Veo palabras, oigo voces: sobre la grafomanía o el impulso irrefrenable de escribir
Dora García
Publicado el 2016-08-28
La primera vez que vi el trabajo de la poeta americana Hannah Weiner (1928-1997) fue en la exposición “Source Amnesia”, comisariada por Margit Säde para OSLO10 en Basilea. En una de las vitrinas de la exposición estaba dispuesto Clairvoyant Journal, un libro publicado en 1978. En la primera página del libro, Hannah Weiner explica que su Clairvoyant Journal había sido escrito a partir de la transcripción de textos -palabras, frases- que ella veía «en su propia frente, en la frente de otros, en el muro, o simplemente flotando en el aire. A veces estos textos tienen texturas muy precisas, como de piel de perro, o son de colores brillantes, como naranja o fucsia». Estos textos aparecían en tres formatos caligráficos diferentes: mayúsculas, cursivas o redondas. Además estos tres tipos de caligrafía ocupan el espacio de la página de modos extraños, superponiéndose entre ellos, adquieren tamaños diferentes, trazan curvas, evocan sonidos o forman estructuras gráficas similares a las del Letrismo o el Futurismo.
En los textos de Weiner, aquello que aparece escrito en mayúsculas parece corresponder a exclamaciones y órdenes, las cursivas se relacionan con comentarios y observaciones, y las redondas describen el monólogo interior del autor. Esto, curiosamente, es un patrón que aparece a menudo en la descripción que los que escuchan voces: voces que ordenan (que a veces son agresivas, desagradables e intimidatorias); voces que comentan las acciones de quien las escucha y que evocan al comentarista deportivo (comentario que puede ser también malévolo o sarcástico, a veces inofensivo, y en ocasiones reconfortante); también puede ser una voz que reflexiona o que responde a las anteriores y que puede identificarse con el monólogo interior, es decir con la del propio escuchador, en otras etapas de su vida como la niñez.
Es importante anotar aquí que (…) las voces que imparten órdenes son el tipo más común de “voz” escuchada por los llamados “escuchadores de voces”, lo que nos permite ver una continuidad en la escucha de voces que se remonta a miles de años atrás. (…) En alemán, hören (oír) se conecta con gehorchen (obedecer), del mismo modo que el término griego para “oír” se relaciona con el término “obedecer”. Rojcewicz & Rojcewicz apuntan también que el latín oboedire (obedecer) viene de obaudire (escuchar desde abajo) y de audire (escuchar). Las palabras rusas y hebreas para “escuchar” y “obedecer” son igualmente idénticas. No sorprende por tanto que Straus llegue a la conclusión que, en el acto de escuchar, se sugiere la noción de obediencia. Esto es especialmente interesante, dada la prevalencia de voces que profieren órdenes entre los escuchadores de voces. (1)
Hannah Weiner nunca consideró que sus visiones de lenguaje fueran un problema, al contrario las consideraba un don, un regalo, especialmente útil en tanto que poeta. En una entrevista, dice:
Empecé a ver palabras en agosto de 1972. Las vi durante un año. Estaban por todas partes, me salían del pelo y de las uñas y de cualquier parte. Finalmente recibí un mensaje en el Village Voice, durante un retiro de Satchidananda, a donde fui a verle. Y le escribí una o dos notas y Satchidananda escribió grandes palabras en mi frente […]
Clairvoyant Journal tiene pues tres voces. Las palabras en mayúscula dan instrucciones, las cursivas, comentan y las redondas, simplemente son yo misma tratando de sobrevivir al día. Fue realmente increíble el escribir de ese modo. […]
Sí, siempre he sentido que para mí era lo mejor… Quiero decir, ¿Cómo no ser vanguardista si eres la única persona en el mundo que ve palabras?
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El análisis de la escritura -la grafología- ha sido considerada como la forma más eficaz de identificar los secretos mecanismos del alma; mientras que la grafomanía era considerada su versión degenerada. El término “grafomanía” deriva del término “grafología”, que fue acuñado en los primeros años del siglo XIX por el abad Jean-Hippolyte Michon para referirse al estudio sistemático y la interpretación de la escritura manuscrita, descrito por algunos psicólogos como «el método proyectivo más antiguo, desde que los chinos lo utilizaron para el estudio del carácter en el siglo XI». Entonces la grafomanía podría ser el lado oscuro de la grafología, una afección patológica por la que el afectado es poseído por «un deseo obsesivo de escribir, que resulta típicamente en composiciones repetitivas, irracionales y sin criterio», según el historiador de la literatura Andrew McCann.
Hacia 1890, este discurso estableció un vínculo entre autoría y alteridad que contaminaba cualquier debate sobre la relación entre creación literaria y salud mental. El más conocido fue el que encendió el libro Degeneración (Entartung, 1892) de Max Nordau, un compendio de malestares finiseculares en el cual aparece una confrontación entre la literatura irracional de los grupos de vanguardia y las inclinaciones culturales del “pueblo sano y genuino”. Nordau caracterizaba lo literario como el lugar de lo patológico, claramente influenciado por la obra El genio y la locura (1864) de Cesare Lombroso.
Lombroso escribe que aquellos que sufren de grafomanía «tienen una convicción exagerada de su valía, mérito personal e importancia, con la peculiar característica de que esta opinión se muestra en la escritura más que en la palabra hablada o en las acciones» de modo que «llenan volúmenes y más volúmenes con textos, sin sentido ni saber, prolijos en lugares comunes, con una gran pobreza de estilo e ideas, abusando de los signos de interrogación y exclamación, firmando en cada página y utilizando palabras inventadas por ellos mismos, como el caso de los monomaníacos».
No podemos evitar señalar que algunas características textuales que Lombroso atribuye a la debilidad mental (como los neologismos y la prolijidad) son idénticas a las que se adscriben a la literatura de vanguardia. Especialmente revelador, en este sentido, es el estudio que el historiador de literatura Lucas Marco Gisi realiza sobre los informes psiquiátricos del gran (grandísimo) escritor suizo Robert Walser:
El estudio más exhaustivo de la enfermedad mental de Robert Walser fue el realizado por cuatro psiquiatras alemanes (Stephan Partl, Bruno Pfuhlman, Burkhard Jabs y Gerald Stober). Quienes, apoyándose en los informes médicos originales, diagnosticaron a Walser como esquizofrénico catatónico, según la clasificación internacional de desórdenes mentales ICD-10, con una catatonia de conducta y lenguaje. Esta “enfermedad” tuvo un gran impacto en la producción literaria de Walser: las grafías fueron haciéndose cada vez más diminutas y el autor parecía tener serios problemas para completar las frases con un punto. Los textos escritos por Walser en los años 20 del siglo pasado apuntan a estas dos formas de catatonia. Por una parte, la catatonia de conducta se revela en la incapacidad de Walser de acabar las frases, en las extrañas aliteraciones, los neologismos, la dificultad de llegar a conclusiones, la interpenetración de temas y las paradojas dialécticas. Por otra parte, la catatonia del lenguaje aparece en la imposibilidad de aplicar filtros a la producción del texto, lo que provoca insertos temáticos inesperados e interrupciones del flujo de pensamiento. En otras palabras, todo aquello que distingue la obra literaria del último Walser, el más original y revolucionario, el que hizo la mayor contribución al desarrollo de la literatura moderna, a saber su carácter disgresivo y autorreflexivo, la evolución de un texto terminado a un texto procesual, es lo que la perspectiva médica califica de sintomático de su enfermedad mental.
¿Cómo podemos relacionar el impulso obsesivo de escritura, la llamada grafomanía -que no es, contrariamente a la opinión de Lombroso, un signo de inestabilidad mental- con la subjetividad, con la supervivencia, con aquello que la poeta Hannah Weiner llama “tratar de sobrevivir al día”? Porque éste, y no otro, parece ser el detonante de la grafomanía: la supervivencia.
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A pesar de que los testimonios de diferentes autores, y el sentido común, nos dicen que escribir es una estrategia de supervivencia, creo que vale la pena dar un pequeño rodeo lacaniano, puesto que el concepto de “Sinthome” acuñado por Lacan en su seminario veintitrés “Joyce Le Sinthome” (1975-76) parece especialmente clarificador respecto al asunto.
Según Lacan (o más bien según lo que yo entiendo de Lacan) la subjetividad puede ser representada por tres anillos borromeos. Los borromeos, signo antiquísimo, tienen la particularidad (respecto a otros anillos) que se encuentran entrelazados de tal modo que, si uno de ellos se suelta, los otros dos caen. Estos anillos de subjetividad se llaman lo imaginario, lo simbólico y lo real.
Lo imaginario es el primer anillo que se construye -el momento en el que el niño reconoce su imagen en el espejo. El “yo” rompe el caparazón en ese momento como algo coherente y completo, contrario a la autoimagen existente hasta ese momento, que era la de un cuerpo en pedazos, desmembrado. Lo imaginario se alinea con lo icónico, una imagen que se comprende con poca o ninguna mediación (Pierce). Lo imaginario se convierte en el “significado” -el concepto simbolizado de manera arbitraria por un signo determinado (Saussure). Lo imaginario es pues el mundo de las imágenes.
Entonces aparece lo simbólico, ese momento en el que el lenguaje penetra en el “Yo” que se ha constituido “en el episodio anterior”, frente al espejo. Al contrario que lo imaginario, lo simbólico implica la formación de significantes y se considera como «el orden determinante del sujeto» (Alan Sheridan). Lo simbólico se asocia con el lenguaje, con las palabras, con la escritura, y puede alinearse con el “símbolo” de Pierce y con el “significante” de Saussure. El sistema entero de lo consciente/inconsciente aparece aquí como lenguaje, estructurado en una red infinita de significantes y significados y asociaciones. Lo simbólico es también el orden de lo institucional, el orden del Padre. El lenguaje es la institución social básica en el sentido que toda institución implica lenguaje.
El tercer anillo, lo real, precede a lo imaginario y a lo simbólico. No se construye; está ahí. Lo real es aquello que resiste la representación, es pre-espejo, pre-imaginario y pre-simbólico. Es lo que no puede ser simbolizado, lo que pierde su condición de “real” en el momento en que se simboliza por medio del lenguaje. Es aquello en donde «fallan las palabras» (Vogler), lo que Jacques-Allan Miller describe como «el residuo ineliminable de toda articulación, el elemento rechazado (forcluido), al que nos podemos aproximar, pero nunca tocar». El concepto de forclusión es sumamente interesante: opera de modo diferente a la represión, en la cual aquello reprimido vuelve siempre, manifestándose en sueños, acciones repetitivas, deslices del habla. Lo forcluido también regresa, pero por medio de la alucinación.
El orden de lo real no sólo se opone a lo imaginario sino que también se sitúa más allá de lo simbólico. Lo real emerge como aquello que está “fuera del lenguaje”, como «aquello que resiste absolutamente la simbolización» (Lacan). Este carácter de imposibilidad y resistencia a la simbolización es lo que otorga a lo real su carácter traumático.
Cosas muy interesantes ocurren en la interacción entre los tres anillos - el significado aparece en la intersección de lo imaginario y lo simbólico. La realidad es aquella parte de lo real que la psyché consigue, pese a todo, simbolizar. Pero gran parte de lo real resiste la simbolización, y este fallo de lo simbólico en lo real es lo que produce, como hemos dicho, el espectro, la alucinación, el fantasma.
Cuando la psyché se tambalea, el anillo de lo imaginario se suelta de la triada borromea. La psyque colapsará salvo que se haga algo de inmediato, con urgencia. Y esto es el síntome o sinthome: una chapuza, un arreglillo de tente mientras cobro, algo precario por naturaleza, que debe rehacerse una y otra vez para que aguante.
Sinthome (French: [sɛ̃tom]) es el modo de expresar en alfabeto latino el origen griego de la palabra francesa symptôme (síntome). Este seminario veintitrés es la reacción de Lacan a los escritos de Joyce.
Lacan considera la escritura de Joyce como el prototipo del sinthome: aquello que “amarra” la subjetividad cuando está a punto de romperse en pedazos. Es importante tener en cuenta que la práctica de la escritura es el sinthome, y no algún mensaje cifrado escondido en ella - es la práctica de la escritura la que impide a la subjetividad desmembrarse. La actividad de la escritura activa la función del sínthoma.
En su seminario “Ansiedad” (1962-63) Lacan establece que el sínthoma no busca ser interpretado - no es en absoluto una llamada a Otro, sólo una llamada al propio placer personal, es puro gozo (jouissance) dirigido a nadie. El sujeto escritor no escribe a nadie ni por nadie; el sujeto escritor escribe para disfrutar su propio inconsciente. Y el inconsciente no pide una interpretación. El inconsciente se interpreta él mismo.
Sigamos el hilo de esta paradoja. El inconsciente interpreta, pero no está interesado en la interpretación (como traducción). La aparente contradicción sólo existe si aplicamos un concepto rudimentario de interpretación. Para decirlo de otro modo: interpretar es descifrar, pero sólo para cifrar otra vez. Este movimiento sólo se detiene en una satisfacción, un gozo, para emplear el término lacaniano.
La satisfacción en la actividad de la escritura se encuentra en este movimiento pendular entre el cifrar y el descifrar. El texto no va dirigido a nadie, salvo al autor, para de este modo poder disfrutar de su inconsciente. Si el autor descubre que alguien interpreta el texto como dirigido a él o a ella, no siente satisfacción, sino malestar, turbación. Como en esta famosa anécdota de Philip K. Dick:
En mi novela El curandero de marihuana galáctico (Galactic Pot-Healer) hay un personaje femenino con el nombre de Mali Yojez. No fui capaz de pensar en otro nombre, de modo que le di a las teclas al azar y utilicé el nombre que salió. Años más tarde un friki pasado de rosca que había leído el libro me miró con ademán acusador y dijo, señalando a este personaje de nombre casual: “Es de mí de quien hablas en tu libro”. Le comenté que él no se llamaba Mali Yojez. “Es un nombre en código que has usado para hablar de mí, para que no me diera cuenta. Pero me he dado cuenta”. Repliqué entonces que cuando escribí y publiqué la novela no le conocía todavía. Ante esto, simplemente incrementó su expresión paranoica delirante: “Eso sólo prueba lo listo que eres… me conociste incluso antes que yo a ti”.
El descubrimiento de que hay un lector provoca un momento de pánico en el escritor. Un lector es sólo un receptor erróneo, que ha interceptado el texto. Porque el texto nunca quiso encontrar un receptor, y si hubiera querido tener uno, sería un receptor en un futuro constantemente aplazado, al que no se llega nunca.
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El formato “carta” parece inherente a la noción de exilio, no sólo al exilio geográfico, sino también a una suerte de exilio existencial, que pospone todo contacto humano a un futuro utópico, que es retrasado constantemente por medio de la práctica misma de la escritura. Hay una relación trágica e inevitable entre exilio, lenguaje, y escritura, las tres siendo estrategias de supervivencia y a la vez signos claros de estar “fuera de la vida”. Como dice el escritor Franco Rella: «El exiliado habla un lenguaje extranjero no sólo para aquél que le escucha, sino para sí mismo: un lenguaje que está siempre y constantemente en el borde mismo de la afasia, de la extinción de la palabra: Entrar en la muerte de la palabra, como vimos en Billy Budd (Melville) significa entrar en la muerte». (2)
Una carta que no se dirige a nadie, que ha sido escrita por el escritor para disfrutar de su propio subconsciente, una carta capaz de crear un lugar utópico de reunión con un lector, en ninguna parte, pero siempre en el futuro, allí donde el lenguaje se acaba (la extinción de la palabra).
Pero una carta de estas características debe ser una carta ilegible.
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La cualidad de lo ilegible está presente en la escritura apretada y desbordante de las Cartas a Felice de Franz Kafka. La ilegilibilidad llega a ser deslumbrante en los cuadernos de notas de Joyce, primero en las anotaciones para el Ulises y luego ya, casi en el paroxismo, en las de Finnegans Wake. Se encuentra una intensidad comparable en las profusas, delirantes anotaciones que hacen en sus copias respectivas ese grupo de gente peculiar que son los lectores de Finnegans Wake. Ello nos hace pensar que en cierto modo, el modo en que un libro se lee mantiene siempre una simetría con el modo en el que se ha escrito.
Podemos seguir el hilo de todas estas ideas en la obra de Ricardo Piglia. En libros como la novela Respiración artificial (1980) y en el ensayo El último lector (2005), Piglia propone arcanas tesis sobre la naturaleza de la literatura:
- La literatura es, en realidad, cualquier texto escrito; etimológicamente el término deriva del latín: literatura/ litteratura “escrito formado por letras”.
- La literatura y las literaturas son cartas (lettres) que vienen del futuro, no fueron escritas para nosotros, que las leemos ahora en este preciso momento, sino que las hemos interceptado, por así decirlo, retrasando su llegada al auténtico destinatario, en el futuro (al que llegará eventualmente, ya que toda carta llega siempre a su destino). Intentamos descifrar esas cartas (que parecen estar escritas en un idioma extranjero). Porque en todo texto hay un secreto, si bien carente de importancia.
- ¿Cómo contar los hechos reales? el orden de la historia no es necesariamente el orden del relato. Elegir el orden del relato significa borrarnos de la historia, y quizás de la comunidad humana.
- Como en Las mil y una noches, la muerte llegará en una de esas cartas. El único modo de escapar a la muerte es escribir cartas infinitas.
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Una carta infinita es un libro circular. El mejor modo de impedir que llegue la muerte es creando la posibilidad de un acto de lectura eterno. Aquí la última (primero) y la primera (después) página de Finnegans Wake de James Joyce:
Two more. Onetwo moremens more. So. Avelaval. My leaves have drifted from me. All. But one clings still. I'll bear it on me. To remind me of. Lff! So soft this morning, ours. Yes. Carry me along, taddy, like you done through the toy fair! If I seen him bearing down on me now under whitespread wings like he’d come from Arkangels, I sink I’d die down over his feet, humbly dumbly, only to washup. Yes, tid. There's where. First. We pass through grass behush the bush to. Whish! A gull. Gulls. Far calls. Coming, far! End here. Us then. Finn, again! Take. Bussoftlhee, mememormee! Till thousendsthee. Lps. The keys to. Given! A way a lone a last a loved a long the
[…]
riverrun, past Eve and Adams, from swerve of shore to bend of bay, brings us by a commodius vicus of recirculation back to Howth, Castle and Environs.
Sir Tristram, violer d’amores, fr’over the short sea, had passencore rearrived from North Armorica on this side the scraggy isthmus of Europe Minor to wielderfight his penisolate war; nor had topsawyer’s rocks by the stream Oconee exaggerated themselse to Laurens County’s giorgios while they went doublin their mumper all the time:
Probablemente una de las razones por las que The Joycean Society, una película que hice en 2013, ha tenido un eco considerable y duradero es porque retrata a un grupo de lectores del Finnegans Wake que estuvieron leyendo el libro durante -aquí radica el asombro- once años. Once años desde “riverrun” hasta “a long the”.
El tiempo se ha detenido en esa pequeña habitación de la Augustinergasse en Zurich, en donde este grupo constituido, en su mayoría, por hombres de edad senecta, discutían cada uno de los párrafos de ese libro inagotable. Parecían una de las metamorfosis de uno de los principios / protagonistas / personajes del libro, Mamalujo, cuatro hombres ancianos que representan todos los posibles cuartetos, desde los evangelistas hasta los “cuatro maestros” (aquellos frailes franciscanos que en 1630 compilaron la historia de Irlanda). También son los cuatro barones que espiaban a Tristán e Isolda, así como las bestias del Libro de la Revelación, los puntos cardinales, las provincias de Irlanda, los senadores (sen-ecta), cardenales, jueces, y las estaciones del año. Pero son sobre todo el arquetipo de cuatro lectores-escritores.
La Torah, también, se lee de manera circular. Una vez que se llega al punto final, es imperativo comenzar de nuevo inmediatamente, ya que sería impío y un acto de soberbia detenerse, pretendiendo que se ha comprendido el texto y que por tanto la lectura ha terminado.
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Una última cosa que decir sobre la grafomanía y su relación con la revelación. Los libros más importantes en la historia de la humanidad han sido libros “revelados”, es decir, no han sido escritos, sino dictados, revelados por voces que impelían al que las escuchaba a escribir (a obedecer, a oír).
La Torah fue revelada a Moisés, los Salmos a David, el Evangelio a los evangelistas y el Corán a Mohamed.
Según la tradición islámica, en una ocasión en la que el profeta se encontraba sumido en la contemplación, el arcángel Gabriel se le apareció y le dijo: “¡lee!”. A lo que el profeta respondió: “No puedo leer”. Entonces el arcángel lo abrazó fuertemente. Esto ocurrió otras dos veces, tras las cuales el arcángel le pidió a Mohamed que recitara lo siguiente:
¡Lee en el nombre de tu Señor que te ha creado
Ha creado al hombre de un coágulo.
¡Lee, que tu Señor es el más Generoso!
El que enseñó por medio del cálamo,
enseñó al hombre lo que no sabía.
—Corán 96: 1–5[16]
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Crédito de la imagen: Dora García, Mad Marginal Charts, lápiz sobre papel, 2016.
Notas
(1) Simon McCarthy-Jones, Hearing Voices: The Histories, Causes and Meanings of Auditory Verbal Hallucinations, Cambridge: Cambridge University Press, 2012.
(2) Franco Rella, Desde el Exilio: La creación artística como testimonio, Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2010.