticas dentro del discurso de simple actualidad y de urgencia, y esto en el marco de los derechos humanos (Emmelhainz, 2009).
Esto condujo a nuevas figuras de alteridad en los ochenta y noventa: el “otro sufriente”, que debe ser rescatado, y el subalterno postcolonial, que exige restitución al presuponer que la visibilidad le ofrecerá emancipación. Estas figuras se convirtieron en los sujetos postcoloniales étnicamente autodefinidos y auto-representados en busca de reconocimiento y de un sitio desde el cual pronunciar sus propias narrativas suprimidas, no escuchadas u olvidadas: “Hablo, luego existo”, dice el artista del performance Guillermo Gómez Peña en su Declaración de desobediencia poética (2006). Para evitar la representación de identidades basada en arcaísmos (o esencialismos, como lo formuló Gayatari Spivak) que podrían perpetuar los discursos de la sociedad occidental sobre el “Otro” mediante nacionalismos, mitos y otros tipos de narrativas étnicamente específicas, los teóricos postcoloniales sugirieron en los años ochenta una estructura diferencial de especificación, en la que la identidad se concebía en perpetuo proceso de formación, construida por ambivalencias y “escisiones” (Hall, 1997). Lo que se volvió políticamente decisivo, según Homi Bhabha, fue la articulación de los momentos intersticiales, procesos producidos en la articulación de diferencias. Para Bhabha, los espacios terceros pueden permitir la elaboración de la representación comunal al generar nuevos signos de diferencia cultural como sitios de colaboración (Bhabha, 1994). Sin embargo, se trivializó el concepto de “diferencia”. Para finales de los años noventa, esta se manifestaba en el mundo del arte en bienales en esquinas marginales del planeta, que se convertían en un tercer espacio utópico, en donde prosperaban la hibridación y la diferencia, en cumplimiento, de cierta manera, de la utopía multicultural de la globalización.
Bajo el modelo intervencionista de sitios específicos como la bienal, el espacio se ha considerado epistémicamente rico; la presentación y la entrega de experiencias o la intervención en procesos cotidianos suplantaron la representación. El arte de sitio específico intentó instilar la crítica social en la vida cotidiana. Con todo, en tanto declaración moral, la intervención de sitio específico resultó ser el límite de su propio efecto político. Encapsulado en el mundo del arte, proveyó contrastes y apuntó a potencialidades, pero se quedó corto en su empeño por modificar el trasfondo de la efervescencia política e incluso llegó a infringir violencia epistémica en el sitio donde se producía la intervención. La especificidad del sitio fue liberadora en tanto que consiguió desplazar la lógica esencialista de la identificación con el Estado-nación e introdujo la posibilidad de múltiples identidades flexibles y transitorias, nuevas lealtades y significados. Esto fue estimulado por aquello que Susan Buck-Morss describió como una fantasía compensatoria que responde a la intensificación de la fragmentación y a la alienación ocasionada por la expansión de la economía de mercado (Buck-Morss, 2008). De suerte que, de cierta manera, terminó por afirmar una hegemonía blanca en el contexto de la bienalización del mundo del arte, del multiculturalismo, de la polifonía y de la marginalidad, junto con la celebración de aquello “descentrado”, que ahora se ha traducido en modernidades internamente diferenciadas en el contexto global mediante una lucha moral por el reconocimiento. Si se considera que las identidades fluidas son posibles gracias al privilegio de la movilización, conllevan por lo tanto, una relación específica con el poder, estableciendo una nueva división de clase a partir de los grados de movilidad a través del globo: una clase transnacional de trabajadores sociales con un acceso fácil y paso seguro que reflexionan sobre los procesos globales en otro lugar, en contraste con los trabajadores migrantes y los refugiados, quienes deben viajar de forma ilegal o cruzar muros u otros obstáculos para sobrevivir.
Estética globalifóbica
y medios tácticos
Con la caída del muro de Berlín en 1989 y la de la Unión Soviética en 1991, se desvaneció el horizonte político del comunismo en tanto promesa, utopía, constructo intelectual y visión política. El comunismo convirtió en un sitio y en un evento histórico, un desastroso experimento que se manifestó en dictaduras totalitarias (Groys, 2009). Conforme se implantaron políticas neoliberales y se firmaron tratados de libre comercio por todo el mundo, surgió el movimiento antiglobalización a mediados de los años noventa en oposición a las reformas neoliberales y en lucha por un comercio justo, por un desarrollo sostenible, por los derechos humanos y la responsabilidad corporativa. De acuerdo con Brian Holmes, este movimiento fue el primer intento por dar una respuesta amplia y ligada al caos del sistema mundial post 1989. Dentro de este entramado, los anticapitalistas criticaron los fracasos de la gobernancia neoliberal desde un sinnúmero de posiciones diferentes: soberanistas democráticos, libertarios antifronteras y los keynesianos más tradicionales orientados al sindicalismo (Holmes, 2005). El movimiento antiglobalización se concibió a sí mismo como una base social para criticar el capitalismo corporativo y la globalización, y el hecho de que las corporaciones multinacionales hubieran adquirido un poder político cada vez menos regulado, ejercido mediante tratados comerciales y en mercados financieros liberalizados.
Las protestas antiglobalización cristalizaron alrededor de las reuniones de los líderes mundiales, sobre todo en Génova 2001, así como en reuniones internacionales, como el Foro Social Mundial en Porto Alegre, Brasil, ese mismo año. Michael Hardt y Antonio Negri –en línea con la política post-representativa de 1968 y en un esfuerzo por ir más allá de la identidad del “proletariado” basada en el obrero y de la igualdad inherente al concepto de “el pueblo”, acuñaron el término de “multitud”– teorizaron sobre la subjetividad política encarnada por el movimiento globalifóbico. Para Hardt y Negri, la multitud es un ser social formado en el no-lugar del capitalismo, una red descentrada de células múltiples-singulares dentro del Imperio, productor inmanente de lo “común”, que, a su vez, constituye la sustancia de la multitud y la condición y el fin de la producción (el locus de la plusvalía). La multitud existe dentro del dominio imperial del biopoder, una forma de control social que regula y administra vida desde dentro y que se extiende mediante consciencias, cuerpos y todas las relaciones sociales. A diferencia de la toma del poder y de los medios de producción prescritos por el marxismo a lo largo del siglo veinte, para Hardt y Negri la tarea de la multitud consiste en democratizar lo común, en explotar las redes de producción social con el propósito de adquirir autonomía y de socavar la soberanía del biopoder. La carne de la multitud, sin embargo, personifica una serie de condiciones ambivalentes que podrían volverse peligrosos: la producción social podría conducir a la liberación o quedar atrapada en un nuevo régimen de explotación y de control que alimentaría al biopoder.
En paralelo al movimiento antiglobalización, la producción artística viró hacia la política anticapitalista, caracterizada por la interdisciplinariedad y la adopción de un cúmulo de posiciones contraculturales, de asociaciones políticas, con el objetivo de crear zonas autónomas aunque simbólicas. Ejemplos de esto son los colectivos artísticos que producen intervenciones o acciones contrainformativas, didácticas y simbólicas contra el capitalismo en la esfera pública, tales como REPOHistory, Group Material, Guerrilla Girls, WochenKlausur, Colectivo Cambalache, Las Agencias (Yomango, Prêt-a-porter, etcétera), Ne pas plier, Haha, The Yes Men, Superflex, Mejor Vida Corporation, The Center for Land Use Interpretation, Atlas Group, Raqs Media Collective, Chto Delat. Al mismo tiempo, los medios tácticos surgieron con estrategias, tales como ataques a servidores en forma de “sit-ins” digitales. Pero mientras esta forma de activismo creativo perduró sólo hasta que se hizo efectivo un sistema globalmente integrado de medios electrónicos después del 11 de Septiembre (que ha vuelto imposible la clandestinidad y ha criminalizado este tipo de ataques) (Sholette, 2015), se ha criticado al arte y al activismo antiglobalización por carecer de un programa político o por tener el vago programa de apropiarse y usar el imperialismo contra sí mismo.
Para Hardt y Negri, la multitud posee el deseo de igualdad mundial, de libertad y de una sociedad democrática global, y cuenta con el poder para alcanzarlos; pero le faltan objetivos discernibles o una agenda más allá de su oposición al capitalismo y de la apropiación de la producción. Los límites de la agenda antiglobalización aparecen en una de las acciones performance dentro de la red de Yomango, un proyecto artístico español de desobediencia social que procura hacerse de los bienes que ofrece el mercado y que la gente desea. Yomango es un proyecto de divulgación de instrucciones para apropiarse de mercancías de cadenas globales de tiendas, además de hacer reuniones donde se repartían dichos productos. Sin embargo, al estar diseñado para facilitar la redistribución de los bienes, la acción oscurece la división internacional y, por lo tanto, imperial del trabajo y las condiciones de producción y de comercialización de los bienes de los que los participantes se apropiaron.
Con todo, según Brian Holmes, el movimiento antiglobalización se tambalea ante las consecuencias culturales de la globalización, es decir, ante el éxito global de la cultura de masas, que puso en marcha la extinción de las culturas locales y su única resurrección posible disneyzificadas. El movimiento antiglobalización también menguó ante el programa neoliberal que originalmente lo había detonado, lo cual se evidenció en un encubrimiento militar, moral y religioso de la crítica antiglobalización manifestado en la intensificación de la expansión de capital, de la seguridad corporativa y en la prohibición universal de libertades civiles (Holmes, 2005). La expansión de la cultura de masas estadounidense fue de la mano, en el ámbito de la “alta cultura”, con la globalización del modernismo occidental en tanto lingua franca del arte contemporáneo. Una vez que el posmodernismo se vació como categoría crítica y temporal, fue sustituida por una modernidad global peculiar e internamente diferenciada (Osborne, 2014).
La relacionalidad y el rescate del arte
En paralelo a la agenda antiglobalización, una línea en la producción artística intentó experimentar con distintas formas de organización colectiva y comunitaria más allá de la identidad o procesos de identificación. El arte relacional de los años noventa fue el catalizador de las reuniones comunales transitorias que intentaron revivir las relaciones sociales y de oponerse a la alienación ocasionada por el espectáculo. Esta forma de arte, descrita por Nicolas Bourriaud, entiende a la audiencia como una comunidad y se desdobla en el ámbito de las relaciones humanas para elaborar un significado colectivo. En lugar de tener una agenda “utópica”, los artistas relacionales procuran buscar soluciones provisorias en el aquí y el ahora, y esta es la razón por la que las obras de arte insisten en ser usadas más que contempladas (Bishop, 2004). Claire Bishop describió otra veta de esta estética participativa al colocar en su núcleo un antagonismo mediante la creación de situaciones en las que los miembros de la colectividad se confrontan, alterando, así, los límites de la capacidad de la sociedad para constituirse plenamente a sí misma, y escenificando la democracia (Bishop, 2004[2]. Están también las prácticas “dialógicas”, ejemplificadas por el trabajo de Suzanne Lacy, que reúnen a un sinnúmero de personas diferentes (por ejemplo, estudiantes de bachillerato, policías, los medios) y de dispositifs, a quienes readapta para la creación de espacios transversales de diálogo (Kester, 2004). Por ejemplo, su obra The Roof Is on Fire (1994), parte de los Oakland Projects, en la que 220 estudiantes de bachilleratos públicos tomaron parte en conversaciones espontáneas sentados en cien coches en un estacionamiento situado en el techo de un edificio mientras vecinos de Oakland los escuchaban hablar sobre familia, cultura, raza, educación y familia. El trabajo de Lacy combina los aparatos institucional y social con talleres pedagógicos, medios de comunicación de masas y desarrollo de políticas. Esta acción impactó en la ejecución de políticas sociales en favor de este sector de la población, mientras que desafió los usos de los medios de comunicación de masas.
Por lo tanto, podríamos considerar las prácticas de arte relacional, participativo o dialógico experimentos con nuevos modelos de organización social y político que surgieron de cara a la fragmentación, alienación y destrucción del tejido social, consecuencia de la reconfiguración de las relaciones sociales causadas por la globalización (alienación, competitividad, migración, etcétera). Estas prácticas también evidencian cómo el arte se ha convertido en una forma de actividad experimental que se traslapa de manera transversal con el mundo mediante su escape a otras disciplinas, dispositifs y regímenes con el propósito de atender preocupaciones socio-políticas. La participación, sin embargo, ha probado tener sus límites, en tanto que es una de las formas de la gobernancia y del poder neoliberales. De acuerdo con Eyal Weizman, en el horizonte de la participación se hace presente la colaboración, “la tendencia a alinear, por coacción o voluntariamente, las propias acciones con los fines del poder, ya sea político, militar, económico y una combinación de los anteriores” (Weizman, 2011). El problema es que las opciones disponibles para elegir no pueden impugnarse, por lo que la participación termina por forzar al sujeto a la sumisión y a servir a los fines del poder. Wendy Brown ha conceptualizado esta forma de poder como gobernancia neoliberal, concentrada en crear incentivos para participar negociando objetivos en común.
En este sentido, la gobernancia implica la creación de sistemas para la contribución de los usuarios que permitan la inclusión administrada o controlada por medio de la fetichización de la democracia. Mediante la integración, individuación o cooperación, la democracia queda reducida a la “participación”, pero desasociada de la justicia y la colectivización para acabar con el descontento coercitivo y apaciguador (Brown, 2015). Por lo tanto, la participación provoca dilemas políticos y éticos que exigen cuestionar urgentemente y considerar formas de gobernancia neoliberal las relaciones de poder que posibilitan la participación. El arte participativo, sin embargo, puede entenderse como un esfuerzo para experimentar con estrategias para restituir lazos comunitarios destruidos o amenazados por políticas neoliberales. Siguiendo una línea similar a la que planteó Jean-Luc Godard, quien ofreció la imagen de una especie de “salvar lo real” [3], W. J. T. Mitchell planteó el arte de sitio específico o relacional como una forma de “rescate”, de desenterrar cosas, recuperar ruinas, salvar vecinos y comunidades mediante el involucramiento del arte y la colaboración entre las instituciones y las comunidades.
Por un lado, se espera que el arte “salve” la realidad en tanto le devuelva la singularidad de los lugares y las personas; aquí podemos recordar el uso extendido en los años noventa de la especificidad cultural y de sitio como formas de politización de cultura. Esto no significa que el mundo o la realidad se hayan perdido, sino que nuestra conexión y nuestra creencia en el mundo han quedado destruidos, que deben salvarse, y que el arte puede ayudar a restaurar nuestro lazo con el mundo. Por lo tanto, para Mitchell la nueva vocación del arte es rehacer el mundo literal y simbólicamente (vienen a la mente la readaptación de armas como instrumentos musicales que llevó a cabo Pedro Reyes o el Dorchester Project de Theaster Gates de renovar edificios abandonados en el South Side de Chicago), como una manera de construir solidaridad social y formas de imaginar la vida en común. Por lo tanto, el papel de este tipo de arte ha sido experimentar con formas para restaurar el contacto vital con lo real y de re-simbolizarlo, mientras se enfatiza la actual crisis de presencia debida a la alienación extrema en el mundo occidental. Sobre estas líneas, el colectivo C.A.S.I.T.A. conformado por Loreto Alonso, Eduardo Galvagni y Diego del Pozo, activo desde 2003, realiza acciones –a veces participativas, pero siempre colaborativas– con el objetivo de elucidar la producción, simbólica, su impacto en el tejido social y en lo cotidiano y su importancia en la construcción de la subjetividad. Al centro de su trabajo están también una exploración interdisciplinaria sobre las formas de trabajo cognitivo y manual, y su relación con la vida cotidiana. Buzones IRP (2004) consiste en reunir y compartir saberes de distintas disciplinas para mutua colaboración, un tipo de banco de tiempo. En Potlach niño: La realidad es suficiente (2008) invitan al público a participar, imaginan una tercera vía entre el espectáculo y la salida del espectáculo: lo lúdico, la interacción y la imaginación se hacen vitales. Ganarse la vida: el ente transparente (2006) consiste en articular situaciones que incluyen instalación, diálogo y materiales gráficos y audiovisuales para investigar las nuevas formas de trabajo, los paradigmas de producción, el trabajo creativo, su precarización y las nuevas formas de subjetividad. (C.A.S.I.T.A., 2012). Lo que es relevante aquí, es que las acciones de C.A.S.I.T.A. por un lado, experimentan con maneras de resarcir nuestra relación con la nueva realidad neoliberal mientras que buscan formas de autonomía de esa realidad neoliberal.
La política del mundo del arte
y una política de la resistencia
Las formas de antiglobalización, relacional e intervencionista de la práctica estética ejemplifican las distintas maneras en que el arte y la política se han relacionado entre sí en el seno de la estética politizada. Pero existen otras maneras por las que la política y la estética se han encontrado. Por ejemplo, existe una política del mundo del arte, ejemplificada por el video de Hito Steyerl Is the Museum a Battlefield? (2013). En este video-performance, que es también una especie de documental, Steyerl conecta elocuentemente un casquillo encontrado en un campo de batalla en Turquía con el Complejo del Museo Industrial-Militar, con lo que revela los nexos existentes entre la industria armamentista, las corporaciones trasnacionales, la starchitecture y las bienales globales. La genealogía del video de Steyerl puede trazarse hasta la crítica institucional de la década de los setenta, ochenta y noventa, que tenía como misión aclarar los discursos ocultos tras ciertas elecciones respecto de colecciones y exposiciones, así como plantear preocupaciones acerca del patrocinio del arte.
Si se consideran otras formas de crítica institucional que cuestionan las condiciones de la producción, exposición y distribución del arte, recientemente han tenido lugar movilizaciones que han traspasado el ámbito del arte para convertirse en acción política directa y en movilizaciones colectivas. Los artistas desean separar cada vez menos la creatividad, los espacios de exposición y los patrocinadores que los apoyan. Más y más los productores culturales son reacios a otorgar credibilidad a ciertos patrocinadores que financian arte para lavar dinero o crímenes (G.U.L.F., 2015a). Esta forma de politización basada en actos políticos, que implica tomar posición, demandar exigencias, planear boicots, es diferente a las prácticas comprometidas social y políticamente que expliqué más arriba y que el mundo del arte ha utilizado estratégicamente para la discusión y la experimentación políticas. Por ejemplo, la acción, en junio del año pasado, “Occupy the Guggenheim” por parte de Gulf Labor, con el fin de protestar por las condiciones de trabajo de los trabajadores que construyen el Guggenheim de Abu Dhabi y por los salarios de los guardas del museo en Nueva York. Mientras que “Liberate the Tate” intentó verter luz sobre el patronazgo que ofrece British Petroleum a dicho museo; la presión colectiva para boicotear el Technion de Haifa; y “#BlackLivesMatter”, en el Museo de Historia Natural.
Mediante acciones disruptivas, estas organizaciones protestan contra la explotación laboral, la supremacía blanca, la captura del espacio público, la injusticia climática, la gentrificación, la violencia policial, el apartheid israelí, el rapto y el abuso sexual, etcétera, y denuncian el hecho de que el mundo del arte es un “subsistema espectacular del capitalismo global que gravita en torno a la muestra, el consumo y el financiamiento de objetos culturales en beneficio de una fracción minúscula de la humanidad, el 1%” (G.U.L.F., 2015b). Hubo un llamado a boicotear la edición de 2014 de Manifesta en San Petersburgo, y los artistas organizaron en la Bienal de Estambul de 2015 una “disrupción productiva” para subrayar el escalamiento de la violencia en Turquía; se invitó a artistas y a visitantes a reconocer el contexto político de la bienal y se exigió un retorno a las conversaciones sobre la paz y a las negociaciones entre el Partido de los Trabajadores de Kurdistán y el gobierno turco (e-flux conversations, 2015). Hubo también una Carta para Palestina por parte de los artistas participantes y presentes en la Bienal de Venecia de 2015, que pidió tanto atención a las injusticias en Palestina como discutir PACBI [por sus siglas en inglés], la Campaña Palestina para el Boicot Académico y Cultural de Israel para boicotear instituciones israelíes[4]. También para mostrar solidaridad con Palestina, en la Bienal de São Paulo de 2014, 176 de los 199 artistas participantes firmaron una carta abierta para oponerse al “Patronazgo Cultural Israelí”. Los curadores apoyaron la carta y, como respuesta, la Fundaçao Bienal São Paulo accedió a “disociar claramente” el mecenazgo israelí del resto de los patrocinios de la exposición (Mannes-Abbott, 2015). Estas formas de hacer campaña al interior del mundo del arte han dado visibilidad a ciertos temas, tales como los patrocinios, los espacios, las condiciones de trabajo dentro y en torno al arte contemporáneo, el trasfondo político en el que se produce y exhibe, y los ha colocado como problemáticas de índole política. De cierta manera, los artistas llaman ahora la atención sobre la violencia epistémica que se efectúa en otros sitios donde se produce el arte mientras intentan restablecer contacto con la esfera política a partir de la explotación laboral y nuevas formas de esclavitud: la figura del trabajador como un sitio para politizar se ha traído de nuevo a un primer plano.
Al crear ensamblajes que liguen a actores del mundo del arte con proyectos orientados a la acción política, estos actores buscan crear subjetividades y el terreno para acciones políticas mediante la localización de luchas de poder (instancias de subjetivación) y en ocasiones están vinculados a movimientos sociales y políticos, a colectivos autónomos y a medios alternativos de comunicación. Según Gregg Sholette, estas formas de arte tienden a estar caracterizadas por la ausencia problemática de cualquier contra-narrativa ideológica al capitalismo y por la creencia (cada vez menor) de que “los productores culturales pueden aportar algo extraordinario a las masas necesitadas a través de los beneficios del arte serio” (Sholette, 2015). Muchas de estas prácticas hasta aquí descritas no constituyen actos políticos en sí mismas: imágenes y gestos simbólicos que han servido como apoyo para ayudar a los activistas a ganar influencia y visibilidad política.
Mientras que el arte y el mundo del arte han servido, sin lugar a dudas, como un espacio de autorreflexión, y han dilucidado en torno a los procesos globales de opresión y de expropiación, a los laboratorios experimentales o las plataformas de organización comunal, a las terapias colectivas o la política especulativa en tanto vehículos de visibilidad, en tanto estética politizada, estos formatos no son, en sí mismos, medios para resistir. Más aún, debemos considerar que las críticas al capitalismo requieren una base social además de formas de organización para resistir contra la destrucción neoliberal de formas de vida y de experiencias comunes. También debemos considerar que hoy en día el poder está inserto en los objetos cotidianos, que el poder es el mismo orden de las cosas: no es mera infraestructura sino la manera como esta opera, está controlada y construida (Comité Invisible, 2014). Estas formas de poder hacen del Estado-nación un blanco sordo que se legitima a sí mismo mediante la gestoría de las exigencias civiles a través de la gobernancia y mediante el gobierno diferencial de sus poblaciones.