El arte en internet*

Boris Groys

Publicado el 2016-12-04

En las últimas décadas, internet se volvió un lugar central para la producción y la distribución de la escritura –incluyendo la literatura–, de las prácticas artísticas y, de manera más general, de los archivos culturales. Obviamente, muchos trabajadores de la cultura consideran que el deslizamiento hacia internet es algo liberador porque internet no es selectiva o, al menos, es menos selectiva que el museo o las editoriales tradicionales. Es más, la cuestión que antes preocupaba a los artistas y escritores era ¿cuáles son los criterios de selección? ¿Por qué algunos textos se publican y otros no? Conocemos las teorías católicas (para llamarlas de algún modo) por las cuales una obra de arte merece o no ser elegida por el museo o la editorial: una obra debe ser buena, bella, inspiradora, original, creativa, poderosa, expresiva, históricamente relevante –y cien criterios similares que podríamos citar. Sin embargo, esas teorías colapsaron porque nadie pudo explicar de manera consistente por qué una obra particular es más bella, original, etc., que las demás. O porqué un texto en particular está mejor escrito que otro. Las teorías más exitosas eran más protestantes, incluso calvinistas. Según ellas, las obras se eligen porque se eligen. El concepto de poder divino que es perfectamente soberano y no necesita legitimación se había transferido al museo y a otras instituciones culturales tradicionales. Esta teoría protestante de la elección, que subraya el poder incondicionado del que elige, es una precondición para la crítica institucional –y el museo y otras instituciones fueron criticadas, de hecho, por el modo en que usaron y abusaron de su supuesto poder.

Este tipo de crítica institucional no tiene mucho sentido en el caso de internet. Por supuesto, algunos Estados practican la censura de internet, pero esa es otra cuestión. Sin embargo, la pregunta aquí es ¿qué sucede con el arte y la escritura literaria como resultado de la migración desde las instituciones culturales tradicionales hacia internet? Históricamente, la literatura y el arte eran el espacio de la ficción. Ahora bien, argumentaré que el uso de internet como medio fundamental para la producción y la distribución del arte y la literatura conduce a la desficcionalización. Las instituciones tradicionales –el museo, el teatro, el libro– presentaban la ficción como ficción por medio de la autosimulación: al sentarse en un teatro, se supone que el espectador alcanza un estado de olvido de sí –olvida todo sobre el espacio en el que se encuentra. Solo entonces, ese espectador es capaz de abandonar la realidad cotidiana y sumergirse en el mundo ficcional que se muestra sobre el escenario. El lector debía olvidar que el libro es un objeto material como cualquier otro objeto para poder seguir y disfrutar la narrativa literaria. El visitante del museo de arte debía olvidarse debía olvidarse del museo para quedar espiritualmente absorbido por la contemplación del arte. En otros términos: la condición previa del funcionamiento de la ficción como tal en el ocultamiento del marco material, tecnológico e institucional que hace posible ese funcionamiento.

Al menos desde comienzos del siglo XX, la vanguardia histórica trató de tematizar y revelar la dimensión factual, material, no ficcional del arte. Lo hizo tematizando su marco institucional y tecnológico, actuando contra ese marco y haciéndolo visible, experimentable para el espectador, el lector o el visitante. Bertolt Brecht se propuso destruir la ilusión teatral; en tanto el futurismo y el movimiento constructivista compararon a los artistas con trabajadores industriales, con ingenieros que producían cosas reales, incluso si esas cosas podían interpretarse como algo que remitía a la ficción. Lo mismo puede decirse de la escritura: al menos desde Mallarmé, Marinetti y Zdanevich, la producción de textos ha sido entendida como la producción de cosas. Heidegger entendió el arte, justamente, como una lucha contra lo ficcional. En sus últimos textos, se refirió al marco tecnológico e institucional [das Gestell] como aquello que se oculta detrás de la imagen del mundo [Weltbild]. El sujeto que contempla la imagen del mundo en una forma supuestamente soberana pasa por alto el marco de esta imagen. (La ciencia tampoco puede revelar este marco porque depende de él.) Heidegger creía, por lo tanto, que solo el arte podía revelar lo oculto del Gestell y demostrar el carácter ficcional, ilusorio, de nuestras imágenes del mundo. Aquí, Heidegger tenía en mente, obviamente, el arte de vanguardia. Sin embargo, la vanguardia nunca tuvo éxito en esa búsqueda de lo real porque la realidad del arte, ese aspecto material que la vanguardia trataba de evidenciar, resultó permanentemente reficcionalizado al ser colocado bajo las condiciones típicas de la representación estética.

Es justamente esto lo que internet alteró de manera radical. Internet funciona bajo la presuposición de su carácter no ficcional, de tener como referencia un punto de la realidad off-line. Internet es un medio de información, y la información es siempre información sobre algo. Y ese algo está siempre situado fuera de internet, es decir, off-line. Si no fuera así, todas las transacciones económicas, las operaciones militares y de vigilancia que se realizan a través de internet serían imposibles. Por supuesto, se puede crear ficción en internet –por ejemplo, un usuario ficcional. Sin embargo, en ese caso la ficción deviene en un fraude que puede –e incluso debe– ser revelado.

Y lo más importante es que en internet, el arte y la literatura no adquieren un marco fijo e institucional como ocurría en el mundo cuando aún estaba dominado por lo analógico: aquí la fábrica, allí el teatro, aquí la bolsa de valores, más allá el museo. En internet, el arte y la literatura operan en el mismo espacio que la estrategia militar, el negocio turístico, los flujos del capital y todo lo demás. Google muestra, entre muchas otras cosas, que en internet no hay barreras. Por supuesto que hay blogs y páginas especializadas en arte. Sin embargo, para acceder a ellas, el usuario debe clickear y así enmarcarlas en la superficie de la computadora, el iPad o el teléfono celular. Por lo tanto, el marco se desinstitucionaliza y la ficcionalidad enmarcada se desficcionaliza. El usuario no puede obviar el marco porque lo ha creado. El marco –y la operación de producirlo– se vuelven algo explícito, algo que se mantiene así en la experiencia de la contemplación y la escritura. Ese ocultamiento del marco que ha definido nuestra experiencia de la contemplación estética durante siglos encuentra aquí su fin. El arte y la literatura aún pueden referirse a la ficción y no a la realidad, sin embargo, como usuarios no nos sumergimos en esta ficción, no pasamos, como Alicia, a través del espejo. Por el contrario, percibimos la producción artística como un proceso real y la obra de arte como una cosa real. Se podría decir que en internet no hay arte o literatura sino información sobre arte y literatura, junto con información sobre otras áreas de la actividad humana. Por ejemplo, los textos literarios y las obras de un artista o de un escritor se encuentran en internet cuando uno googlea el nombre de esa persona. Ahí la vemos junto con otra información: su biografía, otras obras, sus actividades políticas, reseñas críticas, detalles de su vida privada, etc. El texto "ficcional" de un autor se integra a la información sobre él como persona real. A través de internet, el impulso de la vanguardia que direccionó el arte y la escritura desde comienzos del siglo XX encuentra su realización, su telos. El arte se presenta en internet como una realidad específica: un working process o un proceso que es parte de la vida, que tiene lugar en lo real, en el mundo off-line. Esto no significa que el criterio estético no desempeñe ningún rol en la presentación de datos en la red. Sin embargo, en este caso no estamos frente al arte sino ante el diseño de información –es decir, frente a la presentación estética de documentación sobre eventos reales de arte y no ante la producción de ficción.

En este punto, la palabra documentación es crucial. Durante las últimas décadas, cada vez más exhibiciones y museos de arte incluyen, junto con las obras, su documentación. Pero esta vecindad es siempre muy problemática. Las obras son, en efecto, arte: inmediatamente se revelan como algo para ser admirado, experimentado emocionalmente, etc. Las obras también son ficcionales: no pueden ser utilizadas como evidencia en un juicio, no garantizan la verdad de lo que representan. Sin embargo, la documentación artística no es ficcional: se refiere a un acontecimiento que, asumimos, tuvo lugar realmente. La documentación artística se refiere al arte pero no es arte. Es por eso que la documentación puede reformatearse, reescribirse, extenderse, sintetizarse, etc. La documentación estética puede, entonces, someterse a toda una serie de operaciones que están prohibidas para una obra, ya que cambiarían su forma. Y la forma de la obra está garantizada institucionalmente porque solo ella garantiza la identidad de esa ficción que es la obra de arte y su reproductibilidad. Por el contrario, la documentación puede cambiarse a voluntad debido a que su identidad y reproductibilidad están garantizadas por la forma de referente externo y "real" y no por la suya. De todos modos, incluso si el surgimiento de la documentación precede al surgimiento de internet como medio artístico, fue la aparición de internet lo que le dio su legítimo lugar a la documentación artística.

Mientras tanto, las instituciones culturales han comenzado a usar internet como un espacio central para su autorrepresentación. Los museos exhiben sus colecciones en la red. Y, por supuesto, el almacenamiento virtual de imágenes de arte es mucho más compacto y más fácil de mantener que los museos tradicionales. Así, los museos son capaces de exponer partes de sus colecciones, que habitualmente quedan guardadas en sus depósitos. Lo mismo puede decirse de las editoriales que expanden permanentemente sus colecciones electrónicas. Y lo mismo ocurre con los sitios web de los artistas: uno puede encontrar allí la representación más completa de su trabajo. Ese material es, de hecho, lo que los artistas le muestran a alguien interesado en su obra; si uno va al estudio de un artista, él o ella usualmente ubica una computadora sobre la mesa y muestra la documentación de sus actividades, incluyendo no solo la producción de sus obras sino también su participación en proyectos a largo plazo, instalaciones temporarias, intervenciones urbanas, acciones políticas, etc. Internet permite que el autor o autora hagan su trabajo accesible a casi todo el mundo y crea, al mismo tiempo, un archivo personal de este trabajo.

Así, internet conduce a la globalización del autor, de la persona del autor. No me refiero aquí al sujeto autoral –ficcional– que supuestamente proyecta sobre la obra sus intenciones y sentidos para que puedan ser hermenéuticamente descifrados y revelados. Este sujeto autoral ya ha sido deconstruido y proclamado muerto varias veces. Me refiero a, en cambio, a la persona real, a la que existe en la realidad off-line y a la que se refiere la información de internet. Este autor o autora utiliza internet no solo para escribir novelas o producir obras de arte, sino también para comprar tickets, hacer reservas en restaurantes y realizar otras transacciones. Todas estas actividades tienen lugar en el mismo espacio integrado, y todas ellas son potencialmente accesibles a otros usuarios de internet.

Esos autores y artistas, de igual manera que los demás –individuos y organizaciones– tratan, por supuesto, de escapar de esta visibilidad total creando sofisticados sistemas de claves y de protección de la información. En la actualidad, la subjetividad se ha vuelto una construcción técnica: el sujeto contemporáneo se define como el dueño de una serie de claves y contraseñas que él o ella conoce y los demás no. El sujeto contemporáneo es, en lo fundamental, alguien que guarda secretos. En cierto modo, es una definición de sujeto muy tradicional: el sujeto siempre se definió como aquel que conoce algo sobre sí mismo que nadie –excepto Dios, quizás– puede conocer, y esto porque los demás están ontológicamente incapacitados para pensamientos ajenos. Sin embargo, hoy en día, debemos lidiar con secretos que no se encuentran ontológicamente sino técnicamente protegidos. Internet es el espacio en el que el sujeto se constituye como transparente y observable en su origen; y también es el espacio en el que luego ese sujeto toma medidas para estar técnicamente protegido, para ocultar el secreto revelado originalmente. Por otra parte, toda protección técnica puede sortearse. Hoy en día, el hermeneutiker es un hacker. Internet es el lugar de las guerras cibernéticas en las que le nuevo trofeo es el secreto. Conocerlo implica tener bajo control al sujeto que se constituye a partir de ese secreto; las guerras cibernéticas son guerras de subjetivación y des-subjetivación. Sin embargo, estas guerras pueden tener lugar solo porque internet es, en un primer momento, un lugar de transparencia y referencialidad.

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Habitualmente, se concibe la práctica artística como individual y personal, pero ¿qué significan esos términos? Con frecuencia, el sujeto individual es concebido como diferente de los otros. Sin embargo, aquí el punto no es tanto la diferencia de uno respecto de los demás sino la diferencia de un respecto a de sí mismo, el rechazo a ser identificado de acuerdo con los criterios generales de identificación. Es más, los parámetros para definir nuestra identidad codificada socialmente nos resultan completamente extraños. No hemos elegido nuestros nombres, no hemos estado presentes de manera consciente el día de nuestro nacimiento, la mayoría de nosotros no hemos fundado la ciudad en la que vivimos ni le hemos puesto nombre a nuestra calle, no elegimos a nuestros padres, ni nuestra etnicidad, ni nuestra nacionalidad. Todos estos parámetros externos de nuestra existencia no tienen sentido para nosotros, es decir, no tienen un correlato con ninguna evidencia subjetiva. Indican cómo nos ven los otros pero son por completo irrelevantes para nuestra vida personal y subjetiva.

Los artistas modernos llevaron adelante una revuelta contra las identidades que les habían sido impuestas por los demás –la sociedad, el Estado, la escuela, sus padres– y a favor del derecho a la autoidentificación soberana. El arte moderno fue una búsqueda del "verdadero Yo". Y aquí la cuestión no es si el verdadero Yo es real o si es simplemente una ficción metafísica. La cuestión de la identidad no es una pregunta por la verdad, sino por el poder: ¿quién tiene el poder sobre mi identidad?, ¿la sociedad o yo? Y de manera más general, ¿quién tiene el control y la soberanía sobre la taxonomía social y los mecanismos sociales de identificación?, ¿las instituciones del Estado o yo? Esto significa que la lucha contra mi propia pública y mi identidad nominal en nombre de mi identidad soberana tiene también una dimensión pública, política, porque está dirigida contra los mecanismos de identificación dominantes, contra la taxonomía social dominante y todas sus divisiones y jerarquías. Es por eso que el artista moderno afirma: no me miren a mí; miren lo que estoy haciendo; este es mi verdadero Yo. O tal vez no es un Yo, es la ausencia de Yo. Más tarde, los artistas abandonaron la búsqueda de ese yo oculto, verdadero. En cambio, comenzaron a usar sus identidades nominales como ready-mades y a organizar con ellas un complicado juego. Sin embargo, esta estrategia presupone la desidentificación de las identidades nominales y socialmente codificadas bajo la forma de una reapropiación, transformación y manipulación artística. La modernidad fue la época del deseo de una utopía. La expectativa utópica consiste en la esperanza de que el proyecto personal de descubrir o construir el verdadero Yo se vuelva exitoso y socialmente reconocido. En otras palabras, el proyecto individual de búsqueda del verdadero Yo adquiere una dimensión política. El proyecto artístico se vuelve un proyecto revolucionario que busca la transformación total de la sociedad a partir de la obliteración de las taxonomías que definen el funcionamiento de esa sociedad.

La relación de las instituciones culturales tradicionales con este deseo utópico es ambivalente. Por un lado, estas instituciones les ofrecen al artista y al escritor la posibilidad de trascender su propia época con todas sus taxonomías e identidades nominales. Los museos y otros archivos culturales prometen llevar la obra del artista al futuro. Sin embargo, estos archivos traicionan esta promesa en el momento mismo en que la cumplen. La obra del artista se traslada al futuro pero la identidad nominal del artista se reimpone sobre su obra. En el catálogo del museo leemos otra vez el nombre, la fecha, el lugar de nacimiento, nacionalidad y demás marcadores taxonómicos de los que el artista intentaba escapar. Es por eso que el arte moderno quería destruir los museos y comenzar a circular más allá de las fronteras y los controles.

Ahora bien, en la así llamada posmodernidad, la búsqueda del verdadero Yo –y, por lo tanto, de la verdadera sociedad en la que ese Yo genuino podría revelarse– se proclama obsoleta. Por lo tanto, tenemos que hablar de la posmodernidad como una época posutópica. Pero esto no es del todo cierto. La posmodernidad no solo no abandonó la lucha contra la identidad nominal del sujeto, sino que, de hecho, ha radicalizado esa lucha. La posmodernidad tenía su propia utopía, una utopía de autodisolución del sujeto en los flujos infinitos y anónimos de energía, del deseo o del juego de significantes. En lugar de abolir el Yo nominal y social a partir del descubrimiento del verdadero Yo por medio de la producción artística, la teoría estética posmoderna puso todas sus esperanzas en la completa pérdida de la identidad a través del proceso de reproducción. Se trató de una estrategia diferente con vistas al mismo objetivo. La euforia utópica posmoderna que provocaba la noción de reproducción está muy bien ejemplificada por el fragmento que sigue, del libro Sobre las ruinas del museo (1993), de Douglas Crimp. En este libro tan conocido, Crimp sostiene, en relación con Walter Benjamin, lo siguiente:

Mediante esta tecnología reproductora, el arte posmodernista prescinde del aura. La ficción del sujeto creador cede el sitio a la franca cosificación, la toma de citas y extractos, la acumulación y repetición de imágenes ya existentes. Se socavan así las nociones de originalidad, autenticidad y presencia, esenciales para el discurso ordenado del museo.[1]

El flujo de reproducciones desborda el museo y, en él, naufraga la identidad individual. Durante algún tiempo, internet se convirtió en la pantalla sobre la cual se proyectaron estos sueños utópicos posmodernos, sueños sobre la disolución de todas las identidades en el juego infinito de los significantes. El rizoma globalizado sustituyó a la humanidad comunista.

Sin embargo, internet se ha vuelto no tanto un lugar de realización sino más bien una suerte de tumba de las utopías posmodernas, del mismo modo en que el museo resultó una tumba para las utopías modernas.

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*Fragmento del libro de Boris Groys Arte en flujo. Ensayos sobre la evanescencia del presente, Caja negra, 2016, trad. Paola Cortés Rocca.

[1] Douglas Crimp, «Sobre las ruinas del museo», en Hal Foster (ed.) La posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985, trad. J. Fibla.