Pintura placebo / El cuadro como sujeto
Armando Montesinos
Publicado el 2016-07-17
«El lenguaje es como la pintura roja. Depende totalmente de cómo se utilice y de dónde se utilice.»
Lawrence Weiner
1.
«Cuestiones de percepción», la exposición del artista suizo Remy Zaugg (1943-2005), se presenta en el Palacio de Velázquez, una de las dos sedes que el Museo Nacional Reina Sofía tiene en el Parque del Retiro madrileño. La obra de Remy Zaugg es, digámoslo ya, un lujo: una indagación metódica de los procesos de desvelamiento de la práctica pictórica, sobre los componentes materiales de la pintura (el soporte, el cubriente y las distintas capas, la tensión de superficie entre la materia y la inscripción figural), y un sostenido proyecto de construcción de un discurso, donde la palabra escrita –el lenguaje como imagen– ocupa el lugar de la figura.
En la hoja de sala se nos dice que Zaugg no sólo exploró el género de la pintura, sino que se interesó por la arquitectura, la museología, los espacios urbanos «y, sobre todo, teorizó infatigablemente». Fue, se añade, «un intelectual de primer orden comprometido con la gestión de su forma de percibir el mundo». Es una lástima que la muestra resulte débil en su intento de presentarle como algo más que un pintor, pues sus propuestas urbanísticas, presentadas en una sala lateral, no pasan de ser «ejemplitos» completamente ajenos al excelente conjunto de cuadros expuestos.
La exposición vuelve a desmentir la extendida idea de que la dirección del museo no está interesada en la pintura. Pero diríase que lo está con la ingenuidad del converso neófito. En el texto del catálogo firmado de manera conjunta por los directores de los dos museos que coproducen la exposición, no sólo se nos descubre que «no existe obra de arte sin percepción», hallazgo seguramente revolucionario, sino también un «nuevo paradigma» verdaderamente deslumbrante: «la pintura se alza como un referente del mundo, asequible para los sentidos del ser humano, un medio abordable, integrador y que avanza hacia su espectador». En mi ignorancia pensaba que la pintura siempre fue exactamente eso, pero parece que es ahora, al exponer a Zaugg, cuando desde el museo se otorga a los espectadores –aunque el texto lo disfrace diciendo que es el artista quien lo hace- «un nuevo sentido de agencia y de participación en lo que los rodea, en todo aquello que perciben».
Es un discurso que, por su repetición en cualquier contexto, tiende al vacío. En el innecesario, pero al parecer obligatorio o mera costumbre, texto del catálogo firmado por «Ministerio de Educación, Cultura y Deporte» (autor de reconocido prestigio) se afirma que la sede elegida –el citado palacio– «subraya ese diálogo entre ciudad, espacio del museo, espacio de pintura y devenir de los públicos». ¿Habría que inferir que, de realizarse en la sede central del museo ese diálogo no estaría subrayado o no se produciría? ¿El devenir de «los públicos» que van al Retiro a pasear y se encuentran con un par de edificios donde hay exposiciones, difiere del de «los públicos» que van exprofeso a la sede principal del museo? ¿De ser así, cómo se atiende a esas diferencias? Parecería que, siguiendo la tendencia de convertir a los usuarios de servicios públicos en clientes, el discurso del museo –perdón, del ministerio– pretenda convertir en «públicos» a los ciudadanos.
También sorprende que la habitual exigencia del museo de situar a la obra en un contexto social, histórico y político queda desmentida en el por lo demás interesante catálogo: el trabajo de Zaugg parece existir en un limbo auto-referencial, sin ninguna conexión con otras investigaciones que trazarían una genealogía en la que inscribir su obra. El valor figural de los números en obras de Jasper Johns (y me atrevería a hablar de Opalka y su navaja de Ockham pictórica); el uso del lenguaje y el color en la pintura de Robert Barry; las proposiciones, que no olvidemos podrían ejecutarse pictóricamente, de Lawrence Weiner; son unas entre muchas que podrían citarse.
Una última nota antes de adentrarnos en la obra de Zaugg. La citada hoja de sala, esa útil herramienta para el visitante, especialmente el no especializado, contiene, como de costumbre, un resumen o recensión del texto para el catálogo del comisario. Pero, también como es costumbre, ni va firmado por el mismo ni su nombre aparece en ningún lugar. Sería una buena práctica acabar con estas «costumbres», que ningunean para el público general el nombre y el trabajo de los comisarios –en este caso Eva Schmidt y Javier Hontoria– de las exposiciones del museo.
2.
El corazón de la muestra es el espacio que acoge el meticuloso proyecto «27 esbozos perceptivos de un cuadro». Durante cinco años, de 1963 a 1968, un muy joven Zaugg se dedicó a investigar un cuadro de Cézanne, «La casa del ahorcado», desgranando su construcción y penetrando, como con microscopio, en su ADN pictórico: los colores en todas sus complejas variaciones tonales. La serie de papeles, que las prolijas anotaciones manuscritas convierten en dibujos caligráficos, se inicia, literalmente, «llamando a las cosas por su nombre»: los elementos representados son sustituidos por las palabras –casa, árbol, cielo, hierba, etc.– que los designan. Tras crecer de tamaño según se desarrolla el estudio y se aprietan las anotaciones, la serie termina dedicando una hoja a cada uno de los colores básicos del cuadro y detallando los lugares dominantes en los que aparece. En el dibujo final, la repetida palabra «vert», como alas su «v», se extiende por el papel como una bandada de pájaros. Bien entendido que, dado que partía de una reproducción mediocre en una antigua enciclopedia, la cosa tenía menos que ver con el cuadro de Cézanne que con el proceso de conocimiento de Zaugg.
La serie «Una hoja de papel» mantuvo ocupado al artista, con intervalos para desarrollar otras, de 1973 a 1990. Los lienzos imprimados, de buen formato (200 x 175 cms.,), son cubiertos por una gran hoja del típico papel de envolver marrón, cubierta a su vez por capas de pintura al óleo de su mismo color. Esa monocromía casi «grado cero» es habitada por textos de los «27 esbozos perceptivos de un cuadro», pero la caligrafía manuscrita del artista es sustituida aquí por una tipografía –de estética tan falsamente neutral como el secreto bancario de su país–, aplicada en los mismos tonos del papel mediante serigrafía, técnica que irá adquiriendo gran importancia en su obra. Los textos se hacen en ocasiones ilegibles, cubiertos por zonas o velados por transparencias. El proceso de esa neutralización queda a la vista en los bordes del lienzo, donde se perciben las capas sucesivas. Algunos lienzos contienen unos ejercicios de relectura de obras conocidas, realizadas con pintura del mismo color y por tanto indistinguibles, verdaderos placebos pictóricos, que dejan sólo el rastro de su título –por ejemplo, «peinture d´apres le 'portrait d´un peintre d´apres El Greco' de Picasso»– en el borde inferior, referencia que opera incardinando el trabajo con la Historia de la Pintura. En las últimas obras del proyecto incorpora elementos desarrollados en la serie «Para un cuadro» (1986-87), que serán centrales en la obra subsiguiente: la tipografía crece de cuerpo y aparecen nuevas frases; relativas a la propia condición del cuadro –«(für ein bild) eine malerei»– en «Para un cuadro», o al hecho de ver, como «une fatigue ne plus rien voir», en la serie que nos ocupa. Aquí viene al pelo otra cita de Weiner: «La posibilidad del funcionamiento del lenguaje como realidad representacional no metafórica.»
En otra serie sin título, realizada entre 1993 y 1997, cada obra está compuesta de varias unidades de pequeño formato y densa materia blanca, cada una conteniendo una palabra pintada en negro. Esas palabras –por así decir, en suspensión pictórica– se combinan para formar apenas frases («ceci / moi / ici / vois»), que trascienden su carácter formal de «figura» en el cuadro. Aquí deviene pertinente el asunto de la «mirada» lacaniana, el conocido diagrama del doble cono, resultante de superponer el de la perspectiva clásica, que emana del sujeto hacia el objeto, con otro que emana del objeto, que «mira» al sujeto, convertido así en imagen. Lacan: «La imagen, ciertamente, está en mi ojo. Pero yo, yo estoy en la imagen». En estas obras, y será una constante en las sucesivas, el objeto, además, «habla», y de ese modo la auto-referencialidad de la pintura queda cortocircuitada por la interpelación al espectador de ese cuadro convertido en sujeto.
Las últimas grandes series, hasta su muerte en 2005, pintadas con acrílico sobre aluminio y serigrafiados los textos, se van a abrir, en múltiples variaciones, a una luminosa indagación sobre los valores de los contrastes cromáticos entre fondo y figura/palabra, manteniendo esos textos, ocasionalmente proto-poéticos, que se convierten en interpelaciones al espectador. Así, en «De la ceguera» (1994-97), leemos «schau, im augenblick bin ich blind, schau»; en “El mundo ve» (1993-2000), «j´ouvre les yeux et tu es là»; en «De la muerte II» (1998-2005), «and if death i were blind eyes».
Posiblemente habrá lectores de este artículo que, como muchos visitantes de la exposición, no entienda alguna de las frases anteriores por desconocimiento del idioma. Algunos textos de los cuadros están traducidos –no así en el catálogo– en las cartelas de la exposición. Pero entonces la lectura de la imagen/texto ya no es simultánea: el sentido se encuentra fuera del cuadro, en otro soporte y lugar, en un lenguaje que ya no es pictórico, lo que produce un desplazamiento o «puenteo» en su percepción. Ante un Zaugg sin traducir puede tenerse la pura experiencia de la incomprensión, que en arte suele conducir a la indiferencia y al rechazo. En ese caso conviene recordar la conocida viñeta de Ad Reinhardt en la que un espectador pagado de sí mismo señala a un cuadro abstracto y pregunta con satisfecha suficiencia: «ja ja ja ¿qué representa esto?» El cuadro, indignado, le señala y le espeta: ¿«y tú, qué representas»?
Lo cierto es que la producción casi industrial de las últimas series plantea algunas preguntas. Por ejemplo, si las variaciones cromáticas, que se multiplican, como el número de cuadros, en la última etapa, tienen la pureza de un Josef Albers o son mero estilo, la respuesta a una demanda de producción para su comercialización internacional. Otras, más relevantes, surgen si atendemos a lo que escribe Javier Hontoria en la página 22 del catálogo: «Cualquier referencia a lo pictórico es desterrada con esta nueva estrategia, pretendidamente impersonal. Esto quiere decir que el receptor de la obra deberá dejar de lado consideraciones formales previas en torno al gesto o a la textura de la superficie pintada, para centrarse forzosamente en las relaciones entre el texto y color». Porque, esos textos y colores de Zaugg, ¿se recibirían igual en otro soporte, como cartel, como fotografía? ¿Su interés, el sentido de su obra, no reside precisamente en su condición –en su tipología, que diría Kosuth– de pintura?
Si el espacio de los «27 esbozos para un cuadro» es el corazón, la pequeña sala donde se proyecta la película «Projection (Le Matin)», de 1990, es el cerebro de la exposición. En ella, un imponente paisaje de alta montaña queda parcialmente tapado por un gran lienzo, sobre el que se proyecta, precisamente, la imagen de lo que el cuadro oculta. El pintor trabaja sin descanso, siguiendo los detalles de la imagen, pero al usar pintura del mismo color que la imprimación nunca puede cubrir la capa de luz tintada de la proyección. Sólo varía la luz natural con el paso del tiempo, mientras el modelo, oculto por el propio cuadro, se resiste al desgaste del proceso que busca fijarlo en la superficie del lienzo. Aquí la materia pictórica sólo puede operar, como vimos en la serie “Una hoja de papel», como placebo de la función mimética de la pintura. La representación no está en lo pintado, en el objeto cuadro, sino en la performance del pintor pintando: la realidad de la pintura como tarea, y como tema en sí mismo, incesante.
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*El autor es miembro del Consejo de Críticos y Comisarios de Artes Visuales.