Alrededor del árbol. Apuntes sobre la experiencia carcelaria en Gülsün Karamustafa
Ana Longoni
Publicado el 2019-10-13
“I am inside time and time is inside me”
Gülsün Karamustafa
Ante mis titubeantes primeras indagaciones en su archivo a la hora de encarar este texto, la artista turca Gülsün Karamustafa me escribe una generosa carta, proponiendo múltiples conexiones entre su biografía y América Latina, a partir de trazar paralelos entre los contextos dictatoriales en los años setenta y ochenta, y apelando a una constelación precisa de referencias cinematográficas, musicales y literarias latinoamericanas que resonaron en su contexto. Ella reconoce ecos de su propia historia (y la de su generación) en las canciones de protesta del chileno Víctor Jara, mutilado y asesinado por la dictadura de Pinochet, o en películas tales como la argentina Sur (dir. Pino Solanas, 1988) o en la novela de Carlos María Domínguez La casa de papel, en la que un viejo y solitario bibliófilo construye su última casa en una playa alejada usando sus amados libros como ladrillos. Domínguez relata los mecanismos de supervivencia que llevaron a muchos a quemar o enterrar sus propias bibliotecas como resguardo o protección ante el terror instalado:
"During the last military coup in Argentina many people burned their books in their bathrooms and toilets or buried them in their gardens. Some books with certain names began to create danger for the people. The Argentinians began to make a choice between their lives and the books and they became the executioner of their own books.” (1)
Esas referencias dejan entrever hasta qué punto escenas distantes en la geopolítica mundial atraviesan en paralelo procesos represivos signados por la irrupción de dictaduras militares y la cruenta persecución a los opositores políticos, encarcelados, torturados, asesinados, desaparecidos y exiliados, a la vez que generan una gama de réplicas, modos de resistencia y creatividad antagonista semejantes.
La dictadura iniciada en Turquía en 1971 encarcela a numerosos políticos, intelectuales, artistas, estudiantes acusados de integrar “guerrillas urbanas”. Entre ellos, a Gülsün Karamustafa y a su marido, juzgados por una corte militar, apresados durante años y sin derecho a salir del país por muchos más.
Tres décadas más tarde, Gülsün viaja a Cuba, a participar en la Bienal de La Habana en donde presenta su video-instalación "Making of the Wall" (2003). En el video, presenta testimonios de ex prisioneras políticas, tres mujeres que pasaron años en la cárcel (en el mismo período que ella misma padeció la prisión) y que relatan aquella experiencia traumática desde la intimidad y el resguardo de sus hogares actuales, mirando de frente a la cámara sin vueltas, en un ejercicio de memoria tan sencillo como conmovedor.
En los días que pasa en la bienal, observa a una muchacha de la edad de sus hijas que mira insistentemente, una y otra vez, la película en loop.
“It took my interest and asked her why she was interested in the film. She said ‘I am from Chile. That might be the clear answer to your question’.” (2)
Esa conexión (que no necesita mayores explicaciones ni demasiadas palabras) no solo radica en la coincidencia epocal (las dictaduras, la represión encarnizada sobre los opositores) sino sobre todo en el modo sensible que Gülsün explora a la hora de evocar y transmitir la experiencia carcelaria.
Ella, la que porta la cámara, la que pregunta a estas tres mujeres y sabe prestar oídos a sus recuerdos de los tiempos pasados en la cárcel, también ha atravesado el encierro. Las entrevista muchos años más tarde, en el ámbito preservado de sus casas. Se intuye que Gülsün está presente pero fuera de cámara; solo hablan ellas, rememoran, callan, respiran. Remontan esa experiencia traumática no ante un tribunal o un foro público, sino en la intimidad y ante alguien que ha transitado como ellas (y con ellas) por esa situación límite.
La artista elige no hablar de sí misma sino a través del relato de otras: dar cuenta de una experiencia traumática desplazándose desde la primera persona del singular, habitual en el género testimonial, a la construcción de una enunciación en primera persona del plural, sin escabullir ni negar la propia experiencia, más bien inscribiéndola en un marco polifónico, componiendo la posibilidad de un testimonio coral.
Un desplazamiento semejante es el que produce Pilar Calveiro, sobreviviente de tres campos de concentración durante la última dictadura argentina, y autora del más lúcido y sistemático análisis del sistema represivo de la dictadura argentina. En su libro Poder y desaparición (3) —a partir de articular múltiples testimonios de sobrevivientes, incluida ella misma como una más— desentraña pormenorizadamente la máquina de la represión ilegal asentada fundamentalmente en la siniestra figura de la desaparición sistemática de personas. Los desaparecidos, ni vivos ni muertos, son arrojados a una condición de total incertidumbre, a un limbo de negación y nebulosa. Pilar confronta esa neblina, al reconstruir lo que ocurre a partir de la desaparición de una persona: la secuencia del secuestro, la tortura, la cárcel clandestina a la que en la enorme mayoría de los casos siguió el asesinato y el deshacerse de los cuerpos (quemados o bien arrojados al mar mediante los llamados “vuelos de la muerte”, en los que desde aviones militares lanzaban en vuelos nocturnos prisioneros vivos, atados y adormecidos con un fuerte calmante). El “terror concentracionario”, como lo nombra Pilar Calveiro, no solo fue eficaz dentro de los más de quinientos campos de concentración que funcionaron en todo el territorio argentino entre 1976 y 1983, por los que pasaron cerca de 30.000 personas desaparecidas, sino que fue un mecanismo aceitado a la hora de dispersar el terror fuera de sus límites, en el conjunto de la sociedad paralizada ante la paradoja de saber y no saber. Todos podían saber o intuir que algo estaba pasando, porque conocían a alguien desaparecido, o se topaban en los diarios con un reclamo de habeas corpus, o presenciaban un secuestro en la calle, en la universidad o en el lugar de trabajo. Pero nadie podía comprender la magnitud, la dimensión total del terrorismo de Estado y sus alcances desaparecedores, en tanto se movía en las sombras de la clandestinidad.
El encuentro que puede trazarse entre Gülsün Karamustafa y Pilar Calveiro no solo pasa por reconocer la capacidad de estas dos mujeres de atravesar la experiencia carcelaria/concentracionaria y sobrevivir para narrarla, volverla audible o transmisible para los que tenemos la fortuna de no haber pasado por allí. El lazo también radica en la apuesta de ambas por reivindicar y rescatar los lazos solidarios y los gestos de humanidad que ocurrieron incluso en medio del horror, muy a pesar del horror, y que son claves a la hora de desactivar su capacidad de arrasamiento. Rescatar las tácticas de resistencia, los pequeños actos vitales que enfrentaron al poder autoritario y burlaron sus férreas normas y arbitrariedades destinadas a doblegar la voluntad de sus víctimas.
Así, estas mujeres enuncian no solo la denuncia de maltratos y padecimientos, no solo son testigos del dolor, los vejámenes y las torturas, no solo hablan por las que no sobrevivieron para contarlo. Esas mujeres evidencian un sostén colectivo, una trama afectivo-política entretejida en mínimos o arriesgados gestos de apoyo, en la capacidad de celebración de la vida(a pesar de todo) y el compromiso con los afectos (los hijos e hijas, los compañeros y compañeras). Frente a la estrategia del poder concentracionario/carcelario de arrasar la humanidad y la voluntad de las presas, se arriesgan a desafiarlo para seguir vivas. Un acto de resistencia puede ser el roce de una mano, el murmurar algo al oído de alguien recién llegado, el riesgo de poner en circulación cualquier contacto o mensaje entre las presas, los códigos secretos que surgen para comunicarse entre las detenidas. Hasta llegar al desafío abierto de sostener una larga huelga de hambre para que les permitan a las prisioneras leer libros o reencontrarse con sus hijos. (4)
Hay una imagen clave en Making of the Wall: la película se abre con el movimiento de las hojas y los crujidos del tronco que produce el viento en un árbol. La referencia se ancla luego en el relato de Jülide, una de las testimoniantes, acerca del gran árbol de duraznos alrededor del cual las presas se reunían en el patio de la cárcel de Adona. Mientras correteaban los niños, ellas aprendían a medir en ese árbol el paso del tiempo y los cambios de estación. El árbol es una metáfora muy precisa del apego por la vida en medio del terror, y de la insistencia de esa fuerza vital como un sortilegio al que recurrir para poder emprender un ejercicio de memoria. El árbol como “source of life”, espacio de encuentro y solidaridad entre las presas, en medio del encierro y la privación.
Mujeres sin hombres
Gülsün Karamustafa empieza su serie “Pinturas de prisión” en 1972, tras salir de la cárcel, aunque recién expone esas obras a partir de 1985. Coloridas y vibrantes, las imágenes muestran escenas de la vida cotidiana en el encierro: el momento de administrar la ración de comida, el llanto y el abrazo para cobijar a una compañera moribunda, las presas embarazadas, amamantando, leyendo, fumando. En varias de sus pinturas, aparecen las prisioneras durmiendo en grupo, compartiendo lechos en los que se mezclan ellas y sus crías.
Cuando escribe sobre la serie “Mujeres presas” que la fotógrafa argentina Adriana Lestido realizó entre 1991-93 en el pabellón de presas con hijos de la cárcel de mujeres de Ezeiza, en Buenos Aires, el escritor Guillermo Saccomano propone la fórmula “mujeres sin hombres”, (5) invirtiendo el título del escritor estadounidense Ernest Hemingway en su libro de relatos Hombres sin mujeres (1927). No son mujeres que hayan elegido vivir sin hombres: es la violencia de Estado la que ocasiona esta ausencia. Pero ellas se reconstruyen en la sororidad, en las solidaridades y cuidados entre ellas, en la crianza colectiva de la prole.
Igual que las presas fotografiadas por Lestido, las presas de las pinturas de Gülsün no son mujeres solitarias sino un grupo, conformando un cuerpo colectivo. Una comunidad de mujeres sin hombres. El encierro no socava la potencia de esa vida en colectividad. La única imagen donde aparece una mujer sola es la que remite al habitual procedimiento policial de la fotografía de identificación de detenidos (el retrato del rostro de la detenida de frente y con un número identificatorio debajo). En ese aislamiento de la burocracia represiva, la identidad (el nombre, la biografía) es sustituida por un número.
Mariana Tello Weiss ha reflexionado sobre la cuestión de la maternidad dentro de las memorias de la militancia clandestina, en particular sobre la experiencia como presas políticas de muchas jóvenes madres. Las memorias de las militantes madres tornan manifiesto
“un conflicto con los modelos de género dominantes, donde la representación de una ‘madre’ resulta completamente incompatible con la de una ‘guerrillera’. En este marco, las reivindicaciones ante las autoridades carcelarias para humanizar los partos, el cuidado de los niños, la solidaridad entre compañeras y el amor hacia sus hijos no hacen sino rebatir un discurso según el cual las mujeres desarrollarían su principal rol dentro de la esfera privada y como responsables del cuidado de los hijos.”
Al considerar en relación las pinturas de prisión de Karamustafa y el ensayo fotográfico de Lestido “Mujeres presas”, no puedo dejar de volver a escuchar la canción que bailábamos en la Argentina a fines de los años ochenta: “Todo preso es político”(6). Todas ellas son “mujeres sin hombres”, y mujeres en colectivo. Su condición —más allá de las razones para estar presas— las hermana, así como sus tácticas de supervivencia, sus “estratagemas del débil”.(7)
El video de Gülsün Karamustafa Memory of a Square (2005) permite ser leído también en la clave de “mujeres sin hombres”. Dos pantallas contraponen el espacio público y el espacio íntimo. En el primero, la cámara registra el tránsito cotidiano de la multitud por una concurrida plaza, en donde se concentra una manifestación de protesta, que más tarde termina dispersada por las fuerzas represivas. En paralelo, en la segunda pantalla vemos en el espacio preservado del hogar a las mujeres de la familia: la madre, la abuela, las hijas. No hay hombres, salvo un niño pequeño. En medio de tareas domésticas asociadas convencionalmente al universo de lo femenino (coser, planchar, servir la mesa), el niño se asoma a la historia familiar revisando el álbum de fotos. Un ejercicio de memoria para invocar al ausente (¿preso?, ¿asesinado?, ¿exiliado?, ¿escondido?). En otra escena, las mujeres y el niño se preparan para salir al afuera en lo que parece presagiar una huida peligrosa, amenazante.
El ensamble o contrapunto que compone Memory of a Square sugiere la explicación de la ausencia en la casa del pater familias a causa de su participación política en la plaza, de su implicación en el foro público. Pero entre una y otra escena, se percibe un desacomodamiento: si la primera pantalla apela a un registro documental, la segunda tiene un aire de representación teatral, de puesta en escena incluso sobreactuada.
El desplazamiento entre el documento y la representación ficcional que proponen las dos pantallas de Memory of a Square ayuda a pensar una diferencia dentro del cuerpo de obra de Gülsün Karamustafa que da cuenta de la experiencia carcelaria entre una zona asociada al documento y otra zona asociada a la representación ficcional. El recurso del blanco y negro en los videos ya mencionados los aproxima a “Bühne” (“Stage”), la instalación cuyo núcleo es una foto de 1971 que registra el momento en que ella y su marido enfrentan al tribunal militar. Solo vemos sus cuerpos expuestos, de pie ante la mirada (y la sanción) de los jueces a los que no podemos ver, aunque sí a los soldados que vigilan en segunda fila a los “acusados”. Encima, a la manera de un sello burocrático y a la vez un haz lumínico, cuatro palabras en alemán habilitan una lectura foucaultiana que inscribe la cárcel como una de las instituciones totales de la sociedad disciplinaria.(8)
En cambio, cuando opta por la pintura, las crónicas carcelarias de Gülsün se instalan en un registro muy distinto, lleno de colores alegres, cuya gama no difiere demasiado de las pinturas para posters que realiza en los años setenta acompañando las convocatorias del 1° de mayo, día internacional del trabajador.
En uno de los campos de concentración que funcionaron en Argentina, denominado “La Perla”, estuvo desaparecido Gustavo Contepomi. Aprovechando su conocimiento del dibujo técnico y proyectual (es arquitecto), Contepomi dio testimonio de su experiencia concentracionaria —estuvo dos años detenido ilegalmente allí junto a su pareja— a través de una serie de planos y dibujos. Los planos permiten reconstruir precisa y detalladamente el emplazamiento, las dimensiones y la distribución de los espacios del centro clandestino de detención y exterminio: dónde estaban yacían los prisioneros, a cuánta distancia uno de otro, con sus cabezas encapuchadas, dónde se ubicaban los guardias, dónde funcionaba la sala de tortura, etc. Los dibujos de Contepomi son —como señala Mariana Tello Weiss, “el escenario donde se sitúan sus memorias”.(9) El motor del producir estos dibujos es dar un testimonio preciso y certero de la experiencia atravesada por él y muchos más, cuya existencia ha sido negada por las autoridades militares. Los dibujos prueban su haber estado allí: “a la vez que muestra, de-muestra una verdad, fundamentando en la misma operación la autoridad del testigo”, afirma Tello. Los dibujos de Contepomi, prescindentes por completo de circular en el mundo del arte, han sido parte crucial de su testimonio público, llegando incluso a ser prueba en instancias judiciales.
“Estos dibujos nos enfrentan a verdaderos desafíos interpretativos: no son fotografías pero no por eso dejan de ser muy reales, no se enmarcan en las reglas del ‘arte’ pero echan mano de él (y como él) para ‘imaginar’.”
Las pinturas carcelarias de Gülsün Karamustafa aspiran, como los dibujos de Contepomi, a dar testimonio y transmitir una memoria de aquella experiencia límite. Pero hay algo más en ellas: la voluntad de encontrar un resto de belleza aún en medio de la desolación. La vieja consigna que en 1920 planteó el escritor anarquista colombiano José María Vargas Vila vuelve a resonar en su proyecto: “Separar el arte de la libertad es partir en dos el corazón de la belleza”.(10)