La autodestrucción como forma de insumisión o ¿cómo dar vida a lo que ha muerto?
Irmgard Emmelhainz
Publicado el 2018-03-04
Hemos dejado de ser creaturas postcoloniales.
Hamid Dabashi, Fuck You Žižek!
Levantarás pronto tu mundo sobre el nuestro,
abriendo camino de nuestros panteones a un satélite.
Ésta es la Edad de Hierro: destilada de un pedazo de carbón,
¡champaña burbujeando para los poderosos!
Hay muertos y hay colonias.
Hay muertos y hay excavadoras.
Hay muertos y hay hospitales.
Hay muertos y hay pantallas de radares
para observar a los muertos
mientras mueren más de una vez en esta vida,
pantallas para observar a los muertos que siguen vivos después de morir
al igual que aquellos que mueren
para dar vida a lo que ha muerto.
Oh, señor blanco, ¿A dónde llevas a mi gente
y a la tuya?
Mahmoud Darwish, Discurso del piel roja, 1992
L’umanità si sta suicidando.
Se vogliamo sopravvivere dobbiamo guardare le cose con realismo: la razza bianca reagisce al declino scatenando la guerra civile globale.
Lo schiavismo domina il mondo.
La civiltà moderna finisce nel sangue e nella merda.
Allontaniamoci dall’edificio che sta crollando.
Espelliamo da ogni luogo di vita i traditori della sinistra riformista.
Creiamo spazi di sopravvivenza autonoma.
Franco Berardi
Las tres categorías de imágenes no ficticias que dominaron el imaginario del siglo XX fueron: la “imagen etnográfica”, la “imagen militante” y la “imagen testigo”. Las imágenes del primer tipo fueron más que nada registros de pueblos no-occidentales que estaban desapareciendo o a punto de desaparecer. La “imagen militante” era política y buscaba anunciar la revolución y un futuro de progreso. La necesidad de la imagen militante dio a intelectuales, artistas y cineastas la tarea de acompañar a campesinos, trabajadores, colonizados, minorías e individuos oprimidos en lucha por la emancipación. Según Nicole Brenez, estas imágenes encarnaron la crítica y siguieron el modelo activista de Huelga de Eisenstein (1925) (1). Los dos principales debates que inspiraron estas imágenes fueron acerca de su capacidad de crear consciencia, de movilizar a las masas para constituir al pueblo y sobre si su autonomía como obras de arte debe someterse a la función propagandística. A su vez, la “imagen testigo” es ética y despunta en un momento histórico en el que el testimonio oral, los documentos y las imágenes documentales fueron convocadas no para fungir como pruebas de los hechos, sino como formas de memoria para sostener el imperativo ético de la remembranza colectiva. La imagen testigo prevaleció a partir de la Shoah, y más adelante adquirió la función de probar injusticias para exigir la restitución de derechos. Estas imágenes pusieron sobre la mesa los debates acerca de la (im)posibilidad de representar el trauma o la catástrofe, y sobre la cuestión de si los intentos de representar la catástrofe no terminan por banalizarla.
En la década de 1990 el panorama de resistencia se oponía a las reformas neoliberales y se luchó por el comercio justo, el desarrollo sostenible, los derechos humanos y la responsabilidad corporativa; el movimiento globalofóbico se concibió como una base social para criticar al capitalismo corporativo y la globalización, y el hecho de que las corporaciones multinacionales hubiesen adquirido más y más poder no regulado que se ejercía a través de unos tratados de comercio y unos mercados financieros desregulados. En este contexto, la política anticapitalista se caracterizó por la interdisciplinariedad, la adopción de un amplio rango de posiciones contra-culturales y unas asociaciones políticas provisionales cuya meta era crear zonas de autonomía, aunque solo fuera simbólicamente. Prevalecieron intervenciones o acciones contra-informativas, didácticas y simbólicas contra el capitalismo en la esfera pública y en paralelo, las minorías reclamaron visibilidad y responsabilidad bajo el marco despolitizado de los derechos humanos (2). A finales de los 80, Gilles Deleuze notó que el cine político –la imagen militante– ya no se basaba en la posibilidad de la revolución (como el cine clásico) sino a partir de imposibilidades, en lo intolerable. Lo intolerable se había convertido en lo desconocido, lo que los medios y narrativas hegemónicas estaban escondiendo; ello les dio a activistas y artistas la tarea de producir contra-información y propagar indignación. Por esta razón Deleuze escribió en varios de sus textos “el pueblo falta”, para decir que el proletariado o un pueblo unificado había dejado de existir y de tener por objetivo conquistar el poder (3). Esto fue inseparable de los cambios en la política representativa de “hablar en nombre de otros”, en el humanitarismo, a la posicionalidad, a la “autorepresentación” postcolonial, el giro a la política de la contra-memoria, las guerras culturales, el régimen postpolítico de decirle la verdad al poder, y la exigencia de inclusión dentro de la crisis global de la democracia.
El guerrillero del tercer mundo junto con la clase trabajadora, que habían sido los principales protagonistas de la imagen militante en el siglo XX, desaparecieron del panorama político. Los pueblos colonizados en lucha comenzaron a percibirse como criminales, terroristas o víctimas que exigían compensación. Una vez que el resultado de las políticas neoliberales de desregulación, austeridad, libre mercado y privatización se manifestó en el declive del estándar de vida, en la pérdida de trabajo, de pensiones y de la red de seguridad que tanto el Estado como la sociedad habían estado proporcionando hasta entonces, las poblaciones empezaron a estar de más mientras que la precariedad y el darwinismo social comenzaron a ser la regla. A pesar de que el marco de la acción política del siglo XIX había sido superado por las nuevas formas de capitalismo absolutista, mitos como la crítica –o el principio de que puede haber un afuera capaz de oponerse al estado de las cosas y de sublimarse en algo mejor–, la revolución y la democracia inflamaron los levantamientos de principios del siglo XXI (Argentina en 2000, México en 2006 y entre 2011 y en 2012 Occupy Wall Street, las primaveras árabes, los indignados en España, Siriza en Grecia, etc.). Estas movilizaciones lucharon contra las medidas de austeridad en nombre de unas democracias mejores y exigieron que el Estado garantizara derechos a los ciudadanos. Pero ha quedado claro que estas luchas han perdido su base social y su capacidad para la organización política a medio y largo plazo. Una de las razones que contribuyen a esta situación es que los valores que inspiraron estas movilizaciones tienden a ser más y más neoliberales, ya que se enfocan en los problemas individuales, los beneficios personales y las elecciones de consumo. Jodi Dean explica cómo la misma lógica del neoliberalismo ha hecho que la colectividad se vuelva indeseable, porque la colectividad se opone por principio a los pilares básicos del neoliberalismo, que son la responsabilidad y la libertad individuales (4). De este modo, las causas de las movilizaciones se hacen supra-individuales y se convierten en ocasiones para coaliciones temporales, para reconocerse y consolarse mutuamente, para encontrar afinidades y preocupaciones transitorias, para compartir la indignación. Es evidente que las movilizaciones masivas pueden ser aperturas para la subjetividad política, pero, no tienen la base suficiente como para sostener subjetividades políticas a medio o largo plazo. Los levantamientos tienen indiscutiblemente que ver con las emociones colectivas, el desorden social, son actos de insumisión en los que se expresan el antagonismo o el desacuerdo, que el Estado o bien tolera, o bien reprime. El problema es que la aspiración política de la movilización social se ha centrado en lograr la democracia; la resistencia se subsume al antagonismo negando los límites propios de la democracia al igual que su lógica de exclusión. Para muchos pensadores éstas son las razones por las que vivimos en una era “post-política”. La post-política implica también el rechazo del antagonismo fundamental que condiciona la política, ya que la igualdad se ha convertido en inclusión, respeto y derechos. Vemos proliferar luchas que dirigen la acción a batallas pequeñas o privadas en nombre de la defensa de derechos, de territorio, de opciones de política, de intervenciones culturales. La “post-política” significa, por lo tanto, el fin del consenso como forma de la política, el fin de la ideología, la languidez neoliberal del Estado fortalecido estratégicamente de acuerdo con los intereses del capital global, y con la financialización de la economía (5). En otras palabras, el marco modernista de revolución liderada por el proletariado ha sido superada por el absolutismo capitalista expresado en la imposición de las políticas neoliberales y el devenir sentido común del libre mercado. El absolutismo capitalista ha traído formas sin precedentes de violencia de Estado, social y corporativa que están ligadas no tanto a procesos locales como a procesos abstractos globalizados.
También debemos considerar las modificaciones en las luchas políticas basadas en la formación que Jodi Dean llama “capitalismo comunicativo”. Dean ha analizado cómo el funcionamiento de los medios sociales se ha apoderado de las plataformas que había antes para la hacer la revolución. Es decir, para Dean la oposición circula por las redes del capitalismo comunicativo, como Twitter y Facebook, y estas formas mediatizadas de lucha ni implican formas de defensa de la clase media encarando medidas de austeridad, inflación, desempleo, deuda y juicios hipotecarios, ni están enfocadas a construir formas duraderas de organización política. En cambio, estas manifestaciones “políticas” ligadas a los medios de comunicación de masa están enfocadas a lograr visibilidad con una lógica distinta de los medios hegemónicos, buscan crear eventos icónicos usando imágenes, tácticas, hashtags, política de la identidad, anarquismo (6). El hecho de que estos movimientos se enfoquen en la visibilidad le confiere ambigüedad a la protesta, ya que las identidades y luchas post-políticas son tan fluidas que casi podrían encauzarse en cualquier dirección. Aquí reside otra de las razones del fracaso en construir, con la capacidad de confrontar y reemplazar el modelo capitalista de producción (7), fuerzas políticas concentradas, efectivas. En este contexto, uno de los problemas es que la gente ahora se interesa más en cómo representar el conflicto social y los procesos políticos, en vez de analizar los temas y las causas en sí mismas, y la manera en la que tienden a enmarcarse estos temas es genérica y se guía por mandatos ideológicos y comerciales (8).
Un ejemplo son las veintidos fotografías de gran formato de Shirin Neshat de la Revolución egipcia que se mostraron en una galería en Nueva York en 2014. Para el académico iraní Hamid Dabashi estas imágenes transmiten un esfuerzo falso, resulta imposible hacer presente el rostro levinasiano, y transmiten la mercantilización agresiva de las revoluciones árabes a través de “una empatía superficial basada en el liberalismo curatorial”. (9) Las imágenes se alejan de los gestos de solidaridad internacional de hace medio siglo, y para Dabashi encarnan la desconexión entre arte, el artista y el sujeto mientras que mercantilizan el sufrimiento y la lucha verdaderos, y proclaman a la revolución egipcia como si hubiese tenido éxito cuando su resultado estaba lejos de ser claro, en un mundo que desea ver “estabilidad”. En general, las imágenes contemporáneas de levantamientos tienden a ser románticas y buscan transmitir la euforia de las revoluciones sin tener consciencia del costo humano, o las representan como eventos horrorosos sin sentido, en que la figura del pueblo es una colección de zombies haciendo erupción de forma visceral, como en la ficción de Hollywood World War Z (2013). Las imágenes militantes neoliberales tienden en general a perpetuar el marco del conflicto y, por lo tanto, la mayoría de las imágenes politizadas funcionan como compensación de los destrozos causados por las reformas neoliberales. Ya que los museos, las bienales, las exposiciones y los festivales de cine forman parte del complejo militar industrial global y se han convertido directamente en campos de batalla, se vuelve evidente que el neoliberalismo es un ‘pharmakon’ que ofrece a la vez tanto el veneno de la destitución, el despojo y la destrucción como las “curas” de la democracia, el desarrollo, los derechos humanos, la responsabilidad social y el apoyo a la producción cultural y académica. Tal vez la visibilidad se haya convertido en un problema.
Las imágenes recientes de levantamientos y luchas no son tanto unas demostraciones de solidaridad y propaganda en nombre de una causa sino más bien contra-información. Es decir, las imágenes de los levantamientos son esfuerzos para cambiar la manera en la que vemos los estados de las cosas a la vez que sirven como pruebas de lo intolerable con el fin de transmitir indignación compartida. En la sobre-voz de su película November (2004), Hito Steyerl declara que vivimos en tiempos en los que “parece que la revolución se ha terminado y las luchas periféricas se hacen imposibles de comunicar”. En November, Steyerl plantea el problema de la imagen militante como la proliferación de circulación de imágenes vacías, descorporeizadas: indica que hoy lo que importa no es su contenido sino su ‘momentum’, ya que las imágenes adquieren significado al ser compartidas y reproducidas en vez de al ser contempladas y analizadas. En ese sentido, Steyerl plantea lo paradójico de las actuales condiciones de la visualidad y la visibilidad: mientras que por todo el mundo hay gente que desaparece sin dejar huella, “existe una arquitectura de vigilancia extrema que nos escanea y sobre-representa” (10). ¿Cómo es esto posible? ¿Será que el pueblo, la gente está escondida detrás de la miríada de imágenes que circulan por la infosfera?
No es lo que vemos, sino lo que no puede mostrarse, lo que es obsceno. Lo que no se muestra en las imágenes de lucha contemporáneas es la abyección en la que las poblaciones sobrantes o la underclass sobreviven a nivel mundial en áreas desconectadas de los flujos de intercambio global. Naomi Klein ha denominado “zonas de sacrificio” estas áreas en las que las formas de vida y de ganarse la vida de las poblaciones están amenazadas. Se trata de poblaciones cuyos comunes está siendo explotados como recursos naturales para sostener los privilegios de otros sectores de la población, y son la manifestación contemporánea del modelo colonial. Una vez que el proyecto de desarrollo impuesto por todo el mundo falló en la modernización de las sociedades “primitivas” –o estas se estancaron a medio camino de la modernización–, sus tierras se comenzaron a transformar en zonas de extracción pura. Para Naomi Klein las zonas de sacrificio no son solo las comunidades que sobreviven con la carga tóxica de nuestra necesidad sistémica de consumir energía de combustibles fósiles, sufriendo lo que Robert Nixon llama violencia lenta (11), sino aquellas cuyos comunes y formas de sustentabilidad autónomas están siendo destruidas en nombre del bienestar y desarrollo y de facto sustentan los privilegios de la gente que vive en áreas urbanas desarrolladas, que niegan y justifican dicha destrucción desde la lógica de la modernización.
Para estos pueblos, el tipo de resistencia e insurrección dibujadas por la democracia occidental en espacios corporativizados en ámbitos urbanos no es un derecho, está fuera de su alcance, es un lujo y a veces una costosa inversión. Son un ejemplo las poblaciones rurales (como los zapatistas) que han viajado en caravanas hasta la ciudad de México en condiciones precarias para darle voz a sus demandas, que casi nunca son escuchadas. Para otras poblaciones despojadas los eslóganes, un discurso político o una plataforma coherente para levantarse están fuera de su alcance; por ejemplo, la revuelta de los jóvenes de las periferias de París en 2005, o en Londres en 2011. La premisa de un levantamiento es que un conjunto preestablecido de estructuras fracasa en representar o reflejar la voluntad popular; las poblaciones sobrantes son precisamente aquellas que continúan excluidas de las estructuras democráticas. En este marco, lo mejor que pueden hacer es demandar inclusión y reconocimiento –algo que, de nuevo, se basa en la visibilidad. Por lo tanto, las poblaciones sobrantes resisten no cuando exigen visibilidad sino que se sublevan sobreviviendo, y cuando les es posible, creando enclaves de autonomía. Los desnudos (2012), un vídeo de Clarisse Hahn, y parte de su serie Le corps est une arme, muestran imágenes de una protesta de una comunidad rural de Veracruz, México, de 400 gentes que acamparon en la ciudad para exigir que el gobierno les devolviera su tierra. Tras muchos años de lucha infructuosa comenzaron a presentar en las calles sus cuerpos desnudos dos veces al día hasta que el gobierno mexicano les concedió parcialmente sus demandas. En el vídeo, Hanhn entrevista a algunos de los demostrantes, en su mayoría a mujeres, sobre su lucha y su relación con sus cuerpos. Lo que Hahn hace visible es la precariedad de las condiciones en las que los campesinos sobrevivieron en las calles de la ciudad de México hasta que sus demandas fueron cumplidas. Su batalla no fue un levantamiento, sino un continuo exponer sus cuerpos como defensa contra el necrocapitalismo, una de las manifestaciones de un absolutismo que genera plusvalía precisamente al devorar a la vida desnuda. Debemos tomar en cuenta que la gente que vive en zonas de sacrificio y que está expuesta a procesos de destrucción de su medio ambiente se caracteriza por la auto-destrucción y la destrucción del tejido social a través de varias formas de violencia individual, social, trasnacional y de Estado, como en Ciudad Juárez, México, Alberta en Canadá o la Franja de Gaza.
Está también como ejemplo el pueblo mwanza que sobrevive en las orillas del Lago Victoria en Tanzania, tal y como lo retrata Hubert Sauper en su documental La pesadilla de Darwin (2006). La película post-pornomiseria de Sauper mapea las relaciones e intereses globales que hay tras la miseria en la que viven las poblaciones autóctonas de las orillas del lago mediante la metáfora de la supervivencia darwinista del más fuerte. Sauper hace una analogía entre la perca del Nilo, que se introdujo en el lago en los años 1960s, que causó una mutación letal en el ecosistema del lago, y el pueblo mwanza, quienes con sus técnicas pre-industriales de pesca, y como consecuencia de la colonización, carecen de los medios y del know-how para sobrevivir en el ecosistema del lago. Las corporaciones trasnacionales europeas han traído al área la pesca, el procesamiento y el empacamiento industrial con el fin de exportar el pescado a Europa. La colonización y la modernización habían empobrecido a las poblaciones autóctonas acabando con su tierra al punto que dejaron de ser autónomos en su propio medioambiente. Hoy en día sobreviven de las entrañas de pescado desechadas por la planta procesadora. Devastados por una epidemia de SIDA y por la adicción a la intoxicación por quema de los empaques de polietileno en los que empaquetan al pescado, la comunidad está sumergida en el oscurantismo y la auto-destrucción, azuzada por las guerras locales libradas con armas que traen los mismos aviones que exportan el pescado a Europa. En la película Sauper ilustra claramente cómo la ideología de “la sobrevivencia del más fuerte” es el sentido común detrás de la política neoliberal y de la globalización: los débiles solo pueden ser salvados por la acción compasiva de los individuos fuertes, quienes tienen el derecho a desarrollar la economía de acuerdo con sus posibilidades e intereses. El darwinismo social es la causa directa del desmoronamiento de nuestra civilización y de que las únicas opciones de categorías que quedan después de la lucha de clases sean las de perdedores y ganadores, explotados y explotadores, incluidos y excluidos. En conclusión, el sentido común neoliberal predica que si no eres fuerte e inteligente, te mereces tu propia miseria (12).
Los pueblos miserables viven en situaciones de caracter postapocalíptico, de forma similar a los que viven en situaciones en las que la revolución ha fracasado. En la película Nervus Rerum de The Otolith Group (2008) la cámara viaja a través del campo de refugiados de Jenin en los territorios ocupados y se detiene para contemplar mercancías muertas (televisiones, un refrigerador, un coche), grafitti, caminantes (casi todos niños) transmitiendo a través de una mirada que flota, y que es inestable, una imagen de ensueño libre de coordenadas de visión humanas. La cámara no está puesta ni en un dolly ni sobre un hombro, y la cualidad flotante y de ensueño de su movimiento desfamiliariza la imagen documental brindándonos una mirada inhumana y autónoma. Lo que vemos es una zona originalmente transitoria, en la que los refugiados esperan la posibilidad de regresar, convertida en hogar permanente; la cámara nos muestra la pobreza en la que viven, la falta de infraestructura, la desconexión entre el territorio y los procesos globales. El movimiento inexorable de la cámara a través del campamento también transmite el sentimiento de estar atrapado, ya que el movimiento en sí indica que no hay hacia donde escapar. Desde ahí, se nos abre únicamente a la contemplación el horizonte inalcanzable del mar Mediterráneo visto desde el teleférico medio descompuesto de Jenin. Escuchamos citas de el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa (1982), de Prisionero enamorado (1986) y del Enemigo declarado (2004) de Jean Genet que hacen referencia al estar muerto en vida no en el sentido poético sino en el real, a la negación de la vida, a la destrucción de las relaciones entre “nosotros” y la vida, a la muerte y la conciencia de haber sido negados hasta ser nada y desaparecer, a la destrucción de un mundo. En otra escena, vemos a Zacharia Zbeidi, un antiguo líder de la resistencia de la Segunda Intifada, diciendo algo a la cámara que es inaudible para el espectador, mientras que a sus espaldas hay una televisión con imágenes de Yasser Arafat. Si la imagen de Arafat ha sobrevivido su muerte, es porque enmascara una realidad, un silencio, la ausencia de la imagen. En Nervus Rerum, los palestinos aparecen no como presencias (o ausencias) sino como sus propias sombras, atrapados entre la pesadilla y la vigilia, la vida y la muerte.
Como los palestinos, existen poblaciones sobrantes por todo el mundo que parecen vivir en el momento de pesadilla tras un desastre que acaba de ocurrir– el fracaso de las revoluciones, de las luchas de descolonización, el neocolonialismo, la imposibilidad y el sinsentido de levantarse. En 2006, en un área desértica en Anapra, Ciudad Juárez, México y en la frontera con Estados Unidos, el artista español Santiago Sierra hizo excavar en el piso a modo de tumbas las letras de la palabra “sumisión” usando la tipografía Helvética y las cubrió de concreto. Anapra es un cinturón de miseria en Ciudad Juárez, en el entrecruce de los estados de Chihuahua, Nuevo México y Tejas. Sus ciudadanos trabajan en maquiladoras y de otras formas de trabajo precario; el área registra grados altísimos de envenenamiento de sangre debido al plomo fundido que produce la compañía American Smelting and Refining en Nuevo México. Como consecuencia, la gente que vive en las zonas aledañas nace con deformaciones y las enfermedades respiratorias no son poco comunes; en esa zona aparecen también con regularidad cuerpos de mujeres asesinadas (13). En este contexto el gesto de Sierra es ambiguo: ¿se refiere la palabra a la sumisión de los habitantes de Anapra, a las condiciones de vida degradadas en las que sobreviven? Originalmente la palabra “sumisión” se iba a rellenar con gasolina para ser quemada; pero el gobierno mexicano censuró la acción. ¿Significa esto que, al impedir que la “sumisión” desapareciera al prohibir quemarla, las autoridades mexicanas se hicieron directamente responsables de la sumisión de la gente? La ambigüedad de la pieza indica la falta de horizonte político, la imposibilidad de la organización política en forma de solidaridad, sindicatos, huelgas, luchas, formas visionarias de resistencia. Esto se debe a que los habitantes de Anapra son también los sobrevivientes de una situación post-apocalíptica, del después de un desastre que acaba de ocurrir, al igual que muchas otras poblaciones del mundo que debido a la guerra, el genocidio, las catástrofes medioambientales, la extracción de recursos, la violencia lenta y otras prácticas neocoloniales sufren la destrucción de sus formas de vida.
Para describir estas situaciones el teórico libanés Jalal Touffic acuñó el concepto “el retiro de la tradición cuando acaba de ocurrir un desastre”. Según él, los efectos a largo plazo de la destrucción material y social permanecen en las profundidades del cuerpo y de la psique como efectos traumáticos latentes que devienen códigos genéticos (14). De forma similar a Touffic, la académica y activista anishinaabeweke (ojibwe) Winona La Duke ha explicado cómo su pueblo, después de haber sufrido la colonización y de vivir como ciudadanos de tercera clase durante siglos, están ahora sometidos a un liderazgo corrupto y a una epidemia de síndrome de estrés post-traumático, debida al trauma intergeneracional e histórico. La dependencia global de los combustibles fósiles constituye para el pueblo de La Duke un desastre sin fin. La suya es una de las muchas comunidades en el mundo que viven con la memoria genética de la catástrofe, que tratan de sobrevivir y que arrojan mayor número de suicidios en los Estados Unidos (15).
El daño colateral del desastre que acaba de ocurrir o que está ocurriendo implica para Touffic el retiro de la tradición, que por lo tanto requiere el trabajo de resurrección de artistas, escritores, cineastas, intelectuales, etc. Paradójicamente, el modernismo o bien rechaza la tradición de forma voluntaria o bien le resulta indiferente; únicamente los que han podido elucidar el retiro de la tradición cuando acaba de ocurrir un desastre han intentado resucitarla, pero han fracasado, porque su historia ahora la escriben los vencedores. En el caso de aquellas poblaciones que siguen vivas cuando acaba de ocurrir un desastre, el arte no puede mostrar un horizonte esperanzador, sino solamente lo que quedó. El video Ça será beau (From Beirut with Love) (2005) de Wael Noureddine es un cine-ensayo experimental, un envío postal de una ciudad desgarrada por décadas de conflicto interno. El video está filmado con una cámara que se mueve a alta velocidad y que realiza paneos azarosos y nerviosos en distintas zonas de Beirut. Noureddine muestra las huellas físicas de la Guerra Civil, del conflicto que no ha terminado. Secuencias de gente sangrando, coches quemándose, soldados distraídos, un helicóptero amenazador. Vemos tomas de distintas facciones religiosas y políticas que nos transmiten el sinsentido de su lucha, de la violencia que se desdobla ante nuestros ojos, resultado de los esfuerzos fallidos por resucitar la tradición de la Revolución traducida a la destrucción sin sentido. La destrucción del afuera se refleja en la autodestrucción del cineasta y de sus amigos en un departamento en Beirut donde beben y se inyectan heroína. La tarjeta postal de Noureddine es una misiva cínica de amor que predice un futuro oscuro de auto-destrucción y de expansión global de la violencia. Ça será beau dibuja un mundo en el que el sometimiento no puede transformarse en lucha sino solamente en auto-destrucción. Otro ejemplo en el que la auto-destrucción se convierte en un acto de insumisión queda documentado en otra de las películas de la serie de Clarisse Hahn, Le corps est un arme, Prisons (2012). La cineasta entrevista a jóvenes que usaron sus cuerpos como arma de guerra al tomar parte en una huelga de hambre en una prisión turca en el 2000. La huelga fue violentamente reprimida por el ejército turco y las dos mujeres viven hoy con las secuelas de la huelga de hambre en sus cuerpos, ya que afectó sus funciones mentales. La balada del Oppenheimer Park es una película documental del cineasta mexicano Juan Manuel Sepúlveda (2015). Filmada en el parque Oppenheimer en Vancouver (Columbia Británica, Canadá), es el resultado de dos años de interacción del cineasta con un grupo de indígenas canadienses que pasan la mayor parte de sus días en el dicho parque. Sepúlveda les propuso colaborar para hacer un ‘western’, y ésa es la narrativa general de la película. El género se materializa en una serie de props, que el cineasta inserta en el parque, y en encuentros con Bear, Janet y Harley, los personajes. Por ejemplo, la primera imagen de la película muestra un carruaje incendiándose en el parque; sombreros de vaquero, un arco y flechas se convierten en detonadores de discursos y expresiones de los personajes, que siempre están bastante intoxicados con drogas y alcohol, sobre el robo de sus tierras y sobre el territorio donde están parados, que antes era un cementerio indígena; sobre la situación de la vivienda que el Estado les proporciona y sobre otras formas de control que sufren; su falta de oportunidades, las epidemias de depresión, suicidio y adicción que está destruyendo a sus comunidades. Una fotografía de Edward S. Curtis de un indígena de principios del siglo XX, impresa a tamaño natural, aparece como un espectro para abrir una brecha entre la imagen del “pueblo en vías de desaparición” documentado por Curtis y los indígenas del Oppenheimer Park filmados por Sepúlveda cien años después, que abrazan con desafío el estereotipo del “indio borracho”. Navajazo, de Ricardo Silva (2013), retrata también un mundo post-apocalíptico. La película fue filmada en Tijuana, en la frontera con Estados Unidos, en un área de la ciudad donde cohabitan deportados de Estados Unidos, yonquis, prostitutas y gente pobre. Todos tienen en común el haber sufrido un apocalipsis, y Silva los retrata tratando de sobrevivir en un mundo donde solo se tienen a ellos mismos para resolver problemas de supervivencia cotidiana. Entre los personajes que aparecen hay un coleccionista de juguetes tirados a la basura, con los que se ha construido un palacio, un rocker metalero que toca un viejo teclado Casio, un huérfano, y una prostituta y su novio, ambos yonquis. El cineasta trata de insertar un grado de ficción mediante parámetros pre-establecidos y en diálogo con la gente que filma, a la espera de revelar algo inesperado o “verdadero”. Sin embargo, lo que muestra la película es la degradación de un mundo poblado de intoxicados y desarraigados que sufren, un pueblo diezmado y con su tejido social hecho añicos. En estas películas la gente sobrevive en situaciones en las que no solo se ha obliterado la relación entre el hombre y su mundo, sino también la relación entre el hombre y el mundo, el hombre y la naturaleza, y el sujeto consigo mismo. Poblaciones como éstas se hallan atrapadas en realidades intolerables, y lo esto ya no se contempla como una injusticia, sino como la banalidad de lo cotidiano (16). ¿Cómo rechazar la condición bajo la que viven? ¿Cómo elegir una vida digna de ser vivida? ¿Cómo pueden hacerse con las fuerzas para levantarse?
Ya que el apocalipsis ha devenido central en el imaginario neoliberal contemporáneo, está claro que las actuales relaciones de dominación han dejado de ser legibles. Lo que estamos atestiguando son formas intolerables de dependencia, por lo que, en vez de relaciones de dominación, hay competencia y destrucción sistémica que conlleva a la autodestrucción y al suicidio. Las consecuencias del desplazamiento, del despojo, de la ocupación militar y colonial son la erradicación de la identidad, la cancelación y destrucción de un mundo de pertenencia moral. Hay, por lo tanto, comunidades enteras que sobreviven el fin de(l) (sus) mundo(s) en condiciones de sinsentido y soledad. La obliteración del medio para leer un ‘mundo’ significativo en los signos naturales y culturales que los rodean, el suicidio, parece ser la única respuesta posible a la falta intolerable de reconocimiento del mundo que les rodea y del yo. Por lo tanto, y siguiendo a Franco Berardi, el suicidio ha comenzado a ser percibido como la única forma de acción efectiva de los oprimidos, el único medio para disipar la ansiedad, la depresión e y la impotencia. A su modo de ver, el suicidio –de trabajadores de France Telecom, de granjeros hindúes, de indígenas de Norte América, de jóvenes en todo el mundo– funciona como un acto final de autoafirmación antes de aceptar la derrota que anula cualquier sentido de dignidad (17) . De acuerdo con Ros Gray, quien elucidó recientemente el anudamiento urbano-industrial del ecocidio –la destrucción o pérdida de los ecosistemas de un territorio dado– y el genocidio, nuestro problema es la guerra permanente de la modernidad contra la vida (18). El legado de la Modernidad no resultó ser un horizonte de emancipación liderada por el proletariado sino una biósfera y una humanidad al borde de la extinción, que sobreviven en la auto-destrucción de las sociedades y en un mundo en ruinas. En este contexto, ¿cuál es el acto político más significativo más allá de la autodestrucción y el suicidio? Se hace evidente que solo podemos vivir mediante el uso de los recursos naturales; la expropiación de los comunes y de los medios de producción, así como la sumisión del trabajo al beneficio económico, aleja a la humanidad de la naturaleza. El capitalismo es, en resumen, un sistema suicida. Ya que la denuncia y el levantamiento orientados por el racionalismo occidental, que tienen la capacidad de exponer la dominación y mapear la violencia, no nos están llevando a ningún lado, debemos unir fuerzas para ponerle fin a la devastación a través de mediante la disolución de las expectativas de la modernidad, encontrando formas de autoorganizarnos de forma autónoma y colectiva, y creando distintas relaciones entre las formas de vida y la vida en sí.
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