Compromiso político, empatía y realismo neoliberal en "Carne y arena" de Alejandro González Iñárritu y en "Tell Me How it Ends" de Valeria Luiselli
Irmgard Emmelhainz
Publicado el 2017-11-05
"Por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis".
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 19. traducción de Elsa Cecilia Frost
Susan Sontag planteó en Sobre la fotografía (1977) que la experiencia definitoria de la Modernidad es “la cultura del espectador” (spectatorship), lo que implica contemplar en tercera persona la catástrofe y la tragedia que los otros viven en otro lugar. A finales de los años sesenta Sontag había realizado un ‘tour’ a Vietnam desde la simpatía política y en los noventa otro desde la solidaridad humanitaria a Sarajevo. Casi tres décadas después de Sobre la fotografía, Sontag retoma en Ante el dolor de los demás la cuestión y amplía las implicaciones éticas y políticas de dicha cultura del espectador. Concluye que aunque el dolor de los otros nos cosquillea, siempre nos mantenemos a una distancia segura de él. Podemos ver el dolor, pero no lo sentimos. Las visiones del dolor nos las proporciona un mercado global de imágenes de catástrofe cuya proliferación Sontag explica equiparándolas al deseo de ver imágenes de cuerpos desnudos y sexualizados. ¿Significa esto que hemos perdido la capacidad de conmovernos, de indignarnos? ¿Qué ocurre cuando experimentamos el sufrimiento en tercera persona? ¿Cambiamos al ver estas imágenes? ¿Es posible movilizar a los espectadores a través de la indignación que causen las imágenes de violencia?
En un libro publicado el año pasado, la politóloga Anita Chari establece, a través de una relectura de Adorno y Lukács, que la patología central de la sociedad capitalista es una forma de subjetividad reificada (1). Esta forma de subjetividad es, según Chari, una postura de visión espectacularizada, sin compromiso y post-política, que los individuos asumimos con respecto al mundo y en relación con nuestras propias prácticas y hábitos. En esta patología, la economía existe como un ámbito que es en apariencia independiente de la actividad humana; por lo tanto, la subjetividad, en su alienación, es incapaz de ver hasta qué punto está involucrada en los procesos capitalistas, fomentándose entonces la incapacidad de comprender las formas de dominación en el contexto de la totalidad de la realidad social. Chari plantea, así pues, la “cultura de la espectador” que Sontag en su día definió, como algo fundamentalmente alienante y que causa una ceguera que impide ver los procesos capitalistas de los cuales todos somos cómplices y que son la causa directa o indirecta del dolor de los demás, y que las imágenes que circulan en el régimen sensible plasman. En tanto patología, la alienación descrita por Chari ni deja lugar para la empatía, ni para vislumbrar las actuales relaciones de poder, al tiempo que divide al mundo entre “los miserables de la pantalla” y los espectadores viviendo en enclaves de privilegio.
En diálogo con Sontag, la teórica Ariella Azoulay propuso en su libro The Social Contract of Photography (2) plantear las imágenes de violencia como un contrato social que nos exhorta a hacernos responsables de lo que se encuentra en el campo sensible. La fotografía tiene según Azoulay el potencial de refundar un espacio para la acción política. Considerarla como un espacio politizado puede servir como antídoto al hecho de que seamos unos espectadores desensibilizados de la pornografía del desastre y de la catástrofe (3). Ampliando también la discusión planteada por Sontag, Leslie Jamison consigue llegar en su colección de ensayos (The Empathy Exams, 2014) a una fina mezcla entre la anécdota personal y el análisis de los lugares contemporáneos de la empatía: ¿para qué sirve? ¿hacia dónde nos lleva? ¿qué ocurre cuando sentimos el dolor de los otros? A base de utilizar la experiencia personal para describir cómo nos relacionamos con el sufrimiento de otra persona, Jamison parte de un aborto, de su operación de corazón, y de haber sido asaltada y golpeada. Asimismo cuenta sus experiencias en calidad de voluntaria para actuar como si estuviese enferma ante estudiantes de medicina en prácticas, y también su visita a una convención de convalecientes de una enfermedad no reconocida por la medicina occidental y que, por lo tanto, oficialmente no son considerados enfermos. Jamison intenta de estas maneras hacer que estallen las fronteras físicas y emocionales entre yo y los otros y así indagar en las implicaciones que tiene poder cruzar de un lado a otro. ¿Cuál es el precio que pagamos por absorber el sufrimiento de otros? ¿Tiene ello algún valor o es fútil hacerlo?
Ante el dilema que plantea Sontag, estas autoras buscan en particular replantear la función de la fotografía y explorar la empatía en primera persona en la era del individualismo extremo, ese delicado campo en el que, ante la global crisis humanitaria, prolifera la pornografía de la catástrofe. Esto se materializa mediante una variedad de herramientas con las que la aproximación al dolor de los demás espera movilizar a los espectadores, le dice la verdad al poder y busca que algo cambie. Una de estas herramientas es la “objetividad”, un técnica de discurso que para transmitir “verdades” elimina la mediación. La objetividad es el discurso de los medios de comunicación. Elimina la “función-autor”, dado que una visión objetiva nunca se expresa en primera persona puesto que encarna un punto de vista “neutro”. La objetividad elimina asimismo la auto-reflexividad en aras de la credibilidad y de la inmediatez. El discurso de la objetividad busca dar testimonio dando señales de “haber estado allí” y afirmando que “las cosas hablan por sí solas”. A veces, la objetividad enmascara el discurso de la “no-ideología” de la violación de los derechos humanos (que según varios autores, es la ideología propia del capitalismo neoliberal).
Un ejemplo actual de pornografía de catástrofe que busca proporcionar efectos de ‘verdad’ mediante el recurso a la objetividad es Carne y Arena (Virtualmente presente, físicamente invisible), la instalación en realidad virtual del cineasta Alejandro González Iñárritu en colaboración con el cinefotógrafo Emmanuel Lubezki en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco. La exposición se ha mostrado en Cannes, en el LACMA (Los Ángeles) y en la Fundación Prada (Milán), y tiene como objetivo enfrentar al espectador con la experiencia de los migrantes que cruzan el desierto de México para llegar a Estados Unidos a través de una serie de dispositivos como una pantalla de 360º, un visor de realidad virtual, el vídeo y entrevistas con los migrantes. Ofrecen, en su conjunto, efectos de realidad desde una objetividad absoluta: la tecnología ‘habla’. Pero más allá de la eliminación de la mediación (a través de una segunda voz, o de la ficción), la instalación busca colocar literalmente al espectador en el desierto de manera que viva la experiencia del cruce junto a los migrantes. La instalación busca, está claro, ampliar el lenguaje cinematográfico del documental de catástrofe: con la sala del paisaje desértico en 360º quiere mostrar el “fuera de campo” y extender la perspectiva del público mediante el recurso de interpelarlo a través de la inmediatez que brinda la realidad virtual, brindándole la momentánea fantasía de ser vita nuda, o vida no llorable. A propósito de su proyecto, González Iñárritu declaró:
Nunca lo concebí como respuesta o proyecto político [sino como] una obra que hablara de una crisis humana a nivel mundial […]. Tiene el poder de transportarte al desierto de Sonora para que vivas en carne propia la tragedia. [Su objetivo es] que lo vean en Washington quienes hacen las políticas internacionales en Estados Unidos (4).
La pasión por el detalle en la experiencia extrema que ofrece la instalación busca generar compasión en el espectador al obligarle a vivir en su propia carne las penurias de los migrantes. La creencia de que la realidad más vívida es la experiencia que brinda la tecnología, y que ello puede ser emancipatorio y traer cambio social, refleja la alienación profunda de la sociedad capitalista. Se podría recrear en realidad virtual una violación, ¿pero ello haría que disminuyera la violencia de género? El problema con la instalación de González Iñárritu es que las experiencias y sensaciones carecen de valor de revelación; su fuerza reside en una estéril (y sensacionalista) puesta en escena que pierde fuerza en lo efímero de la sensación del espectador. La instalación responde claramente a la nueva organización de los aparatos ideológicos; en ella la movilización afectiva (que no es lo mismo que con-mover), la objetividad, el saber experto y la tecnocracia se igualan con el poder intelectual para transmitir “verdades”. ¿Cómo producir sentido sin eliminar la contingencia?
Para movilizar la empatía y desnormalizar la tragedia, Susan Sontag aboga por la escritura y Leslie Jamison por la subjetivación. En Tell Me How It Ends: An Essay in Forty Questions, un libro que también aborda la crisis de migración de mexicanos y centroamericanos a Estados Unidos, Valeria Luiselli parte de su experiencia como traductora de niños migrantes que buscan el estatus de refugiado para describir el sistema de migración de Estados Unidos. Paralelamente intenta esclarecer el origen de la crisis migratoria y además denuncia la complicidad de los mexicanos y del gobierno mexicano con el de EE.UU. al hacerles más peligrosa la travesía a los migrantes. Solo en 2014 se entregaron 68.000 niños a la Policía Fronteriza estadounidense. Por eso bajo el gobierno de Barack Obama se creó la política de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, que implica que a partir de que los niños son liberados de las famosas “ICE Boxes”, donde pasan hasta dos semanas en condiciones humillantes y físicamente peligrosas antes de ser entregados a sus familiares, se les dan veintiún días para encontrar un abogado y armar un caso para pedir asilo, de lo contrario son deportados por un juez en presencia o en ausencia. Luiselli explica que esta política es la respuesta más fría posible del gobierno de Estados Unidos ante el éxodo de niños centroamericanos y está ligada al léxico con el cual se denomina al problema: un niño refugiado indocumentado es un “inmigrante ilegal”. Los problemas que ella mismo tuvo con el servicio de migración para obtener la Green Card llevaron a Luiselli a trabajar como intérprete para la corte de Nueva York, y así tradujo al español las cuarenta preguntas del cuestionario para ingresar en el sistema de migración, y al inglés las respuestas de los niños. Dependiendo de las respuestas que Luiselli lograba sonsacarles a los niños incrementaban o disminuían sus posibilidades de quedarse en Estados Unidos. La clave estaba en que los niños expresaran una narración de violencia extrema, de persecución directa y peligro de muerte que permitiera construir un caso contundente para que un abogado se interesara en procesar su demanda de asilo ante los Servicios de Ciudadanía y Migración de Estados Unidos. El ensayo está dividido en cinco partes (Frontera / Corte / Hogar / Comunidad / Coda) y se estructura a partir de las preguntas de la entrevista de admisión, pero tratando de ampliar la estrecha visión de la corte que se deriva de las cuarenta respuestas. La narrativa está puntuada por la petición que recurrentemente plantea la hija de cinco años de la autora: “Tell me how it ends, mama”. La imposibilidad de darle una respuesta concreta y esperanzadora a la niña, imaginar a la madre en el momento de silencio que se toma para procesar su frustración, dolor e incertidumbre ante la situación de los niños migrantes y así poder articular una respuesta convincente y honesta para la niña, nos transmite impotencia, desesperación, y nos pone delante de la urgencia del problema. Sentimos su nudo en la garganta.
Luiselli localiza en su ensayo el origen de la crisis de los niños migrantes en la pobreza y violencia en Centroamérica, que están ligadas a las pandillas de la Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18. La autora resigue la genealogía del problema hasta las guerrillas centroamericanas de los ochenta del pasado siglo, sin omitir el papel que en ellas jugó Estados Unidos. También retrocede hasta la oleada de refugiados que llegó a Los Ángeles en esa década y las deportaciones masivas posteriores, en los noventa, cuando muchos de los migrantes ya eran pandilleros. Luiselli declara: “The whole thing is a mess, a puzzle impossible to piece together using common sense and logic” (5). A su vez, denuncia el Programa Frontera Sur, la política en México de colaboración con Estados Unidos para frenar la migración centroamericana en los estados colindantes con Centroamérica y deportar indocumentados capturados en el país. Luiselli describe los peligros del viaje que hacen los niños para reunirse con sus familiares en Estados Unidos, que probablemente se endeudaron para que coyotes los guiaran hasta la frontera. Al llegar, nos cuenta Luiselli, los niños se dan cuenta de que nunca dejaron Tegucigalpa, y que Hempstead (una ciudad del Estado de Nueva York) es una extensión de la misma. Esto se debe a que las pandillas se han convertido en un ejército transnacional con células por todo Estados Unidos que acosan y presionan a los recién llegados, como sucedía en casa, para que se unan a las bandas. Hempstead pertenece, según la autora, al mapa de la violencia relacionada con el tráfico de drogas, el mismo en que también está Tegucigalpa (6). Finalmente, para Luiselli, la actitud de las autoridades estadounidenses con respecto a los niños migrantes no es siempre del todo negativa, pero en general “está basada en malentendidos o en una ignorancia voluntaria” (7). Según ella es urgente poner sobre la mesa las causas del éxodo, y a la vez expresa el ruego de que Estados Unidos y México se responsabilicen de la devastación del tejido social en Honduras, El Salvador y Guatemala. Hacia el final del libro nos enteramos de que los alumnos de la autora, inspirados por ella, han creado una organización estudiantil política para contribuir con su granito de arena al establecimiento de un programa que permita la rápida integración de los niños refugiados: la TIIA o Teenage Immigrant Integration Association. Luiselli concluye: “While the story continues, the only thing to do is to tell it over and over again as it develops, bifurcates, knots around itself.” It must be told, escribe (8).
En una entrevista Luiselli inscribió la búsqueda político-literaria de su ensayo en el seno de los debates en América Latina sobre el compromiso y la producción literaria. En los sesenta, dentro del contexto de la militancia ideológica, los debates estéticos y literarios se asimilaron a los grandes temas de los debates sociopolíticos. Las preguntas que se plantearon fueron: ¿qué hacer con la ideología comunista como horizonte político en relación con la narración literaria? ¿puede la literatura -o el autor- contribuir a cambiar el mundo? ¿de qué manera? En ese debate se efectuó la contraposición entre el comunismo, como guía moral del escritor, y su propia conciencia, al plantear la necesidad de distinguir entre la visión de la realidad filtrada por la ideología de izquierda y la investigación empírica o personal. Luiselli declaró:
[…] entré en el dilema infértil (todo onanismo es infértil) entre la utilidad de la ficción y el deber del novelista frente a sus circunstancias políticas. El único deber del novelista es escribir muy bien. Y es difícil escribir muy bien si quieres conseguir un efecto político, una reacción social, o si crees que una novela va a ser útil y va a cambiar o mejorar algo. Por supuesto que una novela puede cambiar muchas cosas, lector por lector, mente por mente, pero escribir desde la creencia que uno debe o puede hacer eso, es pura arrogancia y vanidad intelectual. Las novelas escritas desde las alturas tan desubicadas de esa clase de arrogancia son siempre infumables…(9)
En resumen, para Luiselli la política de la escritura reside no en pretender cambiar el mundo porque sería arrogante, ya que “escribir desde las alturas desubicadas” resulta en literatura “infumable”. La autora localiza el poder que posee la escritura para movilizar al lector en la propia calidad de la escritura. Pero al mismo tiempo se contradice cuando rechaza el dilema de la utilidad de la escritura calificándola de masturbación. De este modo Luiselli toma una “no-postura” basada en la denuncia de la inmoralidad de la situación a través de un recuento de hechos comprobables que carga de emocionalidad y hace pasar por el filtro de su propia historia. En la misma entrevista declara que salió de un atoramiento en la escritura del texto siguiendo el consejo de “transformar capital emocional en capital político” (10). Y esa transformación, para Luiselli, es una cuestión relacionada con la forma de la escritura. El ensayo está exquisitamente elaborado a partir de las cuarenta preguntas del cuestionario de migración; está salpicado de frases seductoras, anécdotas exóticas (un viaje al sur de los Estados Unidos), del charm de su hija de cinco años, de ennui hípster: “The day Trump won the election, when I finally gathered enough will-power to get out of bed…” (11). Lo que nunca cuestiona Luiselli es el contenido mismo de su texto; como Viridiana, se sorprende de las dificultades que tiene en que los niños migrantes a los que ayuda simpaticen con ella. El discurso de Tell Me How it Ends es la moral de estar en lo correcto. Con su no-postura, Luiselli evade el cuestionamiento de su propia tendencia política y del lugar desde el que escribe. El texto es, en su falta absoluta de reflexividad, anti-moderno. Asimismo recurre a los lugares comunes (los diseminados en los medios masivos de comunicación) para explicar la génesis de la crisis de los migrantes estableciendo que “lo que hace el gobierno de Estados Unidos está mal; lo que hace la sociedad civil está bien”. En ningún momento aparecen en su texto las palabras ‘racismo’, ‘colonia’, ‘capitalismo’, ‘neoliberalismo’o ‘despojo’. Luiselli acusa al gobierno mexicano de hacer más peligrosa la travesía de los migrantes sin decir ‘limpieza social’, ‘poblaciones redundantes’, ‘violencia de Estado’. Pero esto se debe a que está atrapada en el laberinto legal de los niños migrantes y, como tal, dicho laberinto produce “no-eventos”, que son herramientas invisibles de racismo y de violencia de Estado cuyo objetivo es gobernar de facto a las poblaciones redundantes como “no-ciudadanos”, justamente llevándolos a situaciones como el del laberinto legal para pedir asilo.
En su narrativa, en vez de golpear el estupor alienado del sujeto neoliberal, Luiselli sucumbe, junto con González Iñárritu y la miríada de obras visuales y textuales de pornografía de la catástrofe, a la tentación de interpelar al espectador a nivel afectivo. Ella misma lo dice: cuando pretende, mediante la frase insistente de la niña: “tell me how it ends, mama”, transformar en capital político el capital emocional de su ordalía con los servicios estadounidenses de migración. Y ya que el lenguaje no puede deshacerse de su función representativa, y el ensayo carece flagrantemente de un análisis convincente de la situación de los niños migrantes, nos presenta la brutalidad de los hechos (la violencia en Centroamérica, la política de Obama, la complicidad de México) como la verdad de la situación. ¿Y qué hay de la verdad del racismo? ¿Qué de la verdad del racismo de los otros? ¿Qué de la actual división del mundo en clases? Hacer que estalle la distancia entre “hecho” y “verdad” es el lugar común de los medios masivos de comunicación; la “verdad” es una forma de ver los hechos. La autora alega tener “claridad”, pero el texto dice poco sobre la historia de la migración de latinos a Estados Unidos y de las intermitentes oleadas de deportaciones; no dice nada sobre la crisis de los refugiados en el contexto global. Tal como la enuncia, su verdad es más ofensiva que esclarecedora, más alienada (en el sentido de Anita Chari) que empática.
El punto de partida para entender la crisis migratoria sería comprender lo que define a la política contemporánea: la oposición entre el neoliberalismo (o globalización) y el nacionalismo de derecha. Por su parte, la génesis de la crisis es el colonialismo en su versión neoliberal, sumando siglos de destrucción de las formas tradicionales de vida de amplios sectores de la población no del todo “modernizados”. Estas poblaciones redundantes están despojadas de las habilidades y los hábitos que heredaron, sufren desarraigo, despojo y trauma inter-generacional. ¿Qué hacer? Hay que partir de que la globalización tiene dos caras, la de los refugiados pobres y la de las élites privilegiadas, sin olvidar que la solidaridad internacionalista -cabe recordar que se luchó junto con las guerrillas socialistas centroamericanas- ha sido sustituida por la competencia de todos contra todos. Las narrativas que Luiselli logra desgranar del testimonio quebrado de cada niño migrante compiten entre sí, y al mismo tiempo con ella misma, por conseguir la ciudadanía estadounidense. La ciudadanía la obtiene el “más fuerte” ya que el “éxito migratorio” depende del hecho de que el sistema favorece claramente cierto tipo humano, de identidad cultural, de modo de vida basado en el éxito económico. En otras palabras, dentro del marco de la competencia global por hacerse con la ciudadanía, las identidades de los niños migrantes centroamericanos no son tan deseables como la de Luiselli. En el caso de los niños, sus narrativas compiten desventajosamente en la posibilidad que tienen de ajustarse al marco legal del sistema de migración de Estados Unidos. Al obviar tales puntos, la no-postura de Luiselli se afinca en un (neo)liberalismo ideológico que predica el reconocimiento del otro, la defensa de sus derechos humanos, la inclusión y la diversidad. Sin embargo, esta forma de “solidaridad” no es horizontal sino vertical y produce fascismos. Según Walter Benjamin, cuando los intelectuales comprometidos intentan integrarse en las fuerzas proletarias, se convierten en miembros de un estrato situado entre las clases, e ignoran la posición que ocupan en el proceso de producción. De acuerdo con Benjamin, esta posición “entre” es imposible, porque los intelectuales comprometidos corren el riesgo de convertirse en benefactores o en patronos ideológicos, cayendo en la trampa de la logocracia (12). Luiselli cae en el patronazgo ideológico que Benjamin denuncia al cubrir con su voz privilegiada la ordalía de los niños migrantes.
Pero tal vez el problema no resida en la voz de Luiselli sino en lo “post-ideológico” de nuestra era. Al encarnar el sentido común del libre mercado, la post-ideología ha abierto una brecha entre la postura política y la acción política. No es que la izquierda esté obsoleta en cuanto a la manera en que critica las formas contemporáneas del poder, que haya fracasado en plantear organizaciones políticas alternativas. Es que la “no-ideología” neoliberal florece en la disociación entre crítica, gesto simbólico y existencia cotidiana. Por ejemplo, se puede denunciar la hambruna en África, pero tomar café sudanés en Starbucks; expresar solidaridad con los palestinos, pero comer en “Merkava”, el restaurante en la Condesa que sirve comida palestina bajo el nombre del Panzer israelí; ir a una protesta contra la violencia en el país pero explotar a los empleados domésticos; tomar a los niños de la calle como sujeto de arte, pero darle la espalda a un mendigo; estar en contra de la esclavitud, pero comprar ropa manufacturada por esclavos en el Sureste de África; etc.
La disociación entre crítica, postura y vida cotidiana que caracteriza a nuestra era, que piensa que es “post-ideológica”, permite que Luiselli no reflexione acerca de su propia posición en el seno de las relaciones capitalistas de producción y de poder. Pero su voz también está construida para denunciar sin denunciar, de enunciar hechos como verdades sin revelar. Y esto le evita convertirse en una voz incómoda. En la línea de la misma ambivalencia política de falso enfant terrible, en una desafortunada entrada para El País del 17 de febrero de este año, Luiselli desdeñó las actuales formas de feminismo basadas en las luchas de los 1960s y 1980s. Para ella, la recuperación de los feminismos de antaño implica estar “atorados en una especie de déja vu sociopolítico…” y salir a marchar por los derechos reproductivos, el pussyhat Project, hablar de interseccionalismo, leer a Susan Sontag, Rosa Parks y Hannah Arendt, tomar una postura feminista, el “aburrido derecho a salir a la calle con cartulinas”… le “provoca bostezos”. Al artículo le siguieron un bombardeo de comentarios críticos, troleos y revindicaciones de Sontag, Parks y Arendt. En su calculada provocación blasé, Luiselli concluye con su deseo de un “nuevo feminismo” que venga del espacio exterior, post-ideológico, “material, micrométrico, lunar y colorado” (13). La declaración de Luiselli es tan provocadora como pretenciosa y vacía; sin embargo, refleja la sensibilidad hípster que desdeña la utilidad de la propia escritura, capitaliza la emocionalidad para vehicular un mensaje “político”, pero a la vez rechaza el debate entre literatura y política como mero onanismo. El problema estriba en que obras como la de Luiselli o González Iñárritu, junto con los medios masivos de comunicación, dibujan un horizonte de legibilidad en común, y así delinean el arco de lo que se puede hacer y decir, qué posiciones pueden adoptarse legítimamente y qué acciones pueden ser o no comprometidas. Este horizonte de legibilidad es una cuestión de relaciones de poder y tiene que ver con la articulación de las fronteras políticas de un discurso. De este modo, las divisiones sociales se convierten en cuestión de límites, creando un “adentro” con ciudadanos del mundo consternados y un “afuera” con víctimas sufrientes. Está claro que las batallas del feminismo de segunda ola no están ganadas, y que el verdadero feminismo, como argumenta Sara Ahmed, se caracteriza por ser killjoy: a nadie le gusta cuando planteamos el problema de la localización del sexismo o del racismo. Hacerse feminista implica un proceso de reconocimiento de aquello con lo que nos encaramos y no se puede reducir a una serie de hechos desligados de los procesos del capitalismo y del racismo. Ser feminista es existir en un mundo distinto, es estar fuera de sincronía con los demás y, al estar fuera, algo se arruina. Cuando hablamos nombrando cosas como “racismo”, algo se hace pedazos (14). Pero más vale mantener el statu quo a como dé lugar. No vaya a ser.
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