Bolívar Echeverría: traductor de Walter Benjamin

Alvaro Campuzano Arteta

Publicado el 2021-10-03

[Dado] que los trabajos importantes de la literatura mundial nunca encuentran a sus traductores escogidos en el tiempo de su origen, su traducción marca la etapa de la continuación de su vida. Walter Benjamin, “La tarea del traductor.”

La traducción del pensamiento de Walter Benjamin recorre toda la obra de Bolívar Echeverría1. Esta presencia se manifiesta en diversos planos. Para empezar con el nivel más inmediato, desde una relación íntima con la lengua alemana —originada en sus años de formación intelectual y política, incluso de descubrimiento amoroso, en el Berlín Occidental de la década de 1960—, Echeverría tradujo al español tres piezas canónicas de Benjamin. En 1972 traduce “El autor como productor”, texto preparatorio para una conferencia centrada en el teatro de Bertolt Brecht que Benjamin dictaría en un centro antifascista en 1934. Este primer traslado del pensamiento de Benjamin del alemán al español no fue una iniciativa aislada. La traducción directa de textos en alemán inscritos en la corriente del marxismo occidental constituyó una de las primeras labores intelectuales de Echeverría cuando emigró en 1968 del Berlín situado al oeste del muro a la entonces agitada capital mexicana.2 Más de tres décadas después de su arribo a la Ciudad de México, en un contexto muy distinto en términos biográficos, Echeverría retorna a la traducción directa de Benjamin. Consolidado ya desde la UNAM como un influyente filósofo crítico, retoma una de sus ocupaciones juveniles. En 2003, anima y colabora en la traducción de “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica” (1936), pieza clave en la discusión sobre las vanguardias artísticas del siglo XX —uno de cuyos prolegómenos es precisamente “El autor como productor”—, a cargo de su primer hijo, Andrés Echeverría Weikert. Y en 2005 traduce las seminales Tesis sobre el concepto de historia(1940).3

Leídos en el contexto dentro del que fueron concebidos por Benjamin, estos tres textos disímiles forman parte del proyecto inacabado del Libro de los pasajes que nucleó su trabajo desde 1927 hasta su muerte en 1940 (cfr. Buck-Morss, 2001). La decisión sobre qué traducir tomada por Echeverría, tanto a inicios de la década de 1970 como durante la primera mitad de la década del 2000, ofrece entonces un indicio sobre su foco de atención. Esta selección expresaría, a primera vista, un interés acentuado en el último ciclo del pensamiento de Benjamin, durante el cual su peculiar giro marxista pasa a primer plano aunque, ciertamente, sin anular tanto la dimensión mística como la estética que permean su obra entera (cfr. Mosès).

Todas estas traducciones, por lo demás, se complementan con ensayos introductorios en los que Echeverría propone caminos de lectura. Además de elaborar versiones en español de estos textos, Echeverría procuró despertar un tipo de recepción que politizara, en el mejor de los sentidos, el legado de Benjamin. En sintonía con lecturas como las desplegadas por Susan Buck-Morss (2001, 2005)Terry Eagleton (1998) o Michael Löwy (2012), por mencionar ejemplos destacados, Echeverría pugnó por situar el pensamiento de Benjamin dentro de la heterodoxa tradición revolucionaria a la que pertenece. Este tipo de aproximación se manifiesta también en los ensayos centrados exclusivamente en la obra de Benjamin, incluidos tanto en su libro Valor de uso y utopía de 1998, como en su libro póstumo Modernidad y blanquitud de 2010, así como en los múltiples seminarios y conferencias sobre el pensador judeo-alemán que Echeverría dictó a lo largo de la primera década del siglo XXI. En este marco, el coloquio que impulsó para discutir las Tesis sobre el concepto de historia y que se plasmó en la compilación publicada en 2005 bajo el título La mirada del ángel constituye un momento notable. 

Bien observada, esta sostenida dedicación a interpretar y discutir la obra de Benjamin entraña el traslado de una herencia gestada en el periodo de entreguerras del siglo XX hacia la contemporaneidad latinoamericana. Estaríamos pues ante una tentativa de volver presentes ciertas ideas de Benjamin en una realidad histórica y un medio sociocultural impensados cuando fueron creadas originalmente. Pero este traslado que actualiza se expresa todavía con más fuerza en ciertos momentos de la obra de Echeverría no circunscritos exclusivamente a la lectura de Benjamin. En tales momentos, algunos de ellos cruciales dentro de su propio proyecto filosófico, se advierten rastros de un recurrente diálogo creativo con Benjamin. Esto es, una incorporación de ideas que, al ser puestas en movimiento en un contexto nuevo, permite extraer de ellas posibilidades inusitadas. Así, rebasando el plano estrictamente lingüístico y los esfuerzos de difusión, la traducción de Benjamin efectuada por Echeverría remite a una relación con el texto original que procura conducirlo hacia una nueva posibilidad de sí mismo. Traducir, en el sentido que ya se esboza, consistiría en activar determinadas latencias del texto original a partir de interrogantes y urgencias que surgen de una actualidad que va más allá de él. Pero tal actualización, cabe enfatizarlo, lejos de ser arbitraria estaría inscrita como potencialidad en el original. Traducir, de este modo, apuntaría a trascender desde dentro el original: a asumir una fidelidad con el texto que consiste en ampliar sus alcances, incluso a completarlos, conduciéndolos hacia horizontes nuevos. Esta manera de asumir la “tarea del traductor” constituye, como no resultará difícil reconocer, un desafío plenamente afín al que el propio Benjamin dejara planteado en 1922 al reflexionar, en su célebre ensayo así titulado, sobre su traducción de Baudelaire.

La dedicación de Echeverría a leer y traducir a Benjamin se intensifica durante las décadas de 1990 y 2000, ciclo que abarca el cierre del siglo XX y el tránsito hacia el siglo XXI. Como lo sintetiza lúcidamente Enzo Traverso (2018), este momento histórico está signado por un eclipse de utopías.4 Esta melancolía y parálisis de nuestra contemporaneidad se manifiesta, señala Traverso, sobre todo en el culto oficial a las víctimas de los totalitarismos que inadvertidamente llama a la pasividad —representando a la democracia liberal como el mejor de los mundos posibles— y oculta las resistencias y alternativas al capitalismo que se sucedieron como corrientes a lo largo del siglo pasado. Como respuesta, Traverso se propone transformar la melancolía en fuerza impugnadora. En palabras de Georges Didi-Huberman (2018 a), esta disposición de ánimo que es a su vez una orientación política consiste en “poner el luto en movimiento”. Subrayando abiertamente su afinidad con Traverso, desde su propia reflexión a partir del arte, Didi-Huberman convoca a la sublevación de la memoria. Tal sublevación, nos sugiere el pensador de la imagen, no es sino un gesto que, en medio de nuestros tiempos oscuros, nos exhorta a no sucumbir ante “la inercia mortífera de la sumisión, tanto si es melancólica como cínica o nihilista” (2018b: 9).5

La traducción de Benjamin articulada por Echeverría es un gesto de sublevación: un modo de encarar las catástrofes y desilusiones del siglo XX, de procesar sin contemplaciones los fracasos internos y también las derrotas de la izquierda, pero que, trascendiendo el presente dado y su historia, no deja de acechar orientaciones y posibilidades soterradas. Echeverría excava estratos de la historia moderna atento a la multiplicidad de pequeñas señales, desperdigadas y apenas perceptibles en medio del conformismo imperante, en las que fulguran indecisamente pasados posibles pero no realizados. En su texto de presentación de “Estado autoritario” de Max Horkheimer —otra de sus traducciones del alemán al español—, uno de los textos programáticos más radicales de la Escuela de Fráncfort escrito en medio del ocaso histórico de la Segunda Guerra Mundial, Echeverría destaca la influencia decisiva, aunque soslayada por algunas décadas, de la obra de Benjamin en aquella corriente intelectual, primordialmente en relación a la crítica del progreso. En este singular texto señala que frente al “desfallecimiento de la capacidad utópica”, extendida a partir de mediados del siglo XX y exacerbada durante la “vuelta de siglo”, el discurso crítico sería el único “capaz de detectar los puntos de quiebre o las zonas de fracaso de este conformismo que aparecen en las fisuras insignificantes o las disfuncionalidades periféricas del gran aparato; sólo él puede rescatar la pervivencia del sentimiento dirigido hacia la libertad. […] Inservible para la ‘disposición a la obediencia’, es un discurso que ‘expresa lo que todos saben pero se prohíben a sí mismos saber’: que ‘bajo los adoquines está la playa’ ” (Echeverría 2006: 25-26). 

En conexión con esta alusión al humor del 68, como es bien conocido, Echeverría sostuvo sistemáticamente, a lo largo de la década de 1970 e inicios de la de 1980, un cultivo autónomo y crítico, abiertamente antidogmático de la obra de Marx. El tipo de discurso crítico que perfila durante este periodo posteriormente fue redirigido a la gestación de una multifacética teoría de la modernidad. A continuación se presentan algunos puntos cardinales de esta teoría. El trazado de esta cartografía mínima, a pesar de sus simplificaciones, se orienta a reconocer en el lenguaje un ámbito de reflexión en el que aparecen claros destellos del pensamiento de Benjamin.

Excavar la modernidad

Las tesis filosóficas tituladas “Modernidad y capitalismo”, donde Echeverría condensa teóricamente sus ensayos incluidos en Las ilusiones de la modernidad (1997), pueden ser leídas como un punto nodal de su proyecto. El despliegue de estas tesis parte del reconocimiento de una difícil encrucijada, del arribo a una clausura aparentemente infranqueable para la imaginación utópica, por la que empieza a atravesar la historia contemporánea desde inicios de la década de 1990. Desmontando el esquema ideológico impuesto durante la segunda mitad del siglo XX, durante la denominada Guerra Fría, Echeverría (1997: 136-137) sitúa aquí dentro de un mismo campo dos variantes de capitalismo de Estado, la socialdemócrata —que tanto permeó en las democracias liberales occidentales— y la economía de planificación centralizada —replicada dentro del bloque soviético—. El núcleo compartido por aquellos supuestos dos mundos que se revelan en realidad como dos versiones de uno solo sería, siguiendo a Echeverría, la idea o superstición del progreso. Agotada ya la fuerza persuasiva del progresismo fundado en una concepción teleológica de la historia, lo que se habría despertado en las postrimerías del siglo XX son reacciones también aparentemente opuestas que, sin embargo, comparten el hecho de no constituir respuestas radicales o que enfrenten esta crisis desde su raíz: por un lado, el inmediatismo pragmático propio del neoliberalismo y, por otro, el atrincheramiento en nuevos fundamentalismos que se ven como aislados e intocados por el mundo moderno; o bien, la apología acrítica y la negación irracional. 

Frente a este cierre de caminos, Echeverría se propone indagar teóricamente, socavando las certezas que cimientan este bloqueo histórico, la posibilidad de una modernidad no capitalista cuya presencia se insinuaría por debajo de lo fáctico, en el plano de lo potencial, de lo no realizado históricamente pero no por ello menos posible. Para fundamentar la realidad de esta “potencia ambivalente” de la modernidad que persistiría detrás de sus diversas materializaciones históricamente transitorias, Echeverría recurre a una fórmula de Leibniz: “todo lo que es real puede ser pensado también como siendo aún solo posible”.6 Este guiño teórico que retrotrae la atención hacia las posibilidades de la modernidad anteriores a su concreción histórica efectiva, a su vez, se plantea como una polémica apenas velada frente a la influyente postura de Jürgen Habermas. Echeverría alude a ella cuando asienta que “la modernidad no sería ‘un proyecto inacabado’; sería, más bien, un conjunto de posibilidades exploradas y actualizadas desde una perspectiva y en un solo sentido, y dispuesto a que lo aborden desde otro lado y lo iluminen con una luz diferente” (Echeverría 1995: 137). Siguiendo la figuración visual contenida en este pasaje, alejándose de la luz directa y unívoca —cenital— de la Ilustración, a Echeverría le convocan más bien las sugerencias de luces indirectas, periféricas, prestas a revelar detalles inadvertidos y propiciar así el destello de realidades soterradas. Lo que Echeverría vislumbra son, pues, interrupciones antes que continuidades históricas. 

Para precisar el sentido de este tipo de indagación, cabe detenerse en la segunda de las tesis sobre “Modernidad y capitalismo”. Allí Echeverría define y distingue aquello que denomina el “fundamento”, la “esencia” y la “figura” de la modernidad. El fundamento o condición de posibilidad material de la modernidad remite a un cambio tecnológico radical: una expansión en la capacidad de la fuerza productiva que transforma las bases mismas a partir de las que el ser humano se relaciona con la naturaleza externa e interna. De manera especialmente acelerada a partir de la Revolución Industrial pero con antecedentes de larga data que hunden sus raíces no sólo en los inicios de lo que se conoce como la era moderna en el siglo XVI sino incluso mucho antes, aunque incipientemente, en el siglo XII, la humanidad habría alcanzado condiciones materiales que superan la condición básica de escasez relativa dentro de la que siempre se configuraron las sociedades tradicionales. Si la escasez, la situación de amenaza constante a la propia supervivencia, determinaba la necesidad de mantener vigente un “modelo bélico”, o estado permanente de guerra defensiva, en el modo en que el ser humano configura tanto su organización social como su relación con el entorno natural, con el advenimiento y posterior desarrollo de esta nueva condición tecnológica se torna concebible, por primera vez, “que la abundancia substituya a la escasez en calidad de situación originaria y experiencia fundante de la existencia humana sobre la tierra” (Echeverría 1995: 142).

El reto que supone para la humanidad asumir e interiorizar este profundo cambio en los cimientos de su existencia, esta posibilidad cierta de crear formas de vida humana liberadas de las coacciones materiales que siempre constriñeron la formación de todas las sociedades tradicionales, constituye la esencia de la modernidad. Como desafío y posibilidad permanente y anterior a toda materialización, esta esencia se distingue de las definiciones y formas concretas que ha adoptado la modernidad históricamente. En este plano esencial, “la modernidad se presenta como una realidad de concreción en suspenso, todavía indefinida; como una substancia en el momento en que “busca” su forma o se deja “elegir” por ella […]; como una exigencia “indecisa”, aún polimorfa, una pura potencia” (Echeverría 1995: 140)

Finalmente, más allá de este artificio teórico o idea reguladora, la figura de la modernidad se refiere a la pluralidad de “configuraciones históricas efectivas” que ésta ha conocido a lo largo de la historia. De todas éstas, la hegemónica, “ha sido hasta ahora la modernidad del capitalismo industrial maquinizado de corte noreuropeo: aquella que, desde el siglo XVI hasta nuestros días, se conforma en torno al hecho radical de la subordinación del proceso de producción/consumo al ‘capitalismo’ como forma peculiar de acumulación de la riqueza mercantil” (Echeverría 1995: 143). Pero el capitalismo como forma de organización de la actividad económica que procesualmente penetra, con distintas intensidades, en todas las esferas de la vida humana, no sólo no agota las posibilidades de la modernidad sino que, siguiendo a Echeverría, constituye una negación de su esencia: una desviación y traición de la conquista de la abundancia en la medida en que, para perpetuar la acumulación de capital, reproduce artificialmente nuevas condiciones de escasez. 

Ahora bien, la especificidad con la que se integra en la vida cotidiana el capitalismo está lejos de ser unívoca, subraya Echeverría. Son múltiples las maneras de lidiar con el sacrificio que implica para la vida social el imperativo de “valorización del valor”. Esta pluralidad de la figura capitalista de la modernidad es abordada por Echeverría a través de aquello que denomina, en su séptima tesis, los cuatro ethos modernos: el barroco, el realista, el romántico y el clásico, cada uno de ellos correspondiente a los distintos desarrollos del capitalismo que han primado, respectivamente, en el sur, el norte, el centro y el occidente europeos —y en el caso del ethos barroco, éste atañe no sólo al sur mediterráneo sino también a su reinvención latinoamericana tras la Conquista—. La distinción entre estos diversos modos de volver vivible la violencia fundante del capitalismo, que se han sucedido diacrónicamente en la historia pero que no dejan de imbricarse sincrónicamente en toda configuración actual de la modernidad, radica precisamente en el grado en que ocurre y en si se percibe o no dentro de ellos la subsunción del nivel “social-natural” de la vida social bajo la lógica abstracta del valor que se valoriza.7 Antes que describir cada uno de estos ethos modernos, lo único que interesa resaltar aquí es que ya desde su primera formulación Echeverría los representa como “estratos arqueológicos o de decantación histórica” (Echeverría 1995: 166). Así, la manera en que se aproxima a describir la diversidad del fenómeno global de la modernidad remite, de entrada, a la excavación de planos históricos como método.

A partir de esta distinción entre el fundamento o condición material-tecnológica, la esencia o permanente posibilidad soterrada y la figura o concreción manifiesta y plural de la modernidad, Echeverría define como tarea central del discurso crítico: “atravesar las características de la modernidad ‘realmente existente’ y desencubrir su esencia” (1995: 144). Es decir, horadar y socavar las configuraciones capitalistas concretas de la modernidad para propiciar la reconexión con sus alternativas latentes. Se trata, entonces, de profundizar en lo dado para permitir la emergencia de lo posible. Ciertamente, este tipo de indagación que penetra y desarregla lo existente en búsqueda de lo potencial supone también la revelación de la violencia oculta y destructiva sobre la que se fundan las diversas configuraciones de la modernidad. En este punto clave de la definición de su proyecto filosófico, el diálogo de Echeverría con Benjamin —específicamente con las Tesis sobre el concepto de historia y su conocida consigna de “cepillar la historia a contrapelo”— es explícito: “El lomo de la continuidad histórica ofrece una línea impecable al tacto y a la vista; pero oculta cicatrices, restos de miembros mutilados e incluso heridas aún sangrantes que sólo se muestran cuando la mano o la mirada que pasan sobre él lo hacen a contrapelo” (144). Esta revelación de heridas históricas es, sin embargo, inseparable de la activación de potencialidades negadas: se trata, insiste Echeverría, de “mostrar […] que por debajo del proyecto establecido de modernidad, las oportunidades para un proyecto alternativo —más adecuado a las posibilidades de afirmación total de la vida que ella tiene en su esencia— no se han agotado todavía” (144). 

Entre los varios caminos que este proyecto puede abrir y redescubrir, uno de ellos, inseparable de la traducción de Benjamin que aquí nos ocupa, remite a la posibilidad de quebrar la sujeción del lenguaje bajo el capitalismo. Como Echeverría ya deja asentado en la décimo primera tesis de “Modernidad y capitalismo” —y pronto desplegará ampliamente en el ensayo “El valor de uso: ontología y semiótica” con el que cierra su libro Valor de uso y utopía(1998)—, el rasgo distintivo del ser humano es el de crear su propio mundo y su identidad por medio del lenguaje. Durante la “larga historia de la escasez” esta autopoiesis sólo habría alcanzado a manifestarse dentro de los límites impuestos por la férrea necesidad de autoconservación y supervivencia. Con el advenimiento histórico de la modernidad se resquebrajaría esta contención en términos mítico-religiosos y, así, una “creatividad liberada en la esfera de las hablas cotidianas” las retaría a “intensificar y diversificar su capacidad codificadora” (Echeverría 1995: 185). Sin embargo, dentro de la figura capitalista que adopta predominantemente la modernidad, esta posibilidad habría sido reprimida y redirigida hacia el énfasis en los usos del lenguaje afines a la lógica de acumulación de capital. Bajo la compulsión del productivismo abstracto —abocado no a la creación de bienes sino a la acumulación de valor— dentro del que la naturaleza es reducida a objeto pasivo y dispuesto para ser explotado, ocurre una “reducción referencialista” del lenguaje o “una fijación obsesiva en la exploración apropiativa del contexto” (185) orientada al acopio de información. El imperio de la razón instrumental y su cientificismo pasan así a suplantar las sujeciones arcaicas impuestas sobre el lenguaje. 

Bajo tales condiciones, el inquietante recurso a la teología que signa las reflexiones de Benjamin en torno al lenguaje —aquello que Echeverría denomina su “misticismo lingüístico”— cobra especial relevancia.

Redimir la lengua

El acercamiento de Echeverría a la temprana teoría del lenguaje de Benjamin es altamente selectivo y estratégico. Lejos de analizar o reconstruir esta teoría, lo que hace es recoger de ella una noción enfáticamente no instrumental de la traducción que le permite apuntalar su confrontación a posicionamientos sustancialistas en torno a la identidad. Para comprender esta operación, cabe dar un paso atrás y revisar, con cierto detenimiento aunque sin pretensión alguna de exhaustividad, esta compleja dimensión del pensamiento de Benjamin. 

Plasmada en diversos escritos que, en su mayoría, Benjamin no publicó en vida, su teoría del lenguaje se origina como una reflexión mística que eventualmente se transfigura —no se anula o cancela— en términos materialistas. En “Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos” de 1916, una ampliación de lo que inicialmente fue una carta dirigida a su amigo Gershom Scholem, el gran estudioso de la tradición cabalística, Benjamin toma como modelo de reflexión —explícitamente no como “verdad revelada”— el primer capítulo del Génesis. Sin pretender elaborar una hermenéutica bíblica tradicional, su propósito es demostrar la “falta de validez y la vaciedad” de la “concepción burguesa del lenguaje”: aquella que lo reduce a medio de comunicación. Más allá de esa convencional esquematización del lenguaje en medio, objeto y destinatario, Benjamin apunta a recuperar una comprensión ontológica del lenguaje. Dentro de esa búsqueda, la palabra creativa de Dios, en tanto que idea reguladora, es asumida como el fundamento último de toda realidad. En la palabra divina, forma y sustancia, signo lingüístico y referente, constituyen una unidad plena. Y es de esta palabra suprema como surge el don otorgado exclusivamente al ser humano de conocer todo lo existente en la naturaleza a través del acto de nombrar. Dentro del relato judeo-cristiano mítico, en el estado de gracia paradisiaca, antes de la caída, hombre y naturaleza simplemente se comunican —el residuo silente de la creación divina en el que persiste una comunidad mágica “inmediata e infinita”— al sonido de los nombres. De la palabra divina, ese lenguaje puro, se deriva entonces la capacidad exclusiva del ser humano de conocer las manifestaciones de lo existente a través de sus nombres. Es más, “La Creación de Dios queda completa al recibir las cosas su nombre del hombre” (Benjamin 2007c: 149).

La caída de este lenguaje adánico ocurre, como se lee en el Génesis, tras la expulsión del paraíso. Desde entonces el nombre deja de ser la expresión que corresponde inmediatamente con el residuo silente de la palabra y se desata la confusa proliferación de lenguas representadas en el caos de la Torre de Babel. Las múltiples lenguas humanas caídas no pasan de ser convenciones lingüísticas o medios comunicativos acordados, todos ellos igualmente arbitrarios en relación con sus referentes de realidad. Este “parloteo”, esta arbitrariedad del signo lingüístico, señala el ocaso del lenguaje adánico de los nombres. Pero la posibilidad de redimir al lenguaje no desaparecería. Para empezar, señala Benjamin en “El lenguaje en general”, el hombre cuenta con la palabra del juicio. Aunque el acceso a los residuos de la creación divina estaría ya vedado por la vía de la inmediatez de los nombres, el juicio sobre el carácter artificial e infinito del juego de significaciones desconectadas de la creatividad de la palabra sería capaz de “elevar y purificar” al lenguaje. Este juicio sería, además, la raíz de la abstracción: si los nombres del lenguaje paradisiaco se fundan en los rastros silentes de la creación, el lenguaje abstracto se funda en la palabra del juicio. Adicionalmente, aunque inmersos en aquel parloteo vacío del lenguaje caído, ciertos lenguajes artísticos, apunta Benjamin, no dejan de ser capaces de traducir el silencio de la naturaleza, como en los casos de la pintura o la escultura, o incluso en un nivel más alto, de restablecer el lenguaje de los nombres, como puede ocurrir en la poesía.

Concibiendo el mundo como unidad indivisa, en la que la palabra divina se ha convertido, tras la caída, en una casi inaccesible comunicación interna o comunidad mágica de la materia, para Benjamin ya en 1916 la traducción es una vía de redención: “El lenguaje de las cosas puede en efecto entrar en el lenguaje del conocimiento y del nombre sólo por traducción: pero hay tantas lenguas como traducciones en cuanto el ser humano cae del estado paradisiaco, el cual, como es sabido, tenía sólo una lengua” (Benjamin 2007c: 157). Años más tarde, Benjamin retoma y extiende esta idea. Cuando traduce del francés al alemán los Tableaux parisiens de Baudelaire en 1921, redacta “La tarea del traductor”. En este ensayo, que desborda por completo los límites de un prólogo, Benjamin recurre de nuevo al tópico bíblico de la Torre de Babel y su representación de la pluralidad de lenguas humanas como imperfección y como desconexión de la palabra suprema y del lenguaje único. Sumido en este disgregado parloteo, la tarea por excelencia del traductor consiste en contribuir, aunque sólo fuere a un grado ínfimo, en la reconciliación de la totalidad de las lenguas humanas. Mucho más allá de trasladar información y significaciones de una lengua a otra, el cometido último del traductor es, para Benjamin, captar lo que persiste de lenguaje puro en una lengua particular para expresar en otra esa misma intención sagrada y, así, contribuir a la complementación entre lenguas. El original y su traducción constituyen, así, fragmentos de un lenguaje mayor que, como las piezas de la vasija rota de la creación —de acuerdo con la doctrina cabalística del Tikún—, deben ser reunificadas. El traductor que imagina Benjamin, lejos de preservar, debe trascender las barreras expresivas de su propio lenguaje para posibilitar el encuentro con la esencia divina que pervive en otro lenguaje. Se trata pues de extranjerizar la propia lengua para rozar aquella matriz que subyace, como origen sagrado, tanto a la lengua a ser traducida como a la propia lengua. 

La última formulación de estas reflexiones sobre el lenguaje se plasma a inicios de la década de 1930, cuando ya está acentuado un giro materialista en el pensamiento de Benjamin.8 Desde entonces, la facultad mimética, entendida como origen último del lenguaje, suplanta la idea de un lenguaje humano universal creado a imagen y semejanza de la palabra divina —lenguaje de los nombres que persistiría en medio de la degradación y empobrecimiento del lenguaje humano al nivel de la arbitrariedad del signo—. Con el antecedente inmediato de “La doctrina de lo similar” de inicios de 1933, Benjamin escribió en el otoño de ese año “Sobre la facultad mimética”, texto breve que él mismo consideró una lograda reformulación materialista de la reflexión teológica plasmada en “El lenguaje en general”. La capacidad de generar y reconocer semejanzas, el comportamiento imitativo —desplegado poderosamente en el mimetismo lúdico durante la infancia, en términos de la historia de la consciencia individual, o en las artes adivinatorias a partir de la lectura de estrellas, de entrañas o de danzas practicadas en la antigüedad, en términos de la historia colectiva—, sería un rasgo distintivo del ser humano a partir del que surge el lenguaje. El lenguaje hablado y escrito sería, piensa Benjamin en este punto, un inmenso y universal archivo vivo de semejanzas y correspondencias que si bien se manifiestan a través del plano comunicativo, simultáneamente, lo trascienden. Aunque ya no de manera inmediata a través de gestos corporales, sonidos o imágenes, como ocurre en el juego infantil o la magia arcaica, sino de un modo no sensible mediado por signos —como opera aquel lenguaje abstracto fundado en la palabra del juicio y ya no en el lenguaje silente de la naturaleza—, según Bejamin “el lenguaje vendría a ser el nivel más alto del comportamiento mimético, así como el archivo más perfecto de la semejanza no sensorial: un medio al que las fuerzas anteriores de producción y percepción mimética se fueron transvasando por completo hasta liquidar las de la magia” (Benjamin 2007b: 216).

Todas estas disquisiciones que parten de “El lenguaje en general” registran la permanente discusión de Benjamin con Scholem.9 En ellas, nociones clave y ligadas entre sí que recorren El libro de los pasajes, como son las de iluminación profana e imagen dialéctica, ya encuentran prefiguraciones fascinantes. La aparición fugitiva de revelaciones a través de medios profanos, esa fulguración de imágenes en los mundanos pasajes parisinos del siglo XIX, es concebida en “La facultad mimética”, por ejemplo, como el destello fugaz de correspondencias en ese otro medio profano que es el lenguaje reducido a su función comunicativa o semiótica: “lo mimetico del lenguaje solamente puede manifestarse en un tipo concreto de portador (al igual que la llama). Y ese portador es lo semiótico. De manera que el plexo de sentido que forman las palabras o las frases es justamente ese portador a cuyo través la semejanza se nos manifiesta de repente” (Benjamin 2007b: 216). Al igual que los artilugios materiales y las figuras sociales de una etapa anterior de la modernidad, aquel caleidoscopio de objetos y personajes obsoletos que se revuelven en los pasajes citadinos decimonónicos que Benjamin exploraba en los archivos de París, el lenguaje caído, el barullo comunicativo, puede ser el soporte de una revelación que se manifiesta en un instante. Muy diversos escombros profanos pueden servir como pararrayos o canales transmisores de ese tipo de iluminación. Pero ésta sólo ocurre cuando se genera un súbito encuentro dialéctico entre el presente y el pasado. El tiempo del ahora, el reconocimiento de la posibilidad mesiánica actual, opera en el Libro de los pasajes como una lámina transparente a través de la cual emergen a la vista destellos utópicos —rastros de lo posible y deseable aunque no realizado— irrigados en múltiples vestigios de una forma anterior de la modernidad, la que predominara en el siglo XIX. Años atrás, en “La tarea del traductor”, esta generación de imágenes dialécticas ya es pensada en el terreno del lenguaje. La versión traducida de un texto, su forma actual, debe apuntar a liberar en el original, su forma pasada, su carga todavía vigente de lenguaje puro. Y para alcanzar eso, la nueva versión traducida debe abrirse y ser afectada por la sintaxis y las palabras del original, no encubrirlas sino realzarlas: 

La verdadera traducción es transparente sin ocultar el original, no le quita la luz, sino que hace que el lenguaje puro, reforzado por la traducción, caiga más plenamente sobre lo que es el original. Algo que consigue sobre todo la literalidad en la transferencia de cuanto respecta a la sintaxis, que muestra que la palabra y no la frase es el elemento primordial del traductor. Pues la frase es el muro ante la lengua del original; lo literal es la arcada (Benjamin 2010: 19).

Si la reconstrucción del significado de una oración de una lengua en otra se desenvuelve dentro de los límites externos del lenguaje, sólo en su nivel comunicativo, detenerse y adentrase en la peculiaridad de las palabras y su sintaxis y procurar incluso reproducirlas bordeando la literalidad, extranjerizando así la propia lengua, abre un pasaje hacia la experiencia primigenia del acto de nombrar. Así como Benjamin ingresa en los pasajes citadinos decimonónicos en búsqueda de la protohistoria o los orígenes utópicos de la modernidad, lo que había propuesto antes de embarcarse en aquel proyecto es el ingreso en otra lengua al acecho del origen sagrado del lenguaje.

Además de resonar en El libro de los pasajes, la teoría del lenguaje de Benjamin se manifiesta como un eco en su artículo “El problema de la sociología del lenguaje” de 1935. Este encargo para la revista del Instituto de Investigaciones Sociales, dirigido por Horkheimer, presenta un estado del arte de las discusiones científicas coetáneas en el campo de la lingüística, sobre todo en Francia y Alemania. Aunque sólo se trató de una tarea remunerada que le resultó farragosa, en su revisión de esta literatura especializada, interesantemente, Benjamin destaca las elaboraciones teóricas e investigativas que reconocen, por vías distintas pero confluyentes con sus especulaciones, al lenguaje en su dimensión expresiva y ontológica, no instrumental. Un ejemplo significativo son las palabras que recoge sobre los resultados de una investigación empírica y con las que cierra su artículo: “En cuanto el hombre [sic] se sirve del lenguaje para establecer una relación viva consigo mismo o con sus semejantes, deja el lenguaje de ser nada más que un instrumento, nada más que un medio, y es una manifestación, una revelación de nuestro ser más íntimo y de los lazos psicológicos que nos vinculan con nosotros mismos y con nuestros semejantes” (Benjamin 1999: 194)

En contraste con este tipo de acercamientos, los trabajos inscritos en el ámbito de la lógica formal o la semántica del lenguaje, a pesar de todo su valor e interés, insiste Benjamin, correrían el riesgo de reducir la comprensión del lenguaje a su nivel de medio comunicativo. Esta preeminencia del plano instrumental del lenguaje olvidaría su cualidad de matriz creativa. Adicionalmente, un segundo flanco de la crítica de Benjamin en este artículo apunta a las derivas racistas y nacionalistas en la ciencia del lenguaje, particularmente en Alemania. Con la ascensión del nacionalsocialismo al poder como trasfondo, Benjamin ataca directamente la vinculación formulada por ciertos autores contemporáneos a él entre la idea de la expresión del ser en el lenguaje y categorías como pueblo, raza o incluso nación que tan fácilmente pueden deslizarse hacia la afirmación de sentidos de pertenencia atávicos y excluyentes.

Echeverría parece retomar directamente este hilo argumental para fundamentar, desde su propia experiencia histórica, una crítica frente a nuevas reivindicaciones identitarias de carácter ahistórico o sustancialista. El núcleo de lo expuesto en “Sobre el lenguaje en general” consiste, sintetiza Echeverría, en la afirmación de que el ser humano “no sólo habla con la lengua, se sirve de ella como instrumento, sino, sobre todo, habla en la lengua, es el ejecutor de uno de los innumerables actos de expresión con lo que el lenguaje completa su perspectiva de verdad sobre el ser, se cumple como una sola sabiduría siempre finita” (Echeverría 1995: 60). Así rearticulada, la temprana formulación teológica de la teoría del lenguaje de Benjamin es expresada en términos seculares. Se podría incluso argumentar que aquí Echeverría traza una dirección distinta pero afín a la que el propio Benjamin recorre desde “El lenguaje en general” hasta “La facultad mimética”. No desde la noción de mímesis, sino recurriendo a la semiótica y el existencialismo —teorización que, como ya se apuntó, se despliega en “Valor de uso: ontología y semiótica”—, Echeverría entiende al lenguaje como fuente creativa o matriz desde la que toda identidad individual y colectiva se constituye históricamente.

Asimismo, el lenguaje entendido como “totalización del conjunto de las hablas”, en términos de Echeverría, presupone un lenguaje universal anterior a todas las manifestaciones particulares del lenguaje. Al respecto, bajo el influjo de Benjamin, Echeverría retoma también el tema bíblico de la Torre de Babel pero le da un giro distinto. Prescindiendo de la idea de dios como fundamento último de aquel lenguaje total, para el filósofo latinoamericano los usos específicos de cada lengua particular —cada “subcodificación” del “código general” de lo humano— ponen en juego la constitución de identidades. Así, en lugar de la confusión y barullo de un lenguaje caído, la diversidad de lenguas humanas constituye, desde su mirada, el terreno por excelencia del mestizaje cultural. Al destruir teóricamente todo atrincheramiento defensivo en la identidad propia, Echeverría entiende como condición de posibilidad de constitución de la identidad en el lenguaje la apertura radical hacia el otro. “La identidad ha sido verdaderamente tal o ha existido plenamente cuando se ha puesto en peligro a sí misma entregándose entera en el diálogo con las otras identidades; cuando, al invadir a otra, se ha dejado trasformar por ella o cuando, al ser invadida, ha intentado transformar a la invasora. Su mejor manera de protegerse ha sido justamente el arriesgarse” (Echeverría 1995: 61).

En esta línea, contra Heidegger y su presuposición de que la lengua alemana sería superior a otras para la actividad filosófica, Echeverría defiende, con Benjamin entrelíneas, un “pensar occidental” ligado al “desasosiego enriquecedor de pensar en otras lenguas” (1995: 88-89). Resistente a “obedecer al discurso (texto) mítico de una lengua singular, que lo conectaría al suelo, la tierra o el piso de la ‘verdad’ comunitaria”, para Echeverría la lengua del pensar occidental “es la lengua universal imposible, es decir, la lengua que sólo existe en calidad de su-puesta bajo el entrecruzamiento siempre cambiante de traducciones y retraducciones (‘traiciones’ y ‘re-encuentros’) de lo dicho en múltiples lenguas” (89).

Partiendo de este ataque directo a la ideología del nacionalsocialismo, Echeverría apunta a desarticular todo fundamentalismo identitario en contextos extra europeos: “aunque parezca extraño y fuera de lugar, este pueril chauvinisme linguistique está emparentado con el fenómeno frecuente —muy explicable dentro de los episodios de “descolonización” de la segunda postguerra— de la reivindicación resentida de lo propio oprimido como ‘ontológicamente’ mejor que lo extraño opresor” (Echeverría 1995: 88). Desde una de las periferias globales y frente a los nuevos fundamentalismos que resurgen a finales del siglo XX, Echeverría entiende la afirmación de identidades autorepresentadas como arcaicas o premodernas como recurso defensivo, frecuentemente desesperado, ante las múltiples exclusiones que experimentan “los pueblos periféricos”. En contraste, señala que tal atrincheramiento identitario sería “inexcusable” cuando se afirma en las sociedades del centro del poder económico y político mundial. Tras el colapso del capitalismo de Estado y la destructividad que entraña el tipo de modernización impulsada desde las potencias occidentales —la devastación ecológica sería para Echeverría un ejemplo especialmente relevante—, lo único consistente desde aquellos espacios geopolíticos sería la “autocrítica implacable que fue siempre la clave de la vitalidad de la cultura occidental” (Echeverría 1995: 65). Autocrítica que, sin embargo, “aparece sumamente debilitada en la Europa de este fin de siglo” con la proliferación de “una reivindicación folclorizante de las distintas identidades nacionales europeas” (68).

Por detrás de aquellos reaccionarismos nacionalistas, en realidad se afirmaría la homogeneización propia del “universalismo abstracto”, o bien, la imposición de la lógica mercantil capitalista sobre toda singularidad sociocultural, sobre todos los “objetos cotidianos y los procesos de trabajo y de disfrute” (Echeverría 2010: 164). A este falso universalismo, Echeverría opone un “universalismo concreto”: la peculiaridad compartida por todo ser humano de crear sus propias formas de socialidad o sus propias figuras de identidad. Este rasgo distintivo de lo humano, asimismo, remite a lo que Echeverría conceptuó como la dimensión cultural. Es decir, al “cultivo crítico de la identidad” que, contra toda ilusión de permanencia y resguardo defensivo, implica “aventurarse al peligro de la ‘pérdida de identidad’ en un encuentro con los otros realizado en términos de interioridad o reciprocidad” (164). Definir la cultura como “cultivo dialéctico de una identidad que sólo se reproduce en la medida en que se cuestiona” conduce a comprender la historia cultural como un proceso permanente de mestizaje, o bien, como el decurso incesante de un “juego que arriesga la propia identidad en la interpenetración con otras” (Echeverría 1995: 68)

Una figura arquetípica de este mestizaje cultural en la historia moderna es, siguiendo a Echeverría, el de Malintzin. Entre 1519 y 1520 esta singular mujer nahua fungió de traductora o lengua —como escribían los cronistas— entre el emperador mexica Moctezuma y el conquistador español Hernán Cortés. En este momento clave de la Conquista se habría expresado intensamente el gesto de “‘abrirse’ a los otros y retarlos a que ellos también se ‘abran’ ” (Echeverría 2010: 165)

Justamente en “Malintzin, la lengua”, capítulo inicial de La modernidad de lo barroco, quizás el libro más citado de Echeverría, se plasma más de un indicio de su traducción de Benjamin. Como si se tratara de una continuación extraeuropea del programa cifrado en las Tesis sobre el concepto de historia, testamento intelectual de Benjamin escrito a mitad de la noche del siglo XX, la brillante y avezada Malintzin resurge desde el pasado como imagen de resistencia a la violencia traumática de la Conquista de América, momento originario en el que la modernidad capitalista alcanza una dimensión propiamente planetaria. Con su exploración, Echeverría rescata para el presente la osadía de una mujer que contraviene el poder de los representantes de dos imperios y, con su desacato, le abre paso, aunque sólo sea de manera efímera, a la transformación mutua de dos formas o versiones de lo humano profundamente distintas. Se trata de dos “universos lingüísticos” afincados en “las dos opciones básicas de historicidad del ser humano: la de los varios ‘orientes’ o historicidad circular y la de los varios ‘occidentes’ o historicidad abierta” (Echeverría 2005: 20). Debido a la lejanía e incluso incompatibilidad entre estas dos grandes subcodificaciones del código de lo humano, descritas por Echeverría en un admirable grado de abstracción, el reto que enfrentó Malintizin fue inmenso. Con “sabiduría y audacia”, subraya Echeverría, ella “reconoció que el entendimiento entre indígenas y europeos era imposible en las condiciones dadas; que, para alcanzarlo, unos y otros, los vencedores e integradores no menos que los vencidos e integrados, tenían que ir más allá de sí mismos, volverse lo que no eran” (1995: 25). A base incluso de mentiras y tergiversaciones deliberadas, es decir, del irrespeto a la conservación del código cultural de ambas partes, Malintzin en la versión de Echeverría pugna por una creación cultural nueva. Tentativa que, aunque desde luego es derrotada, prefigura un tipo de mestizaje cultural —propagado a marchas forzadas desde los estratos sometidos de las sociedades latinoamericanas más ampliamente a partir del siglo XVII— “destinado a trascender tanto la forma cultural propia como la forma cultural ajena, para que ambas, negadas de esta manera, puedan afirmarse en una tercera, diferente de las dos” (25). La “codigofagia”, el mestizaje radical que practica Malintizin constituye entonces una práctica ejemplar de aquella universalización concreta de lo humano que, una y otra vez, ha sido derrotada por el avance del universalismo abstracto, la homogeneización cultural servil al capitalismo, en la historia efectiva de la modernidad.10

Como epígrafe para “Malintzin, la lengua”, intrigantemente Echeverría inserta una cita presentada en alemán y en español que, casi con certeza, proviene de “La tarea del traductor” (Benjamin 2010: 9-22). Se trata de esta frase, incluida por Benjamin en su ensayo, de Rudolf Pannwitz: “nuestras traducciones parten de un falso principio: quieren germanizar lo hindú, griego, inglés, en lugar de induizar, grequizar, anglizar lo alemán”.11 Como no es infrecuente en sus epígrafes, Echeverría oculta enigmáticamente su proveniencia. Pero en este caso puntual, se podría arriesgar la conjetura de que la decisión de omitir la fuente de la cita pudo tener un propósito muy específico. Evitar una referencia explícita a “La tarea del traductor” supone dejar fuera de vista el fondo teológico que permea de principio a fin aquella pieza de Benjamin. Al igual que el ajedrecista representado en la primera de las Tesis sobre el concepto de historia, Echeverría parecería, entonces, optar por esconder un fondo teológico, propiamente mesiánico, en su argumentación materialista. Pero, sin duda, al igual que en el caso de Benjamin, se trata de un gesto mesiánico radicalmente materialista: la figura redimida aquí es la de una mujer histórica que, en tanto que traductora, se erige en mito. El de la “dominada que domina” encarna el mito o historia ejemplar de “la entrega de uno mismo como reto para el otro” y no como su anulación (Echeverría 2005: 28). “Moderno, pero no capitalista, el mito de la Malintzin, sería un mito actual porque apunta más allá de lo que Sartre llamaba ‘la historia de la escasez’, una historia cuya superación es el punto de partida de la modernidad que se ha agotado durante el siglo XX y cuyo restablecimiento artificial ha sido el fundamento de la forma capitalista de esa modernidad” (28). 

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Imagen de portada: Lienzo de Tlaxcala

Texto original en Acta poética, Vol 41, Núm. 1 (2020)

Notas al pie:

  • 1 Investigación auspiciada por el Programa de Becas Postdoctorales, DGAPA, UNAM. Asesoría de la Dra. Silvana Rabinovich.

  • 2 En 1968 traduce El capitalismo del desperdicio de Adolf Kozlik. En 1970, formando una saga con la traducción de “El autor como productor”, traduce seis textos de Brecht incluidos en la antología Estética y marxismo editada por Adolfo Sánchez Vázquez: “El goce artístico”, “El formalismo y las formas”, “La efectividad de las antiguas formas de arte”, “Sobre el modo realista de escribir”, “Novedades formales y refuncionalización artística”, “Del realismo burgués al realismo socialista”. En 1974 traduce los Cuadernos de París de Karl Marx, publicación editada también por Sánchez Vázquez. En el mismo año, en el marco de la presentación de su tesis de licenciatura, traduce las Tesis sobre Feuerbach. Ver al respecto el estudio biográfico de Stefan Gandler (2007: 112, 114-115). Por último, en 1980 Echeverría traduce “Estado autoritario” de Max Horkheimer, uno de los textos programáticos de la Escuela de Fráncfort publicado en 1942 en un número especial de la célebre Revista de Investigación Social que, justamente, rinde homenaje a Benjamin.

  • 3 Javier Sigüenza (2015) rastrea las otras traducciones al español publicadas de “El autor como productor” y de las Tesis y, en ese marco, destaca los aportes decisivos de Echeverría como comentarista y sobre todo como crítico. Ignacio Sánchez Prado (2010), por su parte, también elabora una sugerente lectura de Echeverría que sitúa su obra en el contexto más amplio de la recepción de Benjamin en América Latina.

  • 4 “Las utopías del siglo pasado han desaparecido y han dejado un presente cargado de memoria pero incapaz de proyectarse en el futuro. No hay a la vista ningún ‘horizonte de expectativa’. La utopía parece una categoría del pasado —el futuro imaginado por un tiempo superado— porque ya no pertenece al presente de nuestras sociedades. La historia misma se muestra como un paisaje de ruinas, un legado viviente de dolor” (Traverso: 34).

  • 5 Refiriéndose a “Registros y recuerdo”, texto breve de Benjamin redactado hacia 1932, Didi-Huberman enfatiza la posibilidad de “actualizar, descubrir cierto pasado que el estado presente quería mantener prisionero, ignorado, enterrado, inactivo. Dicho en pocas palabras, en los levantamientos la memoria arde: consume el presente, y con este, cierto pasado, pero descubre también la llama escondida bajo las cenizas de una memoria más profunda” (Didi-Huberman 2018b: 36).

  • 6 El interés en Gottfried Leibniz, como exponente del tipo de pensamiento propio del barroco siglo XVII, gestado con anterioridad a la Ilustración pero que no deja de atravesarla subrepticiamente, se presenta de nuevo y se amplía en la exploración sobre “La actitud barroca en el discurso filosófico moderno” (Echeverría, 2005). A “contracorriente de la marcha del progreso”, señala allí Echeverría, en lugar de suprimir por completo y desterrar la idea de Dios supuesta en la teología, tal y como procura hacerlo problemáticamente el discurso ilustrado con su “epistemologismo humanista” o cientificismo —plenamente afín en el plano cognitivo a la apropiación capitalista del mundo—, aquella corriente marginal y vencida se plantea su redefinición radical. En síntesis, la obra divina pasa a ser concebida, dentro de este barroquismo filosófico, como una realidad en estado de gestación, incompleta, necesitada de la actividad humana para llegar a ser. Si “la singularidad del mundo real está en proceso de configurarse”, lo existente pasa entonces a ser concebido como una posibilidad entre otras que permanecen latentes. “El intento de Leibniz, pensamiento y ejemplo, muestra al discurso crítico un modo de salir de la asfixia a la que le condena la aceptación del carácter insustituible de la modernidad establecida. La suya fue una modernidad que se quedó en el camino pero que nos ilustra acerca de que la que está ahí, la ‘realmente existente’, no fue en el pasado la única posible, ni lo es en el presente” (118).

  • 7 Para una ampliación detallada de esta teorización de Echeverría ver las secciones “El concepto de ethos histórico” y “El hecho capitalista y el cuádruple ethos de la modernidad”, en La modernidad de lo barroco (Echeverría 2005: 161-172).

  • 8 Benjamin sintetiza la temprana formulación de su teoría del lenguaje y la relaciona con su posterior desarrollo en el fragmento, tampoco publicado en vida, traducido al inglés como “Antithesis Concerning Word and Name” [1933] (1996).

  • 9 Para inicios de la década de 1930, este intercambio intelectual ya se encontraba tensionado por las inclinaciones marxistas de Benjamin alimentadas por su amistad con Brecht y también por su vinculación, a través de Adorno, su anterior discípulo, con el círculo de lo que posteriormente se conocería como la Escuela de Fráncfort (Eiland y Jennings, 2014).

  • 10 Para una investigación actual, detallada y de largo aliento, sobre Malintzin que ofrece múltiples elementos que complementan y permitirían ampliar la mirada de Echeverría sobre esta cautivadora figura histórica, ver Townsend (2016).

  • 11 “‘Nuestras traducciones, incluidas sin duda las mejores, parten de un principio equivocado. Quieren que lo indio, que lo inglés o lo griego quede convertido en alemán, en vez de que lo alemán se vuelva indio, o inglés o griego. Respetan más los propios hábitos lingüísticos que no el espíritu de la obra extraña…’” (Benjamin 2010: 21).

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Álvaro Campuzano Arteta. Doctor en literatura por la Universidad Nacional Autónoma de México. Autor del libro La modernidad imaginada. Arte y literatura en el pensamiento de José Carlos Mariátegui (Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2017), prologado por Michael Löwy. Ha publicado artículos y capítulos de libros en Ecuador, España, México, Argentina, Estados Unidos y Colombia. Acaba de terminar un postdoctorado en la UNAM. Su trabajo de investigación se desenvuelve entre los campos de la historia intelectual y los estudios literarios.