El reverso de las estatuas o la ropa interior de la historia
Eva Lootz
Publicado el 2019-10-20
Una advertencia para que quede claro desde el principio: haré una lectura heterodoxa, escandalosa tal vez, de la exposición Almacén, el lugar de los invisibles *, heterodoxa no en el sentido religioso sino en el sentido de que omitiré toda referencia a los valores en los que tradicionalmente se suele fijar la historia del arte, haré caso omiso del mayor o menor acierto de la talla, de los valores formales; me da igual que las figuras sean de Francisco Salcillo, Pedro Bahamonde, Juan de Juni o Gregorio Fernández, eliminaré por completo el fetichismo del connoisseur. Haré una lectura política.
¡Vaya eso por delante!
Sin embargo, debo decir que esta exposición me ha impresionado profundamente por todo lo que deja traslucir, porque no es nada fácil mostrar —sin necesidad de sesudos tratados— de qué manera el arte post-tridentino, la escultura en el caso que nos ocupa, fue un precedente de la producción masiva de imágenes con finalidad ideológica, un antecedente de la publicidad estrechamente vinculada al poder y a la violencia. Creo que es una exposición eminentemente política en el sentido que le da Jacques Rancière, ya que para este filósofo la política habla de la configuración de los marcos sensibles de la sociedad.
… La política consiste en que cada cuerpo tiene su lugar y su función correspondiente dentro de la distribución de lo común y lo privado y eso incluye también una distribución de lo visible y lo invisible, de la palabra y del ruido.
Darle la vuelta a estas figuras y mostrar su reverso no es simplemente un acto deliberado para satisfacer la curiosidad del visitante y darle la posibilidad de ver como son estas estatuas por detrás o ver lo que normalmente se guarda en los sótanos, sino es poner al descubierto lo que había de ejercicio inequívoco del poder en el adoctrinamiento a través de la imagen en la época después del Concilio de Trento.
Queda aquí a la vista cómo la iglesia tenía todo un estamento de la sociedad, un gremio entero —el de escultores y artesanos— a su servicio, dedicados a ilustrar el guión escrito por su cúpula pensante. Gremio que, a cambio de ganarse el sustento, invertía su destreza, habilidad y talento en afianzar una determinada visión del mundo.
Me dirán que también en la Edad Media los artesanos y artistas trabajaban para difundir y realzar los contenidos religiosos, pero lo hacían de manera espontánea y voluntaria porque la fe cristiana y la iglesia, como su máxima autoridad, eran, en tiempos convulsos una vez disuelto el imperio romano, la columna vertebral que estructuraba políticamente a los incipientes países de Occidente. Después del Concilio de Trento, en cambio, los escultores y artesanos lo hacían de manera obligada con una institución que les miraba por encima del hombro y que controlaba minuciosamente el cumplimiento de los artículos de fe: la Inquisición.
Pero vayamos con la exposición.
Nada más entrar nos damos de bruces con una gran estantería, hecha de palés pintados de marrón, generosamente abastecida de figuras doradas puestas en línea y caemos en la cuenta: Ah ¡el supermercado de los santos! Puede usted elegir: un san Bartolomé o un san Agustín, un san Pedro o una santa Rita… un san Bernardo o un san Jerónimo, hay como para diversificar la devoción. La iglesia barroca mantenía un amplio surtido de “funcionarios” del gobierno celeste, —“funcionarios del cielo” los llama Giorgio Agamben en un libro del mismo título— ángeles, santos, vírgenes, mártires y profetas, siempre dispuestos a ocupar el imaginario de los feligreses.
Y advertimos un detalle nada gratuito: cada uno de estos santos tiene un agujero en el pecho allí donde debería estar el corazón, lo que tienen en ese lugar es un hueco para la reliquia. Las estatuas no son más que contenedores, envoltorios de la reliquia, porque se supone que ese trozo de hueso, ese clavo, esa astilla de madera de la santa cruz es la prenda de la verdad, el comprobante de que el martirio ha tenido lugar, de que algo del santo está presente. Sólo en virtud de esa reliquia el santo podía obrar milagros.
Pero pasó lo que pasa a menudo, el envoltorio se volvió más importante que aquello que estaba envuelto.
Desliz semántico que permitía pasar por alto que la escultura era un mero envoltorio. Allí el objeto de culto se convertía en objeto de arte —para una élite capaz de saborearlo— para el pueblo llano seguía siendo un objeto de culto.
Seguimos caminando por salas con restos de candelabros, columnas, fragmentos de marcos, de sillerías talladas en las que se enroscan enredaderas de hiedra, fragmentos de ángeles, alas con los tornillos bien visibles para poder fijarlas a la figura del ángel. Manos que sostienen un libro —hay muchos libros en esta exposición— manos crucificadas, santos y vírgenes de los que solo está el interior, el núcleo, el “hueso” por así decirlo, a los que les faltan los vestidos, las coronas, las joyas y los atributos.
Hay una pared entera dedicada a pequeños fragmentos que al estar dispuestos como un cuadro me hacen pensar en el “objeto parcial”, termino acuñado por Melanie Klein para describir la etapa pre-yoica del desarrollo infantil, cuando el niño aún no es capaz de percibir el objeto en su totalidad y objetualiza aspectos parciales.
¿Hay aquí un guiño a una fase post-yoico de nuestra civilización que ha entrado en la fase de senectud y decadencia, —ya se sabe que los ancianos vuelven a ser como niños— que tiene igualmente perdido el objeto completo y queda abocada a una fijación con los fragmentos?
O ¿estamos ante la voluntad de resaltar la virtualidad explosiva de las partes —¡nada de totalidades!— sobre la que fundamentaban Deleuze y Guattari la lógica del anti-edipo?
Y, de pronto, todo un espacio dedicado al sacrificio, cuerpos crucificados grandes y pequeños, relucientes y carcomidos, de madera y de marfil, refinados y toscos, perfectamente conservados y ejemplares mutilados, sobre una cruz o sin ella, todos sobre el fondo marrón de la sala. Se me cortó la respiración al ver esos insectos del dolor, como si fuesen libélulas pinchadas sobre la pared de un gabinete de historia natural.
Acto seguido la sala que contiene el graderío ascendente de algo que parece de entrada la reunión de los ejércitos celestiales al completo y que culmina en el brazo erguido de Santiago que blande la espada flamígera. Solo después de un rato advertimos que no todo son santos y que allí en el fondo, donde sobresale el brazo de Santiago hay unos extras, unos sayones que gesticulan amenazantes, restos posiblemente de un paso de semana santa. A pesar de todo, tenemos la sensación de que aquí están reunidos todos los dramatis personae: santos predicadores, obispos, cardenales, papas, monjes, arcángeles, alguna que otra santa y una Virgen, como si se hubiera abierto de pronto la puerta de un teatro y en la oscuridad divisáramos el palco iluminado de aquellos que forman parte de este drama singular.
Graderío tan empinado, por cierto, que me hizo pensar en aquel teatro anatómico de la reina Cristina de Suecia visto en Uppsala; teatros, parlamentos, aulas: arquitecturas para la mirada.
Claridad meridiana en todo: tampoco era fácil mostrar estas esculturas, estos objetos de tal manera que, cualquiera que vaya sin prejuicios, entienda perfectamente qué es lo que irritaba a Lutero y sublevaba a sus seguidores: pues, a parte de la venta de las indulgencias, de que se podía comprar el cielo y la vida disoluta de prelados y cardenales, era ese batiburrillo rebozado en oro de santos, vírgenes, mártires y profetas. Entendemos perfectamente que dijeran: ¡el cristianismo no es eso! ¡Fuera imágenes!¡Leed la Biblia! Pero precisamente sobre la lectura de las sagradas escrituras la iglesia se reservaba un férreo monopolio, además esa lectura no estaba autorizada para los fieles de a pie.
De ahí lo irónico de la cantidad de libros que encontramos en esta exposición.
En el ala protestante con la Reforma se da inicio a una promoción de la lectura sin precedentes, que con el tiempo contribuiría a darle ventaja a los países del norte frente a los países del sur, que aún hoy, se deja sentir. Pues como si se tratara de ensombrecer la luz y la belleza de los países del sur mediterráneo, los llamados PIGS, se encuentran en la cola de los países que lideran la economía mundial.
El Concilio de Trento fue el gran parteaguas por el que la grieta abierta por la Reforma se convirtió en fractura.
Ah, y esos hachazos en la madera en el interior de los santos ¡qué violencia!
¿A dónde fue a parar la delicadeza en el trato de la madera de las tallas góticas, el amor al oficio, el mimo y la paciencia? ¿A quién no le hacen temblar esos golpes de hacha?
O esos barrotes de madera que cierran y sujetan el hueco por detrás, allí donde se ven los restos de la cola de conejo y donde ya no hay pintura ni tratamiento esmerado.
Como por ejemplo ese san Jorge venciendo al dragón al que le falta una rodilla y parte de la pierna porque nadie perdía ya el tiempo con algo que era puro reverso… Comienza allí la producción masificada ¡Había que cumplir con muchos encargos y en poco tiempo!
O ese pícaro arlequín, dibujado con trazo rápido y ligero, que asoma en la base de una de las estatuas, inimaginable encontrarlo en la base de una talla gótica; y es que a veces el humor y la risa es la única defensa posible frente a la tiranía, —y para poner un ejemplo contemporáneo— en ningún lado proliferaron tanto los chistes como en los países del Este europeo bajo el dominio de la Unión Soviética —como, entre otra cosas, lo demuestra la afición de Slavoj Žižek a los chistes.
Por cierto, ¿qué significan los dos pajarillos a ambos lados del arlequín?
Con este gesto de darle la vuelta a las figuras, éstas se convierten en estatuas parlantes como si de pronto nos hicieran ver la ropa interior de la historia. Allí se revela toda la tramoya de la iglesia de la Contrarreforma y queda al descubierto el lado violento en las entrañas del cristianismo. Por mucho que el Concilio de Trento se esforzara en mejorar la moral del clero y abolir los más flagrantes abusos, la estela que dejó es un compendio de terror y violencia. Esa que somete a interrogatorios a pintores y científicos, esa que en 1562 crea el índice, la lista de los libros prohibidos, que aplica la tortura, que impone su doctrina a sangre y fuego y manda a la hoguera a pensadores como Giordano Bruno.
Sin embargo, hay que decirlo, de vez en cuando se cuela entre las piezas de esta exposición algo que está más allá de las directrices de Trento, aportación espontánea del escultor y expresión de una religiosidad genuina. Asoma allí algo mucho más antiguo, más ancestral que el cristianismo, algo que es testimonio intemporal del dolor humano, que es puro grito: ese hombre de los dolores, ese Cristo nada sofisticado cuyo arte no se alimenta de doctrina alguna y que conmueve porque sabemos que es la víctima inocente de todos los tiempos la que nos mira.
Esas figuras a medio destruir, víctimas de los embates del fuego, de la intemperie, de los traslados apresurados, que muestran cómo toda obra finalmente se desmorona; ese sepulcro de una donante que se ha quedado sin rostro, donde el óvalo de la cara, la simple madera, parece una olla que hierve y cuya cabeza reposa sobre una almohada tan bien conservada que hasta muestra aún el encaje. Un apunte sobre el hecho de que todo es flujo del tiempo, cambio y devenir ¿En qué otra exposición lo hemos visto tan claro?
¡Exposición singular, sin duda!
En la medida que abandona la neutralidad que supuestamente debe caracterizar a la historia de arte para mi se trata de la exposición de una artista.
Esta muestra, desde el momento en que apuesta por darle la vuelta a la mirada, y mostrar el lado insignificante de las figuras significa darle la vuelta a la mirada, se implica y deja de ser neutra. Además, mediante el diseño del montaje —extraordinario en este caso— se crean verdaderas “piezas”, tan rotundas que se convierten en “obras”.
La “Habitación de los insectos del dolor” para mí es una pieza, el “Supermercado de los santos” también, la “Asamblea de los funcionarios del cielo” es una obra, lo mismo que “La pared de los objetos parciales” o el panel donde las “fichas de las obras expuestas” se convierte en cuadro, para no hablar de la habitación de los paquetes y las cajas, una instalación en toda regla detrás de una cortina de plástico.
Y aquí surge la pregunta:¿no se ha pulverizado aquí la frontera entre arte e historia de arte?¿Dónde está la línea divisoria?¿Tiene que ser neutra y aséptica la historia de arte? ¿Limitarse a un despliegue distanciado y canónico después del Atlas Memnosyne de Aby Warburg o de las tesis sobre la historia de Walter Benjamin?
¿Por qué no puede haber tesis e implicación apasionada?
Acababa de escribir este párrafo cuando cayó en mis manos el artículo de Estrella de Diego en El País que habla precisamente sobre el cambio de actitud a la hora de presentar colecciones de arte; el abandono de los antiguos criterios de calidad, la promoción del new normal, de las nuevas normalidades en el museo, con resultados no siempre convincentes. Habla de lo complejo, en definitiva, de abordar en el museo el anti-canon que aboga por terminar con las exclusiones, reclama que los almacenes sean visitables y las traseras de los cuadros visibles también.
Yo diría que la exposición que aquí nos ocupa no solo aborda el anti-canon e introduce las nuevas normalidades sino va más lejos aún, crea “piezas”, crea “obras”; por eso dije antes que es más bien la exposición de una artista, afirmación evidentemente polémica…
Lo único claro, por ahora, es que el papel del museo, lo mismo que el del arte, está en fase de revisión y redefinición radical.
¿De todos modos, hablando de tesis, cuál sería la tesis en este caso?
Aunque tesis no sería la palabra adecuada, sino más bien el haz de los hilos de significado.
Para mí, algo así como: ¡no mires nunca en la dirección en la que te sugieren los que te invitan a mirar!
Por tanto, escuela de la sospecha…
Solo asumida esta lección descifraremos lo que yace invisible en la ropa interior de la historia.
Occidente, tan orgulloso de haber hecho de la historia una disciplina que aspira a ser irrefutable, tiene muchas razones para sospechar de la historia.
Para ampliar un poco más el tema de la producción en serie de imágenes con fines ideológicos y abundar en el tema de cómo el método usado para la difusión de la doctrina católica fue un llamativo precedente de los modernos sistemas audiovisuales me referiré a un artículo de Alice Creischer y Andreas Siekmann, (1) comisarios de una exposición que tuvo lugar en el Reina Sofía y que se llamó Principio Potosí. En este artículo los autores llamaban la atención sobre el paralelismo que existe entre la función ideológica de la pintura colonial y la función que actualmente asume el arte para dotar de legitimidad a las elites económicas de la globalización en Dubai, Pekin o Moscú. Sostienen que el papel de la producción masiva de imágenes no puede ser concebida dentro de la globalización sin la historia de la colonización y sus crímenes.
En el curso de su argumentación se remiten al historiador de arte peruano Francisco Strasny (2) quien pone de relieve que no solo en América del sur sino también en Europa reproducciones de pinturas en forma de estampas se introdujeron por miles a través de la industrialización de la técnica de la estampa. Los talleres de artistas y artesanos eran verdaderas fábricas de reproducir imágenes. Esta producción era una de las herramientas fundamentales para fomentar el proselitismo en las nuevas colonias y servía al mismo tiempo para el control religioso.
En 1570, la Iglesia y el rey de España conceden el monopolio de estampación de imágenes para sus territorios, España, los Países Bajos y las colonias, al editor Plantin de Amberes. La empresa de Plantin se convirtió de hecho en una de las más importantes imprentas entre el siglo XVI y el siglo XVIII. En el mismo espacio de tiempo la demanda de imágenes se vio reforzada por la repentina riqueza generada por la explotación de los recursos mineros y la violencia relacionada con esa explotación. Se calcula que unos 8 millones de nativos murieron víctimas de la actividad minera en Potosí y que en cuanto a metales preciosos unas 600.000 toneladas de plata llegaron en barco a la península.
Para ponerlo ahora en relación con el funcionamiento del mundo del arte actual:
Lo que Creischer y Siekmann denuncian en última instancia, son los convenios que en 2009 firmaron los máximos responsables de los grandes museos estatales alemanes con la Autoridad Cultural de Dubai. En esta ocasión se reunieron el director de la Herencia Cultural Prusiana, el director de las colecciones de pintura de la Pinacoteca de Munich y el responsable de la Kunstsammlung Estatal de Dresde y firmaron un acuerdo de participación en el Museo Universal de los emiratos (3), ahora mismo el mayor del mundo, el Louvre de Abu Dhabi, que finalmente se inauguró el 11 de noviembre de 2017, asegurando su colaboración logística y profesional; claro está, Alemania no quería quedarse atrás teniendo en cuenta los pactos ya firmados por el MoMA, el Guggenheim. El Louvre y el Museo Británico.
Por cierto ¿qué convenios habrá firmado el Museo del Prado?
En el curso de este acto resaltaron el crecimiento económico y la multietnicidad de los habitantes de Dubai, y, pasaron por alto que solo el 10 % de la población disfruta de derechos civiles y que los mega museos están siendo construidos por obreros en condiciones de semi esclavitud, obreros cuyo sueldo no supera los 100 dólares mensuales, en un país en el que, por supuesto, no existe libertad de expresión.
Con razón preguntan: ¿estamos viendo aquí a los nuevos funcionarios del Santo Oficio que tienden cortinas de imágenes de valor millonario sobre los hechos de la explotación y la miseria?
Así las cosas, unas cuantas lecciones en materia de sospecha no vienen nada mal.
Para terminar y para acompañar a uno de los sufridos artistas del siglo XVI, les transcribiré el interrogatorio al que el tribunal del Santo Oficio somete nada menos que a Paolo Veronese, cotizado pintor que tuvo que presentarse ante el alto tribunal.
(La escena tuvo lugar en la ciudad de Venecia)
El 8 de julio de 1573 el Veronese se ve obligado a comparecer frente al tribunal de la Inquisición para dar explicaciones sobre algunos de los personajes que había pintado en un cuadro de La última cena. El lienzo en cuestión era un encargo para el refectorio del convento de San Juan y San Pablo de Venecia. Era habitual que los comedores de los monasterios se decorasen con temas religiosos relacionados con el arte del buen comer.
Al principio se le pregunta por su profesión:
Veronese: Pinto y compongo figuras.
Tribunal: ¿Sabe el motivo por el que ha sido llamado?
V: No.
T: ¿Puede suponerlo?
V: Puedo suponerlo.
T: Díganos cuál cree que es el motivo.
V: El reverendo padre, prior del monasterio de San Juan y San Pablo, cuyo nombre desconozco, me dijo que había estado aquí y que sus señorías le ordenaron que me hiciese pintar una Magdalena en lugar de un perro. Yo le respondí que con mucho gusto haría todo lo necesario para ensalzar mi notoriedad y la del cuadro, pero que no entendía qué pintaba allí la figura de la Magdalena, por muchos motivos que podría explicarles si es que me permiten hacerlo.
T: ¿A qué pintura se refiere?
V: A una pintura que representa La última cena de Jesucristo con sus discípulos, en la casa de Simón.
T: ¿Dónde está esa pintura?
V: En el refectorio del convento de San Juan y San Pablo.
T: ¿Es una pintura al fresco, sobre tabla o sobre lienzo?
V: Sobre lienzo.
T: ¿Cuánto mide de alto?
V: Tiene unos diecisiete pies.
T: ¿Y de ancho?
V: Unos treinta y nueve.(La obra es de gran formato, mide 5,55 metros de alto por 12,80 de largo)
T: En esta Cena de Nuestro Señor, ¿ha pintado otras figuras?
V: Sí, señorías.
T: Díganos, cuántas figuras hay y descríbanos qué hace cada una.
V: En primer lugar, está el dueño de la posada, Simón. También he pintado a un camarero que imaginé que había ido por su propia voluntad, para aprender a servir la mesa. Y hay muchas otras figuras de las que no me acuerdo, ya que pinté la obra hace tiempo.
T: ¿Ha pintado otras Cenas aparte de esta?
V: Sí, señorías.
T: En esta Cena que hizo para el convento de San Juan y San Pablo, ¿qué significa la figura del hombre al que le sangra la nariz?
V: Quise representar a un criado que había sufrido un accidente.
T: ¿Y qué significan esos hombres armados, vestidos a la alemana, que llevan alabardas en sus manos?
V: Para explicarlo, necesitaría decir bastantes cosas.
T: Dígalas.
V: Nosotros, los pintores, nos tomamos las mismas licencias que los poetas y los bufones, por eso he representado a estos dos alabarderos a los pies de la escalera, uno comiendo y otro bebiendo. Los coloqué en ese lugar porque se supone que están de servicio y me pareció lógico y adecuado que el señor de la casa, que según me han contado era rico y espléndido, tuviese sirvientes de este tipo.T: Y ese hombre vestido de bufón con un loro en la muñeca, ¿por qué lo pintó?
V: Está de adorno, como es habitual.
T: ¿Quiénes son las personas que están en la mesa con Nuestro Señor?
V: Los doce apóstoles.
T: ¿Qué está haciendo San Pedro, que es el primero?
V: Está trinchando el cordero para pasarlo al otro extremo de la mesa.
T: ¿Qué hace el apóstol que está a su lado?
V: Sujeta un plato, esperando a que San Pedro le sirva.
T: Díganos qué hace el tercero.
V: Se está escarbando los dientes con un pequeño tenedor.T: ¿Qué personas estuvieron realmente presentes en la Cena, según usted?
V: Yo creo que Cristo y sus apóstoles. Pero cuando en una pintura me sobra algo de espacio, lo enriquezco con figuras inventadas.
T: ¿Le encargó alguien que pintase alemanes, bufones y figuras por el estilo en este cuadro?
V: No, señorías, pero me encargaron que decorase el cuadro como considerase oportuno. Es grande, así que me pareció que podía contener muchas figuras.
T: Y los adornos que ustedes, los pintores, acostumbran a añadir a sus obras, ¿no deberían ser decorosos y estar relacionados con el tema y las figuras principales? ¿O los pintan por puro placer, haciendo caso solo a su fantasía, sin moderación ni lógica ninguna?
V: Yo pinto mis obras como considero conveniente, teniendo en cuenta su espíritu, y todo lo bien que me permite mi talento.
T: ¿Le parece decoroso entonces incluir en La última cena de Nuestro Señor bufones, borrachos, alemanes, enanos y otras vulgaridades por el estilo?
V: No, señorías.
T: ¿Y entonces por qué lo ha hecho?V: Los pinté dando por hecho que esas personas estaban fuera de la estancia en la que se celebraba la cena.
T: ¿No sabe acaso que en Alemania y en otros países infestados de herejes, es habitual vilipendiar y ridiculizar las cuestiones de la Santa Iglesia Católica mediante pinturas llenas de necedades, para enseñar así doctrinas falsas a gentes ignorantes y sin sentido?
V: Sí, eso está mal; pero repito lo que he dicho: es mi deber seguir el ejemplo que me han dado mis maestros.
T: ¿Y qué pintaban sus maestros? ¿Cosas de este tipo, quizás?
V: Miguel Ángel, en la capilla pontificia de Roma, pintó a Nuestro Señor Jesucristo, a su Madre, a San Juan, a San Pedro y a toda la corte celestial. Y los pintó a todos desnudos, incluida la Virgen María, y a veces en posturas tan poco reverentes que es imposible que hayan estado inspiradas por un profundo sentimiento religioso.T: ¿Ignora acaso que para representar el Juicio Final, donde se supone que nadie llevará ropas, no hay ningún motivo para pintarlas y que en esas figuras no hay nada que no sea espiritual? No hay bufones, ni perros, ni armas ni otras tonterías. ¿Le parece por tanto que, en base a este o a cualquier otro ejemplo, puede justificar haber pintando su obra de la forma en que lo ha hecho y sigue manteniendo que es una pintura honrada y decente?
V: No, señorías, no pretendo demostrarlo, pero pensé que lo estaba haciendo bien. No tuve en cuenta algunas cosas, pero nunca pretendí confundir a nadie, especialmente cuando esas figuras de bufones están fuera de la estancia donde se encuentra Nuestro Señor...
Los jueces dictaminaron que el pintor estaba obligado a corregir su pintura en el espacio de tres meses desde la fecha de la amonestación, de acuerdo a los juicios y a la decisión del Sagrado Tribunal, y todo a expensas del dicho Paolo.
¿Cuáles fueron los cambios efectuados finalmente por el hábil y astuto Veronese?
Pues se limitó a añadir una inscripción en la base de las columnas: Fecit D. Covi Magnum Levi - Luca Cap. V. Con esto cambiaba el título a su obra, que en vez de representar La última cena, pasaba a ser La cena en la casa de Leví, un tema más "profano" con el que la Inquisición no podía ponerse tan quisquillosa. El capítulo quinto del evangelio de Lucas dice que Leví, un recaudador de impuestos, ofreció a Jesús un gran banquete en su casa, una casa que estaba llena de pecadores y fariseos. Los alemanes, bufones y demás "tonterías" quedaban ahora perfectamente justificados.
Ese fue el fin del proceso abierto por la Santa Inquisición.
Y con él termina mi texto.