Caída y lapso

David García Casado

Publicado el 2021-01-24

Lo irrevocable no es, pues, en modo alguno, o no solamente, el hecho de que lo que ha tenido lugar ha tenido lugar por siempre jamás: es, quizás, el recurso —ciertamente, extraño— que utiliza el pasado para advertirnos (con cuidado) que está vacío y que el vencimiento —la caída infinita, frágil— que designa, ese pozo infinitamente profundo en el que, de haberlos, los acontecimientos caerían uno tras otro, no significa más que el vacío del pozo, la profundidad de lo que carece de fondo. Es irrevocable, indeleble, sí: imborrable, pero porque nada está inscrito en él.

Maurice Blanchot, El Paso (no) más allá. 


La caída es inevitable e imparable, estamos siendo arrojados al (a lo) vacío lentamente hasta que nuestras células se fundan por completo con el resto de partículas del universo —hasta ser menos que polvo, la infinitesimal cualidad de lo invisible. Nuestro destino es invisible, ser pura ausencia, ser en off, una presencia que es, en sí, fuga.

La caída parece darse siempre desde algún lugar, pero si de donde caemos fuera desde el propio suelo que ahora pisamos entonces estaríamos cayendo sin cesar hacia el propio lugar que habitamos, sin habitarlo en realidad - simplemente cayendo en él.

Hay en nuestra lengua una cierta obsesión con la razón o la causa de una caída, como si un momento determinado fuera el motivo de nuestra zozobra, el accidente, el desencadenante del desastre, de lo irrevocable, lo irreparable.

El uso reflexivo en español del verbo caer (“caerse”) parece reforzar esta idea. María Moliner (1) nos recuerda que “se emplea exclusivamente la forma «caerse» cuando se piensa especialmente en el momento, la causa o el lugar del desprendimiento, o la caída es brusca o instantánea”. También el dativo: “Se me cayó”, es una manifestación por excelencia de lo accidental.  El verbo “acaecer”, suceder (hacerse realidad), comparte etimología con “accidente”, una realidad que es irrevocable, un momento puramente desplegado a partir del cual ya no se puede volver atrás.

Pero no solo el accidente —el desastre (2)— es irrevocable. La caída es en sí también absolutamente irrevocable porque, si fuera posible lo contrario, estaríamos no obstante cayendo hacia el momento en el que aquella empezó; y —más allá de la supuesta genealogía judeocristiana de la caída, del Génesis, como momento cero, principio de nuestro destino irrevocable (3)— es esta una búsqueda fútil, proyectada al infinito. 

Afectados por un profundo horror vacui, en la búsqueda imposible del origen de la caída, aboliríamos el tiempo, haciendo de éste una noción completamente absurda, sin referencia, pues no habría forma objetiva de determinar el primer momento de nuestro vuelco. Sin ese momento no sería posible medir el transcurso de nuestro desprendimiento, no se daría un instante tras otro (medida del tiempo) sino un acaecer en presente. 

Según Blanchot: “del tiempo sólo quedaría, entonces, esa línea que hay que franquear, ya siempre franqueada, infranqueable no obstante y, con respecto a «mí», no situable. La imposibilidad de situar dicha línea: quizás eso es lo único que denominaríamos el «presente».”(4)

Lapso/Lapsus

Lapso. Préstamo (s. XVI) del latín lapsus ‘deslizamiento, caída’, ‘acto de correr o deslizarse’, derivado de labi ‘deslizarse, caer’. Del mismo origen que lapsus (V.), se ha especializado aplicándose al tiempo (lapsus temporis ‘paso del tiempo’).(5)

¿Sería posible un “ser en lapso”, permanecer en un intervalo esencialmente vacío en el que la línea del presente no pueda ser nunca fijada? ¿Podríamos abolir así el espacio y el tiempo, poseer una conciencia que habitara en ese estado de incertidumbre del acaecer, en un devenir como caída hacia nosotros mismos? Tal devenir partiría de asumir el deslizamiento, un reconocimiento de lo inevitable de la caída en la que los signos no se usarían más como unidades estables con permanencia para fijar posiciones de la conciencia sino más bien como fogonazos, la emisión sensible de nuestra experiencia de la caída(6).

La interpretación o lectura de los signos no conllevaría una búsqueda de reconocimiento de sentido sino la pura observación del índice de nuestra relación con la caída: si nos queremos aferrar a una idea del presente con una consciencia que busca reconocerse como forma separada —ser algo que cae hacia algún lugar y en algún tiempo único, estable— o si nos entregamos plenamente a la caída, a nuestra permanente e inevitable zozobra, si nos entregamos a la impermanencia. 

Jacques Derrida nos recuerda que “la ausencia y el signo [...] están pensados como los accidentes y no como la condición de la presencia deseada. El signo siempre es el signo de la caída.” (7)

El llamado “lapsus” del lenguaje en cualquiera de sus variantes, el verbal lapsus linguae, el escritural lapsus calami, el mental lapsus memoriae... revelan a menudo ese deslizamiento, el tirón de la consciencia por la que, al no acertar a decir lo que se pretende, se manifiesta indirectamente que hay un quiebre entre materia y espíritu; que mientras una se revela –en el impacto material de lo real– , el otro permanece en suspensión –en caída– en algún lugar al que no se nos permite acceder salvo en determinadas circunstancias en las que nuestro sentido del yo pierde fuerza (como en el sueño, en ejercicios de automatismo, en estados de vigilia prolongada y en ciertos ejercicios de meditación, etc). 

Aunque la promesa de tales estados de conciencia alterada sea atractiva, no deja de ser por otro lado una forma de huida de nosotros mismos, “la muerte fuera de la muerte”(8). Regodeándonos en la caída y negando la posibilidad del accidente estaríamos instalados en un limbo, eliminando el lapso, la posibilidad de un espacio para lo accidental, para fijar un presente cualsea, fallando en reconocer el magnetismo de lo material, nuestro instinto de tocar el suelo, de frenar la caída bajo nuestra inscripción en el territorio de lo común donde los signos se comparten y se intercambian, donde la caída se hace múltiple.(9) 

Parece entonces que el único modo de evitar este dualismo (materia/espíritu, caída/colisión) sería el de ser conscientes de lo ilusorio de cualquier permanencia de los signos y también de lo imposible  de negar nuestra pulsión hacia ellos, su colisión/inscripción en el terreno compartido de la multitud, de lo humano. 

Por otro lado, habría de abandonarse la idea de una liberación basada en la pretensión de instalarnos en una forma abstracta de espiritualidad que quiera evitar a toda costa la aparatosa y calamitosa relación con los signos. Nuestra única posibilidad de establecer un devenir que no escamotee el presente  —cualsea— parece encontrarse en el simple atestiguar la caída, permaneciendo en ella con una disposición de apertura hacia los signos que con nosotros caen.

And if I wish to stop it all.

And if I wish to comfort the fall

it’s just wishful thinking. (10)

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[1] María Moliner, Diccionario de uso del español.

[2] Maurice Blanchot, La escritura del desastre.

[3 La “caída” de Adán y Eva.  

[4] Maurice Blanchot, El Paso (no) más allá.  

5] Definitions from Oxford Languages

[6] Lo que llamamos “arte”.  

[7] Jacques Derrida, De la gramatología.

[8]   Maurice Blanchot, La escritura del desastre.  

[9] “Siempre caen varios, caída múltiple, cada cual se sujeta a otro que es uno mismo”. Maurice Blanchot, La escritura del desastre.  

[10] Y Si deseara pararlo todo, si deseara acomodar la caída, es tan solo una ilusión. China Crisis, “Wishful thinking”, del álbum Working with Fire and Steel – Possible Pop Songs, vol. II, 1983.