Pasajes del siglo 21

José Luis Brea

Publicado el 2021-03-14

Dilación: en la economía de la temporalidad se decide el método. Se trata de ser un genuino materialista radical, dejando que hable lo que permanece -abrazado a lo mineral- de lo desvanecido. Huellas meras o acaso ruinas, un material esparcido en todas direcciones rescata del tiempo fugado lo que ninguna otra memoria triunfal podría reconocer. No los rasgos proclamados entonces por el vencedor, ni los inventados ahora en pestilentes complots cuasicuartelarios de neohegemónicos, sino esa palabra atravesada que es fruto de escuchar el puro ruido sobrante de los engranajes de la historia -para siempre ya mal soldados. Habla allí la pregnancia extrema del detalle y acaso un ilusionado trabajo de acumulador paciente, inseguro respecto al método, titubeante respecto al objeto, pero convicto en lo que al saber de lo histórico respecta: él se adeuda a esa sonoridad extraña que ha pasado desapercibida por la Historia, como entre las uñas, alojada en los objetos viles o despreciados, en lo extremadamente próximo, en ese ruido que en la sinfonía producen involuntariamente los golpes secos de las yemas sobre el marfil del piano, o el arañar el piso del violoncello, esas virutas desparramadas de lo desperdiciado, de lo echado a perder.

Cierto que eso representa una economía en diferido, posterizada siempre: que acaso sólo permite intuir qué ha sido el siglo XIX para este coleccionismo onirizado que se realiza en el XX (en la obra de los pasajes), y -dilación ahora ya inconcebible- sólo en nuestra lengua alcanza a publicarse ya en el 21. Pero, en realidad, esa realización diferida invierte a la vez las flechas del tiempo: viene a mostrar cómo en ese siglo XIX así cartografiado -quizás decir descrito o teorizado resultara demasiado equívoco- o reconstruido en una constelación de fragmentos inabarcable y nunca cerrada en inventario concluso, habla de hecho tan nítidamente el XX, o incluso se dice todavía con mayor contundencia el nuestro, el 21, nuestro tiempo. Acaso la teorización de Benjamin aclarando su uso del término origen -en el ensayo sobre el drama barroco- y cómo en él y por encima de todo habla una incontenible pulsión de despliegue, podría darnos una buena pista de cómo ello puede llegar a ocurrir: pero no mejor que su advertencia de que él jamás confiaría en filosofía alguna que no pudiera explicar por qué es posible leer el futuro en los posos del café.

Que la suya entonces se obligue a tenerla -esa buena explicación- resultaría por lo tanto lógico, cristalizada en lo que él mismo llamó su idealismo monadológico, otro de los mejores nombres que le daría a su materialismo teológico-político,(uno casi tan bueno, por cierto, como el del cuento de hadas dialético que rezaba subtítulo originario del proyecto de Los Pasajes). Pero no importa tanto ahora escudriñar la filigrana sutil que, atravesando los tiempos vacíos del historicismo estéril, rescata el resonar poderoso de unos tiempos en otros, allá donde en ellos estalla la irrupción histórica que Benjamin llamaba revolución, allí donde los muros caían y los hombres enfervorizados disparaban contra los relojes de los campanarios para reconocer su ahora como tiempo preñado de plenitud. No importa tanto eso, digo, sino reconocer cómo esas palabras capaces de acariciar la pátina muerta de bibelots que nunca hemos rozado, avenidas que nunca hemos recorrido, interiores polvorientos que nunca hemos habitado o pasajes que ante los nuestros palidecerían como sombras mortecinas, cómo las palabras que hablan de todo ello siguen brillando con el potencial extraordinario de fulguraciones capaces de iluminar, como el relámpago, con luz nítida y decisiva, nuestro ahora, nuestro tiempo efectivo, todavía. Cómo esas palabras desparramadas en un orden nunca conseguido, indiciarias de un proyecto nunca consumado -ni consumable siquiera- vienen aún ahora a nosotros “con la intensidad con que pasan los sueños por lo que ha sido para experimentar el presente como el mundo de la vigilia al que se refieren”.

Habrá quien se sorprenda de ello, pero no quien se haya paseado algún rato ya por estas páginas: por encima de todo, y antes que recorrido histórico por pasado alguno, son oráculo de todo lo que en nuestro tiempo es todavía enigma y esperanza, fantasma y utopía: ellas ejercitan una mirada histórica que, como propone en su introducción Rolf Tiedemann, “ya no parte del presente para recaer en la historia, sino que parte por anticipado de la historia para recaer en el presente”. Para en ese movimiento conseguir, con palabras ahora del propio Benjamin, “leer en la vida y en las formas perdidas y aparentemente secundarias de aquella época la vida y las formas del hoy”.

Hoy que no ha dejado de ser el hoy, y no evidentemente porque aquellas formas y microtopías de la existencia urbana del XIX sean todavía las nuestras, sino porque lo que se pretende escrutándolas tiene aún toda vigencia: dar voz a la experiencia y el carácter de las formaciones sociales modernas, efectuar a su través el programa de una filosofía material de la historia. Podríamos ahora otear otros microescenarios -qué se yo: los nuevos malls, la lógica fantasmagórica de las marcas y la publicidad, los encandilamientos neoteológicos de los realityshows o las franquicias, las fanfarrias postmuseísticas, las nuevas economías fabricantes de mundos de la imagen electrónica o las cadenas de sms...- pero lo crucial no está en cuáles son en su materialidad ruda estos elegidos observatorios: sino todo lo que como una fulguración súbita se proclama en ellos, para el ojo que se entrega a su microscopía, constituyendo el poder perseguido de su potencia de iluminación profana.

Para quien así escucha, habla el Libro de los pasajes ahora del emerger fantasmagórico de formas colectivizadas de la inteligencia -de la multitud entre las muchedumbres resultantes del proceso de la urbanización del mundo-, del aparecer candente de inestabilidades decisivas en las formas de organización de la propiedad, del lugar extraño que en los procesos de constitución de subjetividad juega la relación con el movedizo sistema de los objetos, traspasado por el de la mercancía, del reordenarse de las formas del deseo y la vida de los afectos prendida en aquellos, del transformarse de los mundos del trabajo y el lugar en él de los productores del conocimiento, del decisivo potencial de construir comunidad de las imágenes (imágenes dialécticas, las llamaba Benjamin), del porvenir todavía incierto y difícil de los sueños de emancipación e igualdad… Y (nos habla este libro de todo ello) no porque Benjamin fuese un vidente o el Libro de los pasajes una bola de adivino capaz de anticipar sus oráculos por encima de las décadas y los siglos. Sino porque lo que su mirada micrológica oteaba allí, entre lo pequeño y desperdiciado, era justamente el testimonio de cómo cada tiempo se consume herido entre pesadillas de insuficiencia y sueños de plenitud. Allí donde el nuestro lo hace y cualquiera por venir lo hará, quizás, este Libro de los pasajes lo será una vez más y en cada ocasión el libro de los suyos. Como ahora desde luego lo es en efecto, y fuera de toda duda, el Libro de los pasajes del siglo 21.