La húmeda virtud del llanto

Ariel Guzik

Publicado el 2020-07-19

Comencé a escribir estas líneas hace algunas semanas, durante el vuelo en el que salí huyendo de retorno a México, tras un breve y truncado viaje, momentos antes de que se concretara la obstrucción del libre tránsito en las fronteras del mundo.

Visitar de un soplo y en presunta emergencia planetaria una ciudad cuya gente de pronto empezó a desaparecer de las calles, y verme forzado a escapar de ahí con premura, le dio al trayecto un toque apocalíptico que marcó mi memoria con un particular sello iniciático. Fue en el transcurso de ese vuelo cuando empecé a familiarizarme con esa extraña sensación que pronto se convertiría en la certeza de que las cosas cambiaron. Me vino a la memoria el ya muy lejano evento en el que dos aviones se vaporizaron mientras entraban por las ventanas de las torres gemelas, impregnando mil veces nuestras retinas y dando una nueva vuelta de tuerca al endurecimiento del mundo.

Esta vez la sensación era más contundente: la presencia de algo que se mostraba ante todos como foráneo, anónimo, invisible, expansivo y letal, dominaba. Una visión dramática que llegó con la firme intención de instalarse.

En contraparte, surgió también algo que ralentizó temporalmente la maquinaria planetaria que parecía estar a un segundo de estallar. Aunque sea por un instante, la Tierra inhaló y entró en relativa quietud. Algo ahí habrá que interpretar, contener y no volver a olvidar. Eso me sugiere el inicio de una posible contienda en favor de la vida. Hay una puerta entreabierta, una posibilidad emergente.

Pasan los días, todo se recrudece y la libertad se acota. El mundo se vuelve asfixiante y para muchos se confirma inviable, pero me niego a soltar mi último asidero de optimismo.

Han transcurrido ya tres meses y sostener la intención de escribir esto me ha sido tan difícil como mantener el ánimo. Siento la mente atrapada en un cerco. La circularidad de la conversación con mis amigos, (y conmigo mismo), ha sido como un mantra; repasamos una y otra vez los hechos y los confrontamos con nuestras respectivas visiones críticas que nos llevan a unirnos unos y a distanciarnos otros. Intercambiamos gestos irónicos ante nuestra propia estupefacción, para luego retornar a nuestra compostura solemne. En las madrugadas aparecen en mi mente pensamientos ominosos que emergen como peces oscuros de los fondos abisales, para luego desdibujarse en la claridad del alba.  Siento que las medidas de contención que han sido impuestas encarnan un severo mandato de silencio. Es como si les faltara licencia a las palabras, o cada una de ellas se tornara transgresora.

Celebro que al menos ahora podemos ver una importante ruptura capaz de cambiar la percepción que tenemos de nuestra propia forma de habitar y dominar la Tierra. Y lo celebro no por subestimar el posible origen y el probable cauce de esta situación emergente, sino por que en nuestro traspatio crece un monstruo depredador que lleva años rondando en silencio, taimado y camaleónico, que a algunos nos quita el sueño y que hoy de golpe se asoma a la luz.

Sé que aquí –más allá de lo biológico– convergen múltiples actores, intereses y poderes que escapan de mi rango de entendimiento y de los que hablan ya algunas voces lúcidas que prefiguran posturas y movimientos resistentes. Yo solo puedo decir que, como muchos de nosotros, percibo con aprensión el juego de fuerzas de orden planetario que marcan el comienzo de una década y el fin de una época.

Admito que, tras casi cuatro décadas de estudio y práctica de la medicina herbolaria tradicional mexicana, he arribado al lugar de la sistemática negación de la enfermedad como hecho fortuito y valoro de forma especial los procesos de crisis y sus expresiones somáticas. Mi reflexión no pasa por la negación de la existencia de las patologías y de los virus, esas nanomáquinas moleculares, insólitas no-criaturas mensajeras inalámbricas, sino por el ejercicio sostenido de contemplación y estudio de su extraña naturaleza y sus orígenes, y en general por el pensamiento libre, autónomo y empírico en torno a los procesos de la vida y la salud.

Puedo observar el fenómeno en su aspecto biológico y me parece menor considerando las circunstancias que lo nutren. Ante el contubernio de fuerzas que lo recrean, acechan y explotan, me parece secundario; veo escrito en su trama un enunciado sobre la ingenuidad humana y su capacidad de sometimiento.

Me es difícil referirme con distancia a este proceso en el que personas mueren. Pero hay que recordar que las personas, como todos los seres, mueren. Y mueren por razones mayormente tipificables. El cáncer –por ejemplo– es pandémico, a una escala incalculable. Muchas de sus causas se conocen, también se propagan, pero se normalizan o se niegan; no son tratadas el día de hoy como emergencias sanitarias, quizá porque la enfermedad prolongada, la medicina paliativa, el placebo y la oferta ilusoria de postergación de la muerte a cualquier costo, no son solo magnos negocios, también son estrategias esenciales del actual sistema hegemónico. La salud preventiva no parece ser rentable para las industrias de medicina y alimentación, aunque debiera serlo para la sociedad y el Estado. Muchos males como la depresión y diversas afecciones crónicas y degenerativas –protagonistas centrales de la actual crisis y principales causas de muerte en el mundo desde hace mucho tiempo– son también enfermedades masivas con causas que se conocen y que por ello podrían ser –y sin embargo no son– enfrentadas. Nuestra medicina pública y privada se enfoca muy poco en la prevención de la enfermedad y sus causales. El veneno, en múltiples presentaciones, circula libremente por el mundo.

No debiéramos desviar demasiado la mirada de las grandes emergencias que no son, de hecho, ajenas al nuevo acontecimiento: la explotación y exterminio masivo que hemos propinado a tantas especies vivientes del planeta, el holocausto de los bosques y el envenenamiento de los mares, la tierra y la atmósfera. También el cotidiano atentado contra las poblaciones originarias e indígenas, la disparidad y la pobreza, los genocidios y los crímenes de género que se dispersan como pólvora encendida por el mundo. 

Esta declaración de pandemia que de golpe determina y desdibuja nuestras vidas y que de un día a otro eclipsa calamidades, castiga los encuentros y acalla manifestaciones de viva voz, ha sido manejada mediáticamente desde la estrecha y circular perspectiva del virus, el control y los números: 

La gota de moco se propaga con proyección exponencial portadora del letal enemigo invisible.

Exalta los imaginarios que hemos forjado desde el vasto universo preparatorio de la ficción.

Me parece necesario exonerar al virus de su papel de causa única y foco central de este fenómeno. Tanta mirada del mundo puesta en esa entidad inasible lo sobrecarga de significados, lo recrea desde nuestra macro-circunstancia y lo dota de un poder puramente exógeno que nos debilita, restringe nuestra libertad y nos expulsa de nuestro propio e íntimo territorio, solvente y soberano, de responsabilidad, certeza y conciencia, en la construcción de la salud individual y comunitaria. Pretende hacer olvidar que buena parte de nuestra capacidad para el bienestar radica en nosotros mismos y en nuestra comunidad: en nuestras creencias y conocimientos ancestrales, en nuestros afectos y alianzas, formas de alimentación y otras tradiciones. El virus, sofisticado como es, en su monstruosidad o en su belleza, conforma solo una de muchas posibles escalas de observación y manejo de este trance, y es solo uno entre la infinidad de actores protagonistas de esta tragedia.

En esa misma lógica, es predecible que, una vez instalada, (o sea, ya), la poderosa figura del virus sea defendida y se intente mantener vigente a toda costa. Sus huellas serán buscadas (y halladas, dada la cuasi-ubicuidad de los virus), en diversidad de cuadros patológicos que se avecinan y que, por múltiples razones, ahora se incrementan. Asimismo se descubrirán en las personas sanas, señalándolas como infectadas asintomáticas; todo ello para sostener su imagen de el enemigo alienígeno, ajeno por completo a la catastrófica situación planetaria, la ya inminente depresión económica global y el estridente colapso sistémico que pesa sobre los hombros de la humanidad. También para justificar la aparición de un antídoto universal, un soma unificador y número de serie, tatuado obligatoriamente en nuestros cuerpos, que permitirá trascender el orden natural de la vida con la promesa de suplir y hacer innecesarios nuestros propios recursos de adaptación e inmunidad, así sea a costa de nuestra diversidad, complejidad y de los frutos creativos de nuestras fiebres, delirios e íntimas pulsiones de sobrevivencia. Quizás también a expensas de nuestras fértiles manifestaciones de vulnerabilidad y nuestra entrañable y húmeda virtud del llanto. El titánico corporativo farmacéutico (cuyo poder es ya equiparable al de la industria armamentista), se volverá administrador de nuestros cuerpos y enarbolará su mesiánica oferta: la definitiva abolición de la pus.  

Gran parte de las afecciones agudas (un estadio diferente al de lo crónico o lo degenerativo) a las que la medicina se enfrenta actualmente pertenecen, desde la perspectiva naturopática, a la esfera de las expresiones linfáticas, respiratorias y de adaptación e inmunidad. Parten de los procesos naturales de las mucosas permeables, la generación de defensas y las excreciones resolutivas, estas ya en preocupante proceso de merma, e involucran a todos los sistemas del cuerpo. Son a todas luces intentos de adaptación, de crisis curativa, que sin embargo son rebasados en los organismos muy debilitados. Son un paso natural en la escritura del libro inmunológico individual y colectivo en el que se registran las estrategias de auto-adecuación a los diversos contextos por los que ha transitado la humanidad a través de los siglos.

Las afecciones respiratorias se pueden asociar con el miedo, el agotamiento, la culpa, la tristeza, el llanto sofocado, el anhelo contrariado y el afecto que se ausenta o se ahoga en los pulmones. También se asocian, como ocurre con otros males, al raudal de contaminantes y fármacos atenuantes, la mala nutrición y –de forma alarmante– a la proliferación expansiva de radiofrecuencias (para comunicación, automatización, control y entretenimiento), cuyas longitudes de onda, ahora milimétricas, alcanzan ya a penetrar los rizomas de las minúsculas redes electroquímicas que rigen las delicadas funciones de los tejidos y órganos de los seres vivos, alterándolas. Las actuales afecciones se pueden atribuir más a la progresiva degradación y descomplejización  del sustento bacteriano humano (disbiosis), que al ataque de los virus. Muestran los límites corporales de depuración por las vías agudas, antagónicas estas a los procesos degenerativos como el cáncer.

Este renuevo viral que ha sido declarado pandémico acompaña a afecciones masivas cuyas consecuencias letales no se contabilizan con la misma vehemencia.

Como preludio es aún moderado, aunque presagia un estridente efecto en cadena de múltiples aristas. Corona o no, la creciente sequedad, gravedad y letalidad de los males respiratorios se afinca en los límites a los que se ha llevado la descomposición del cuerpo, la atmósfera y la Tierra. En suma, se pierde poco a poco la factibilidad de respirar plenamente en nuestro planeta.

Aún tendremos que enfrentar las futuras políticas de control y administración en sus nuevos derroteros y la incontenible avalancha iatrogénica. También las consecuencias psicológicas y conductuales masivas (que ya se manifiestan), y la gran explosión de restricciones y precariedades.

Hoy vivimos la primera pandemia interconstruida con los medios tecnológicos de comunicación global que, con su persecutorio y obsceno seguimiento estadístico (no solo por las cifras, datos y referencias que incluyen, también por los que omiten), nos han acorralado de forma novedosa frente a la muerte, asunto que no ha sido claramente figurado en el mapa vigente del espejismo global. No me refiero a esa muerte normalizada, día con día, de esos otros que mueren, a esa muerte ficcionada, sino a la muerte nuestra y de los nuestros.

Algunos de nuestros enfermos y ancianos han llegado al límite de su resistencia y mueren. Se suman a las más de 150,000 personas que mueren cada día, por diversas causas, en el mundo.

Nos estremece la noción de la muerte que dispersa viralmente el miedo como arma de control masivo. 

En este escenario se recrean, en su atmósfera y su indumentaria, los imaginarios de las guerras químicas y bacteriológicas y las catástrofes nucleares, ante las cuales no existen barreras posibles. Pero este no es el caso. El ingreso al cuerpo del germen en cuestión es de acceso mucoso-respiratorio, más no transcutáneo, genital o sanguíneo. La estrategia universal de contención de la enfermedad que ha sido dictada y que en pocas semanas alcanzó a muchos lugares del mundo, coloca en el centro restricciones a la cercanía y el contacto, la movilidad (incluso en los parques y playas), la intimidad compartida y la libre respiración, presentándolos como atentados de los individuos contra la sociedad.

Las prácticas de cuarentena para moderar la propagación de los contagios iniciales de enfermedades virales de acceso respiratorio son tradiciones cuyo resultado es incuestionable, pero su efectividad es temporal y se sustenta en la mera ralentización del ritmo natural de desarrollo de dichas crisis, tan solo en su origen. La prolongación de las imposiciones de aislamiento, asepsia excesiva y obstrucción facial revierte su función al contradecir los principios elementales de la respiración y de la actuación de las mucosas para efecto de la función inmunológica, cuya edificación solo puede ser completada dentro del contexto real y colectivo. Al mismo tiempo disloca las indispensables bases anímicas y funcionales de la sociedad.

La prolongación del aislamiento como norma no es sino reclusión y asfixia, tiene un sesgo político y constituye un precedente grave para las futuras normas sanitarias del mundo. A esta plaga se le notan las costuras, los algoritmos y la trama geopolítica. La enfermedad no es el disparo de una ruleta rusa.

Los virus solo son rastros encontrados en la escena del crimen.

Son Enunciados

Conectores

Letras

           Mensajeros ubicuos

Conductores

Ondas al mismo tiempo que entidades

                       ––Según se observen––

Pensamientos

Articuladores

Transformadores

Receptores

                       Eslabones de enlace e interdependencia entre congéneres y entre especies

Condensadores

            Espectros

Robots embrionarios

Agentes de eclosión

Agentes emergentes o agentes fabricadas en laboratorios

Medicinas de la trama universal

            Nodos

                       Patrones de interferencia

Criptogramas

            Micro-cometas fértiles

No son entidades malignas 

Solo pequeños fragmentos de identidades

                       Como los fotones neutrones protones átomos moléculas partículas

            Son entidades observables como otras cosas observables como las máquinas

No son relevantes por sí mismos

Son indicadores de procesos

            Son Huellas

                       Son materia

                        Son espíritus

Maldiciones y venganzas

                                   No son bichos

Son Ideas

           Filosofías

Post-its

            Papers de doctorado

                        Invenciones

Semillas

            Nadas

Armas

Bendiciones

Gritos de la naturaleza

Sentencias

            Jugosos negocios

                       Esclavos microscópicos de grandes corporaciones

Alarmas

                       Letales distracciones

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Miembro fundador  del Laboratorio de Investigación en Resonancia y Expresión de la Naturaleza.Miembro del colectivo de estudio, divulgación y preservación de la herbolaria Palacio de las Plantas y la Medicina. Colaborador de 17, Instituto de Estudios Críticos.