Toi Māori, un arte heterogéneo
Claudia Arozqueta
Publicado el 2017-06-18
Unos movimientos oscilantes que llevan las manos de lado a lado, unas pisadas fuertes que evocan los latidos del corazón, unos golpes rítmicos en los muslos sincronizados con la agitación de la lengua, unos cantos vigorosos que rememoran poéticamente la historia de la tribu o iwi: son las hakas, las danzas guerreras maoríes, mediante las cuales, entre otras circunstancias memorables, se enaltece la victoria sobre un enemigo, se festeja la fertilidad de la cosecha o, simplemente, se venera a los ancestros.
A la par que las hakas, el arte tradicional maorí posee otras manifestaciones únicas y distintas cuyas técnicas e historias han pasado de generación en generación, como el tatuaje corporal (tā moko) y los intrincados whakairo o tallas en madera, hueso o piedra, inspiradas en formas naturales –helechos, telarañas, peces– y que narran tanto historias como tradiciones culturales. También son notables sus artes textiles: el raranga, quizás el más conocido, el korowai, capas hechas con plumas y bordados, los cestos (kete), y los whāriki, tapetes comúnmente presentes en las casas comunales (wharenui).
Las antiguas capas y objetos tallados de los maoríes están presentes en los lienzos del austríaco-neozelandés Gottfried Lindauer (1839–1926). Este artista pintó líderes maoríes y escenas cotidianas, en una época en la que no solo se la consideraba una cultura subordinada sino en proceso de extinción. (1) Entre las personalidades que retrató Lindauer se encuentra Eru Tamaikoha Te Ariari (1903), un reconocido líder maorí que luchó por la autonomía de sus tierras. La pintura lo representa como un hombre robusto, que porta un tatuaje facial tradicional compuesto de formas curvas y espirales, elegantemente ataviado con una capa confeccionada con plumas de kiwi e hilos decorativos. El maorí sujeta en una mano una maza de combate hecha de jade y en la otra un peine de hueso, ornamentos ambos que denotan su autoridad y alto rango.
Algunos historiadores argumentan que cabe valorar los óleos de Lindauer de múltiples formas. Para los colonizadores, en un inicio, su valor residió mayormente en ser documentos etnográficos, y posteriormente se apreciaron como obras de arte con valor comercial. Para los maoríes, en cambio, las pinturas encarnan a los ancestros, y son, por lo tanto, unos objetos de enorme valor inmaterial que no deben pertenecer a un individuo sino a la colectividad. Esta simple discrepancia en la percepción de un mismo objeto ejemplifica las hondas diferencias entre los colonizadores y los colonizados, que son insalvables dado el carácter asimétrico de su relación y que forjaron la historia de Nueva Zelanda o Aotearoa (en maorí: la tierra de la gran nube blanca), a partir del asentamiento de los primeros colonos británicos en 1835. El recuento de estas tensiones rebasaría los límites de este texto, pero baste decir que fue apenas en la década de los setenta cuando el país, que hoy proyecta exitosamente su entorno natural prístino y sus elevados niveles de vida e integración cultural, le dio la vuelta a una política sistemática de exclusión de los maoríes, y comenzó paulatinamente a reivindicar su cultura, otorgándoles espacios de participación cívica, cultural y política y convirtiéndolos en la minoría más grande del país.
En la década mencionada la migración a las ciudades de la población maorí aumenta y con ella se registra un mayor acceso a la educación. Hay un renacimiento de la cultura originaria, que se politiza y simultáneamente fomenta demandas y protestas sobre la pérdida de tierras y violaciones al Tratado de Waitangi. Este documento es un acuerdo que firmaron en 1840 una serie de líderes maoríes y los representantes de la Corona británica. Estos se valieron de la diferencia entre idiomas y conceptos para formalizar en dicho tratado la sumisión de los pobladores originales quienes sin saberlo plenamente cedieron a los ingleses la soberanía de sus tierras. Hubo que esperar hasta 1975 para que se fundara, como consecuencia de varias protestas, el Tribunal de Waitangi, una comisión especial que a día de hoy aun revisa las reclamaciones maoríes en relación con las omisiones de la Corona, y por medio del que se ha convenido la devolución de tierras a diversas iwis.
En los años ochenta Nueva Zelanda adopta una visión binacional que reconoce la importancia de la cultura maorí y la riqueza de su idioma y sus tradiciones. En esta década el arte maorí, tanto el tradicional como el moderno, comienza a ser considerado como algo de gran valor histórico y artístico. Este cambio va del centro hacia la periferia, y comienza con la exposición Te Maori (1984) en el Museo Metropolitano de Nueva York, en la que por primera vez las iwis permitieron el préstamo y la exhibición de algunos de sus objetos. Esta muestra promueve que el arte maorí se considere, como menciona el escritor Hirini Moki, “un gran arte que podría ocupar un lugar propio junto a las otras grandes tradiciones artísticas”. (2) Mediante la aceptación ‘manhattancéntrica’ el arte maorí adquiere una merecida relevancia, incluso para las propias instituciones culturales neozelandesas, que a partir de entonces comienzan a considerarlo como una parte esencial y distintiva de la historia del país y a coleccionarlo disciplinada y ordenadamente, a la vez que emprenden la repatriación de diversos objetos dispersos en otras partes del mundo.
La exposición en Nueva York también abrió la puerta a que los artistas maoríes modernos, pioneros del arte contemporáneo, comenzaran a disfrutar de atención. Fue el caso de Ralph Hotere (1931–2013). El trabajo de Hotere es enigmático e híbrido: sus obras hacen referencia a sus creencias políticas y conjugan dos tradiciones o miradas artísticas, la abstracta europea y la maorí. Hotere, graduado en una escuela de arte del mismo modo que lo serán la siguientes generaciones de artistas maoríes, es uno de los primeros artistas aceptado y reconocido tanto por los propios maoríes como por los pākehas o neozelandeses descendientes de europeos. Otras artistas como Shona Rapira Davis, Kura Te Waru Rewiri y Emiliy Karaka, que tenían una voz anti-colonial y feminista, también llaman la atención con pinturas que apelan al biculturalismo y al empoderamiento de las mujeres maoríes.
En la década de los noventa, con el fin de capitalizar el súbito interés por la tendencia y para compensar la falta de interés previa, las instituciones públicas y las galerías privadas neozelandesas empezaron a apoyar a los artistas maoríes con una serie de exhibiciones, catálogos y encargos. Es entonces cuando el arte maorí se vuelve una moda comercial: las galerías venden muestras enteras en cuestión de horas y aumenta la demanda de los coleccionistas de más obra para adquirirla. (3) Ser artista maorí se convirtió en una etiqueta vendible. Como respuesta a ello varios artistas como Jacqueline Fraser, Peter Robinson, Shane Cotton y Michael Parekowhai comenzaron a cuestionar la identidad étnica y la complejidad de las relaciones raciales con obras inquisitivas y más alejadas de lo tradicional. Fraser crea collages e instalaciones que hacen críticas al racismo, los modelos de género y el consumismo usando imágenes de revistas, películas y otros medios de comunicación.
Las críticas a la mercantilización del arte maorí aparecen en varias de las pinturas de Robinson, en las que se pueden leer eslóganes y títulos paródicos, tales como Easy Pay Plan (1991) o Lost Tribe Art (1994), todos pintados en tonos rojos y negros, que son los colores asociados a la cultura maorí. Además, Robinson crea la serie Percentage Paintings (1993), que cuestiona la mitología de la identidad y los supuestos raciales, como por ejemplo el del porcentaje de sangre indígena, que prescriben a una etnicidad dada en una sociedad mestiza y bicultural.
En los noventa también tuvo lugar un gran debate postcolonial sobre la apropiación por artistas europeos de elementos maoríes. Inducido por estos debates y explorando simultáneamente su doble herencia maorí y europea, Shane Cotton reflexiona en sus pinturas paisajísticas sobre la divergencia entre las concepciones y los imaginarios de ambas culturas. Para ello utiliza referencias histórico-culturales híbridas, tales como elementos católicos (cruces o pasajes bíblicos) mezclados con objetos e historias tradicionales maoríes (las cabezas labradas, las tiki, o los mokomokai, las cabezas tatuadas disecadas) con el fin de entender sus particularidades y contrastes.
Un artista que atraviesa las tradiciones maoríes adoptando un tono bastante crítico es Michael Parekowhai, quien utiliza la escala y el humor en esculturas e instalaciones para hacer comentarios punzantes sobre convenciones culturales y estereotipos de las narrativas coloniales y nacionales. Por ejemplo, en Kapa Haka (2003) hace una crítica a la mercantilización del trabajo y los estereotipos étnicos a través de una serie de esculturas en escala real de un guardia de seguridad maorí. El título de la obra se refiere irónicamente a los grupos que escenifican hakas en eventos turísticos o culturales, y enfatiza la prevalencia del guerrero que en este caso adopta la forma de guardia de seguridad, un trabajo comúnmente realizado por maoríes y obviamente desprovisto de valor simbólico. En las esculturas del artista Brett Graham se da un tono diferente. En ellas existe una conexión con narrativas históricas y formas tradicionales. Un ejemplo es Foreshore Defender (2004), una escultura de un dron labrado con patrones maoríes, que simboliza la protección de la tierra y que sugiere la controvertida legislación que le daba al gobierno la titularidad de las costas, finalmente rechazada por grupos maoríes.
Actualmente algunos artistas como Lisa Reihana, Nathan Pohio o Shannon Te Ao utilizan el video o la cinematografía para explorar narrativas precoloniales. En su video In Pursuit of Venus (2015), que este año se exhibe en el pabellón de Nueva Zelanda en la Bienal de Venecia, Reihana revisa los primeros encuentros entre polinesios y europeos describiendo las complejidades del proceso de colonización y de identidad cultural. Para ello emplea el papel panorámico de Joseph Dufour titulado Les Sauvages de la Mer Pacifique (1804). Pohio explora prácticas cinematográficas en Raise the anchor, unfurl the sails, set course to the centre of an ever setting sun! (2015), que actualmente se enseña en la documenta 14, y en el que retoma una fotografía de 1905 donde se ve a unos líderes maoríes con sus trajes ceremoniales escoltando a unos lords europeos en su automóvil, refiriéndose a las caracterizaciones culturales usadas en el cine. En el trabajo de Te Ao se da un tono más introspectivo y ritual. Él utiliza la poesía y la mitología maorí en varias de sus obras, como two shoots that stretch far out (2013-14) en la que narra poemas a un grupo de animales y ofrece una interpretación singular de los proverbios maoríes, la riqueza de su imaginario y los límites de la comunicación.
En el ámbito de la exploración desde una perspectiva actual de formas tradicionales artesanales destacan los trabajos de artistas como Reuben Paterson o Ngataihuru Teapa, quienes reproducen en su obra las intrincadas formas de los diseños kowhaiwhai –cuya utilización tradicional es la decoración de las casas comunales– pero manipulándolos o recreándolos con nuevas tecnologías y materiales. El arte textil, aunque con materiales comunes e industriales, lo abordan las cuatro jóvenes artistas –Erena Baker, Sarah Hudson, Bridget Reweti y Terri Te Tau– que conforman el colectivo Mata Aho. (4) Por ejemplo Kiko Moana (2017), actualmente en la documenta 14, es una instalación textil que estudia las formas y los movimientos del mar usando mantas sintéticas.
En menos de medio siglo el arte maorí ha logrado emerger de la subordinación y la periferia para insertarse en las corrientes, estéticas y comerciales, del arte contemporáneo. Algunos de sus exponentes han logrado incluso cierto reconocimiento internacional. Sin embargo, el arte maorí tradicional, como tantas otras expresiones estéticas indígenas, sigue estando en los márgenes del circuito de arte internacional, en un movimiento de oscilación que depende en no pocas ocasiones de la demanda del mercado.
Desde esta perspectiva resulta ser más que una coincidencia que en las últimas ediciones de la exposición central de la Bienal de Venecia y en la documenta 14 –esta incluye por primera vez artistas neozelandeses, que no casualmente son maoríes, con obras que abordan el encuentro entre culturas (5)– se pretenda una marcada incorporación y un énfasis en lo indígena, lo ritual, lo mágico y lo desconocido. Este interés por el arte indígena responde a varios factores.
En primer lugar puede explicarse como la consecuencia del trabajo continuado de curadores y críticos de arte especializados que han llamado la atención sobre la exclusión de las prácticas indígenas contemporáneas, y que han cultivado su difusión y ahondado en sus complejidades teóricas en foros académicos y artísticos, presenciales y virtuales.
En segundo lugar –y esto es lo que de hecho sustenta esta vuelta a lo primigenio– se trata de una preocupación real por la crisis medioambiental, inquietud que se refleja constantemente en la insistencia de trazar las consecuencias del antropoceno. No es la primera vez que, ante una crisis de proporciones enormes, las sociedades apuestan por lo ritual, lo ancestral, lo anti-moderno y lo mágico. Hoy nos encontramos sin duda en una de estas crisis, pues una catástrofe a escala global climatológica o humana ha dejado de ser un argumento de ciencia ficción y se ha convertido en una posibilidad real. Precisamente fue hace un siglo, en 1917, cuando impelidas por la bestialidad tecnificada de la Primera Guerra Mundial, por las revoluciones populares y por la desintegración del orden político que dominó en el siglo XIX, las vanguardias artísticas comenzaron a gestarse al amparo del misticismo oriental, la reflexión onírica y la desconfianza hacia la ciencia y la razón. Tal como sugiere el historiador del arte Ian McLean, la prerrogativa de la modernidad es el rechazo a la noción de lo indígena, de lo antiguo. Irónicamente, cuando se habla de la inclusión de prácticas indígenas en el circuito de arte, es porque los artistas exitosos y representativos de esta corriente, son quienes, en ocasiones, han dejado de lado su aspecto indígena. (6) Por ejemplo, la obra actual de Peter Robinson o Jacqueline Fraser, ambos artistas con una considerable proyección internacional, no tiene una visible conexión con la estética maorí. La creciente presencia actual de lo indígena y su consumo es de carácter ambiguo. Puede partir tanto de un interés real, de una positiva apertura de la noción de ‘contemporaneidad’, diversificadora e incluyente, como de un utilitarismo coyuntural, o incluso también de un idealismo romántico que no ha beneficiado al arte indígena porque lo considera como algo del pasado cuando es, en realidad, sincrónico con el tiempo actual.
Lo cierto es que el arte que hoy crean los descendientes de los maoríes es un arte diverso, contemporáneo, que muchas veces solo se categoriza como maorí por su whakapapa o genealogía. Esta genealogía no es sólo genética sino que también la posee el propio cuerpo de obra de los artistas, pues incluso aquellos que se alejan de lo maorí han creado obras en algún momento de su carrera en la que han hecho referencia a su cultura indígena. La utilización de lo tradicional –ya sean objetos, narraciones o diseños maoríes– ha oscilado entre lo reafirmativo, lo herético o lo analíticamente discursivo. Los artistas maoríes utilizan una estética contemporánea que conjuga de manera estilizada, pero también inquisitiva, lo tradicional con lo moderno. En ella se toman en préstamo conceptos e imágenes, que han pasado por el filtro de la resignificación simbólica. El arte maorí es un arte heterogéneo, urbano y adaptado a la hegemonía global, y aunque es un arte colonizado por los lenguajes y dinámicas del arte internacional, opera desde su espacio de diferencia, la cual constituye su relación con un ambiente histórico-cultural directamente conectado con su singularidad ancestral.