Situacionismo "low cost"
Alberto Santamaría
Publicado el 2019-05-05
〚…〛Que hay una fuerte dosis de utopía en todo este proceso parece evidente y es aceptado por los propios situacionistas, que se preguntan y se responden de este modo: «¿Qué significa hoy la utopía? Crear el tiempo y el espacio reales en cuyo seno pueda realizarse el conjunto de nuestros deseos y ser deseada el conjunto de nuestra realidad. Crear la obra de arte total». En todo este proceso, por supuesto, es esencial una revisión radical del lenguaje. El problema del lenguaje, como es mencionado por los situacionistas, se muestra como pieza en este engranaje de la obra de arte. Escriben: «El problema del lenguaje está en el centro de todas las luchas por la abolición o el mantenimiento de la alienación actual; inseparable del terreno de estas luchas». Rechazan de este modo cualquier supuesto de neutralidad concedido a las palabras, las cuales, señalan, no juegan sino que operan incansablemente por cuenta de la cultura dominante de la vida cotidiana. Es el poder, insisten, quien otorga (y produce) «el falso carné de identidad a las palabras, les impone un salvoconducto, determina su sitio en la producción». La lucha crítica contra el lenguaje (es el caso de la tergiversación) implica, por tanto, el descubrimiento de un camino radical contra la construcción de la vida cotidiana que se genera en el seno de la cultura dominante. El mismo Debord lo dibujaba del siguiente modo: «El actual cuestionamiento del lenguaje contemporáneo, de este metalenguaje de las máquinas, que no es más que el lenguaje burocratizado de la burocracia del poder, será superado entonces por formas superiores de comunicación. La actual noción de texto social descifrable, deberá desembocar en nuevos procedimientos de escritura del texto social». Todo esto, bajo la perspectiva situacionista, nos lleva al punto inicial: la ordenación de nuevas configuraciones de la vida cotidiana, la creación libre de nuevos acontecimientos.
Tras esta breve exposición, si ahora cruzamos líneas generando una comparación entre el proyecto situacionista y las estrategias de intervención apropiacionista de la postproducción, del sampleado o del nomadismo –en sus diferentes versiones– observamos cómo estas desactivan por completo toda estrategia situacionista volviéndola blanda y, sobre todo, domesticada a través de ese eclecticismo (que niega el estilo en su ser ecléctico, es decir, por saturación) y aceptando la originalidad (y su reformulación bajo el nombre o concepto indeterminado de acto poético) como sentido a través de la idea de un arte como suma cero fácilmente mercantilizable. Es por ello que toman la tergiversación no como superación del arte, sino como aclimatación a un nuevo sentido institucional (o bienal, si queremos ser concretos). Podemos trasplantar a nuestro presente estas palabras escritas por la sección inglesa de la Internacional Situacionista: «hay un montón de movimientos culturales […] que se autoproclaman evoluciones coherentes a partir de las bases del arte moderno –una vanguardia contemporánea– que de hecho no son sino la falsificación de los momentos álgidos del arte moderno y su integración». Sobre este punto, Mustapha Khayati, en el número 10 de la Internacional Situacionista ya aventuraba el problema de cómo el capitalismo es capaz de aglutinar en su interior todo proceso crítico: «los conceptos más corrosivos son vaciados de contenido y devueltos a la circulación al servicio del mantenimiento de la alienación […]. Se convierten en eslóganes publicitarios». No deja de ser curioso este punto, es decir, el hecho de que los propios situacionistas fueran conscientes de que su hacer o su concepción de la vida cotidiana podía ser utilizada de un modo mercantilizable, inutilizada políticamente y diluida como objeto lúdico-mercantil. Los situacionistas, pues, pronto observarán con qué facilidad tanto las instituciones como el mercado pueden hacer acopio de su modo de hacer sin incluir dentro ningún proyecto revolucionario. Para defenderse de ello, en un trabajo sobre el concepto de vanguardia, señalan que «el esbozo de una construcción de las situaciones debe ser el juego y lo serio de la vanguardia revolucionaria, y no puede existir para gente que se resigna en algunos puntos a una pasividad política». La toma de conciencia por parte de los propios situacionistas del uso despolitizado del situacionismo y sus prácticas (tal como hemos mostrado en este libro), los lleva a escribir lo siguiente: «no podemos pretender ser inexplotables en las condiciones presentes; sencillamente debemos trabajar para hacer que esa clase de explotación entrañe el mayor riesgo para los explotadores». La idea era, pues, considerar que la apropiación despolitizada del situacionismo debería llevar aparejado algo así como un ataque. Sadie Plant señala que «como los situacionistas eran tan conscientes de los peligros de su recuperación, es tentador imaginar que hay minas colocadas en el terreno que se les ha arrebatado». Es tentador pensarlo, pero ¿dónde están esas minas? Las necesitamos.
Volviendo a lo antes apuntado, quizá la falla en esa crítica radical a la subjetividad creativa haya provocado este desfondamiento crítico en el arte actual. Tal vez sea esta una hipótesis demasiado arriesgada, que ahora solo dejamos en el aire. Sin embargo, recordamos aquí las palabras de Mario Perniola acerca de la tergiversación situacionista: «La importancia de este procedimiento consiste en el hecho de que a través de él objetos e imágenes que guardan una estrecha relación con la sociedad burguesa (obras de arte, pero también anuncios publicitarios, manifiestos de propaganda, fotografías pornográficas, etc.) se sustraen a su destino y finalidad para ser colocadas en un contexto cualitativamente distinto, en una perspectiva revolucionaria». En una de las definiciones más célebres del concepto leemos: «Se emplea como abreviación de la fórmula: tergiversación de elementos estéticos prefrabricados. Integración de producciones de las artes actuales o pasadas en una construcción superior del medio. En este sentido no puede haber pintura ni música situacionistas, sino un uso situacionista de estos medios. En un sentido más primitivo, la tergiversación en el interior de las antiguas esferas culturales es un método de propaganda que testimonia el desgaste y la pérdida de importancia de estas esferas». Si bien el «uso» situacionista de esos medios puede llegar a activarse, no se cumple la que, podemos sospechar, es la parte fuerte del plan situacionista: la pérdida de importancia de las esferas institucionales y la toma de la vida cotidiana. Sobre la tergiversación escribe Bourriaud: «Si bien la tergiversación de obras preexistentes es un procedimiento que actualmente se utiliza con frecuencia, los artistas ya no recurren a ello para “desvalorizar la obra de arte”, sino para hacer uso de ella». «Usar» el situacionismo como una mercancía poetizable. «Uso» que todas y cada una de las instituciones neoliberales han aprendido a manejar. El propio Bourriaud lo reconoce: «manipular los procedimientos situacionistas sin pretender la abolición del arte». Y añade que «allí donde los situacionistas tenían por objeto corromper el valor de la obra tergiversada, es decir, combatir el capital cultural», los artistas de la postproducción tienden a crear obras generadoras de una «operación neutra». Además, sostiene que si «el arte contemporáneo tiene un proyecto político», este es el de «dar a las costumbres más arraigadas el aspecto de ritual exótico» (¿volver a Gauguin?). Es decir, estetiza. Esa es la estrategia conservadora que pretende transformarse en política. Por lo tanto, la revisión de parte del arte contemporáneo en esta versión apropiacionista tiende hacia este modelo «descafeinado» donde: a) se nos dice que la galería es un lugar más y b) se pretende un situacionismo neutro (o neutralizado) debido fundamentalmente al presupuesto a). En este sentido, si el apropiacionismo tiende a la suma cero, a ser algo neutro, su objeto y objetivo, aún disfrazado de vaga vanguardia, no deja de ser puramente estético, en el sentido formalista del término, y, de esta forma, reclama una nueva autonomía purificada e institucionalizada del arte; es decir, un nuevo concepto de autonomía que permita su subsistencia. Por lo tanto algo similar, de nuevo, al caso de la transvanguardia, tal como vimos en el capítulo anterior. Nada de crítica a la institución ni al mercado. Más aún, necesidad extrema de él. Esto es, un situacionismo sin situacionismo, o, como antes veíamos al referirnos a Andreas Huyssen, un Brecht sin Brecht. Como bien nos recuerda Sadie Plant, «aunque la deriva hacia el sinsentido y hacia la libre aceptación de la mercantilización, del silencio y de la apatía a las que invitan las relaciones sociales capitalistas puede ser provocadora y subversiva, no puede ser convertida en un principio universal que exprese […] el estado ineludible del mundo».
Desde Duchamp, la apropiación de lo real existente –tal como hemos analizado– tenía un sentido crítico, o bien hacia el propio arte, o bien hacia fuera, la realidad. Sin embargo, estas estrategias de apropiación actuales (centradas en la galería y en la neutralidad, así como por una obsesión por el medio) recuerdan mucho a aquello que exponía anecdóticamente David Hume en sus Ensayos económicos, aquel ejemplo del sujeto que se pasaba billetes de una mano a la otra y creía –orgulloso– estar haciendo nuevas y fructíferas transacciones económicas. Una especie de nuevo formalismo, que es lo que hemos tratado de señalar en las páginas precedentes, que crece bajo la apariencia de una crítica consensual capaz de tranquilizar la conciencia del neoliberalismo y reproducir su forma de vida. De esto, precisamente, avisaba Douglas Crimp en los ochenta, al observar el conservadurismo al que se encaminaba cierto apropiacionismo: «la estrategia de la apropiación se convierte simplemente en otra categoría académica –una temática– a través de la cual el museo organiza sus objetos».
Todas estas son estrategias en las cuales la apropiación o el sampleado del pasado sirve simplemente como una especie de autocomplacencia, componiendo la esencia de esa tercera venida de Hank Herron, donde el falsificador se convierte en un romántico deseoso de que su falsificación cumpla alguna epifanía, donde el situacionista termina transformado en un poeta puro dentro de su torre de marfil. La construcción o reconfiguración de los espacios debería ser uno de los elementos clave para una revisión de lo político y de lo social si ese es el objetivo de la obra de arte. Ahora bien, todo artista que se disponga a ello debería tener presente las enormes contradicciones a las que se enfrenta un arte en el marco económico y político actual.
«El problema consiste en crear formas de intervención que no se limiten a suministrar otros datos, sino que cuestionen esta distribución de lo dado y de sus interpretaciones, de lo real y de lo ficticio», escribe Rancière. No se trata de imponer líneas, ni de diseñar caminos para construir una visión de lo «que debe» ser el arte contemporáneo, pero sí quizá tratar acerca de esa distribución de lo dado. El arte en su relación con lo social tiene, en efecto, la capacidad de intervenir no solo a través de la denuncia, sino que, más allá, la potencialidad crítica podría constituirse mediante estrategias que cuestionasen, precisamente, «esta distribución de lo dado y sus interpretaciones». En ese espacio, quizá, late alguna posibilidad; esto es, la interrupción de la lógica temporal y espacial desde la que experimentamos la vida cotidiana. El arte como cortocircuito, es decir, el arte como brecha a través de la cual escuchamos como discurso lo que «nos dicen» que es solo ruido. El arte como donación (y descolonización) que refleja la generación de nuevas políticas en el marco de la comunidad, más allá de lo dado. Alejados de la ciega pasividad invocada por la teoría posmoderna, no podemos obviar el pulso transformador existente en diversos niveles y espacios sociales. La vida cotidiana sigue siendo el lugar privilegiado desde donde hacer brotar el cambio, y el arte no deja de ser un potenciador radical de ese proceso. Por supuesto, parece ser muy conveniente para todos aquellos que desean negar la posibilidad de una transformación social aceptar pasivamente un mundo en el que la subversión es imposible.
En definitiva, no podemos obviar que la forma de indiscernibilidad entre arte, entretenimiento y medios de comunicación que cierto apropiacionismo actual ha desarrollado conscientemente ha terminado por favorecer el desarrollo de un nuevo formalismo, que acepta superficialmente en ocasiones mostrarse como crítico. Un formalismo que, paradójicamente, se ha asentado en el seno de la llamada estética del sampleador (lo que hemos denominado nostalgia de posmodernidad), haciendo del acto de mezclar su propia zona de juegos, su medio, hasta constituirse «creativamente», desde esa desactivación crítica, en una broma conceptual ecléctica (ingeniosa y epifánica) sin más fines que su propio regocijo formal. El juego situacionista centrado en la revolución de la vida cotidiana ha caído en el juego entendido como fin en sí mismo, necesario para su deslizamiento hacia la forma-mercado. Así, a través de estos planteamientos teóricos, hemos tratado de mostrar los posicionamientos de esa vanguardia afirmativa que conforma lo que podemos entender como alta cultura descafeinada, la cual podría definirse, finalmente, como «el desbaratamiento situacionista» reconciliado «con la promoción político-cultural».
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Alberto Santamaría es profesor de Teoría del Arte en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca. El presente texto es un fragmento de su último libro, Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo, publicado por Siglo XXI de España.