Antropoceno y razón técnica: destrucción modernista y acción política*
Irmgard Emmelhainz
Publicado el 2016-06-05
I
Uno de los problemas que plantea Jurgen Habermas en su ensayo, “Ciencia y técnica como ‘ideología’”, es que el sistema se mantiene al reproducir la ficción de la salvaguardia de los privilegios de la población basada en nociones de autonomía, plenitud, sustentabilidad y autosuficiencia de los individuos y el colectivo. Es decir, el Estado se da la tarea de mantener la promesa de distribución de la riqueza en aras de plenitud para todos, y esa promesa tiene el poder de trascender los intereses particulares a las distintas clases sociales[1]. En el mismo ensayo, Habermas analiza el término de Herbert Marcuse, “razón técnica”, que plantea como una forma de ideología y otra de las herramientas necesarias para mantener al sistema a través de lo que describe como la “implantación de la acción racional con respecto a fines”[2]. Esta herramienta, para Habermas, se impone como una forma invisible de dominio político sustentada en la utilización adecuada de tecnologías y en la formación de sistemas. La razón técnica implica emplear la técnica para dominar tanto a la naturaleza como a la sociedad, y es la forma de ideología inherente a las sociedades capitalistas avanzadas que racionalizan al dominio, para mantener al aparato de dominio y ampliarlo. Bajo este marco, la legitimación del dominio apela a la creciente productividad y dominación de la naturaleza y de la sociedad, siempre bajo la promesa de proporcionar a los individuos vidas más cómodas y eficientes.
El sistema del capitalismo neoliberal que se funda, mantiene y se reproduce con la razón técnica, está fundado en un modelo de acumulación por despojo, explotación y extractivismo, desigualdad sistémica, precariedad e individualización extrema de los problemas colectivos. Este sistema ha traído destrucción medioambiental y social, calentamiento global, contaminación por emisiones de combustibles fósiles, deforestación y una división del mundo entre el urbano privilegiado y lo que Naomi Klein denomina zonas de sacrificio[3]. Para Klein, las zonas de sacrificio no son sólo comunidades enteras que sobreviven con la carga tóxica de nuestra necesidad sistémica de combustibles fósiles (que sufren como Rob Nixon llama, violencia lenta)[4], sino comunidades cuyos bienes son expropiados, explotados y destruidos, sus formas de sustentabilidad autónomas son destruidas en nombre de la modernización, bienestar y desarrollo; cuando en realidad esta destrucción tiene el objeto de sostener los privilegios de gente que vive en zonas urbanas y que justifica o ignora la destrucción bajo la lógica de la “razón técnica”.
Desde las humanidades ha sonado mucho en los últimos diez años un término para describir los efectos de la economía basada en la industrialización masiva de toda la producción y cobertura de necesidades y desesidades de la humanidad basada en la quema de combustibles fósiles: el antropoceno. Este concepto fue acuñado por el geólogo italiano Alberto Stoppani en el siglo XIX y retomado a principios del siglo XXI por el químico holandés y ganador del premio Nobel (1995) Paul Krutzen, para designar una nueva era geológica. En esta era, que empieza más o menos con la industrialización por la invención de la máquina de vapor, se hacen visibles, innegables e imborrables las huellas de la intervención humana sobre la tierra. Al mismo tiempo, y como consecuencia de la huella tangible de la intervención humana en la tierra, el antropoceno implica que la humanidad encara la amenaza de la extinción de su propia especie junto con la del planeta. En suma, el término ha proliferado en la academia anglosajona como marco de referencia para abarcar y explicar un conjunto de fenómenos actuales como lo son el cambio climático, la extinción masiva de flora y fauna, la contaminación del medioambiente, los efectos de la alimentación industrial en la salud humana y animal, etc.
Sin embargo, uno de los problemas con el término del “antropoceno” es que no denota el hecho de que vivimos bajo una era histórica caracterizada por relaciones que han privilegiado la acumulación de capital sin límites. Es por eso que algunos autores prefieren el concepto de: “capitaloceno”, porque se les hace indispensable relacionar los eventos de extinción en masa con el uso de la tierra como recurso para producir mercancías[5]. Otro tema es que el término “antropoceno” plantea al “hombre” como agente universal de la destrucción, pero sin tomar en cuenta que la lógica de producción extractivista y destructiva del medio ambiente se origina en la división occidental entre naturaleza y cultura y en la relación, también europea, entre trabajo y lenguaje. Es decir, el origen de los fenómenos que encaramos bajo el antropoceno, es la forma occidental de relacionarse con la naturaleza: una de dominación y que ha tenido como consecuencia la destrucción medioambiental. En otras palabras, el problema que plantea el antropoceno –la extinción del planeta y de la humanidad– deriva de la economía basada en la extracción de combustibles fósiles, minería invasiva y destructiva originada en la lógica de extrema dominación de la naturaleza del modernismo occidental, la “ideología de la razón técnica” de Habermas y Marcuse. Donna Haraway explica al principio de la dominación occidental como un problema de epistemología. Para ella, la dominación occidental sobre la naturaleza se origina en la separación entre naturaleza y cultura que subyace a los modos de conocimiento como la compartamentalización científica, el nombramiento de las cosas y la reincorporación de los conocimientos naturales como formas de control[6]. Por su parte, Habermas describe la relación entre lenguaje y trabajo partiendo de la definición de Hegel de la relación entre el sujeto y la naturaleza:
Para que la naturaleza pueda convertirse en un mundo del yo, el lenguaje tiene que proporcionar una mediación doble: por una parte, la disolución -y sin embargo, mantenimiento de la cosa intuida en un símbolo que representa a la cosa, y por otra parte, un distanciamiento de la conciencia con respecto a sus objetos, distanciamiento en el que yo, por medio de los símbolos que él mismo genera, permanece: cabe las cosas y cabe sí mismo. De esta forma el lenguaje es la primera categoría bajo la que el espíritu es pensado no como algo interior, sino como un medio que no está ni dentro ni fuera[7].
Según Habermas, en la cultura occidental el lenguaje y los símbolos son instrumentos para someter a los procesos naturales. El sometimiento de la naturaleza por el lenguaje y los símbolos, crea una división entre sujeto cognoscente y agente y objeto, como lo que le es ajeno al sujeto. Y esa mediación entre los dos momentos a través de los símbolos y de los instrumentos, es pensada como un proceso de exteriorización y apropiación del sujeto[8]. Al clasificar, nombrar y crear tipos, la cultura es la dominación lógica de una naturaleza peligrosa e instintiva; de la ciencia se derivan conocimiento y poder, y las ciencias naturales definen el lugar del hombre en la naturaleza y la historia y proporciona los instrumentos de dominación del cuerpo y de la comunidad. Esto se debe a que el campo de la biología moderna construye teorías sobre el cuerpo y la comunidad como análogas a la máquina capitalista y patriarcal de producción y reproducción.
En contraste, la mayoría de los pueblos originarios desarrollaron epistemologías basadas en el conocimiento incorporado, un poco parecido al “conocimiento situado” de Haraway, que concibe para criticar el aspecto descorporeizado de la epistemología científica occidental[9]. La teórica nishnaabeg (una de las primeras naciones que radican en Ontario, Quebec y Manitoba en Canadá y en Kansas, Michigan, Minnesota, Dakota del Norte, Oklahoma y Wisconsin en Estados Unidos) Leanne Simpson, describe por ejemplo, el concepto de conocimiento incorporado de su gente:
Para tener acceso al conocimiento desde la perspectiva nishnaabeg, tenemos que emplear por completo a nuestros cuerpos: nuestros seres físicos, el yo emocional, la energía espiritual y nuestro intelecto. Nuestras metodologías y formas de vida deben reflejar estos componentes de nuestro ser y la integración de los cuatro componentes en un todo. Esto da lugar a nuestras “metodologías de investigación”, nuestras formas de conocimiento, nuestros procesos para vivir en el mundo[10].
Para los nishnaabeg, el significado está en el contar y en la presencia individual y colectiva y para tener acceso a él es necesario vivir de forma tal que se llegue al equilibrio físico, intelectual, emocional y espiritual. Esto implica que el intelecto indígena no tiene límites y que el significado surge a partir del contexto y del proceso, en vez del contenido. Según Simpson, lo que implica llegar a la sabiduría dentro de la sabiduría michi saagiig nishinaabe, tiene lugar en el contexto de familia, comunidad y relaciones en el que la tierra, aki, es tanto contexto como proceso. De este modo, el proceso de aprendizaje es dirigido por el propio aprendiz y profundamente espiritual en la naturaleza. Llegar al saber es una búsqueda de la inteligencia del cuerpo entero practicada en un contexto de libertad, creando comunidades de individuos con la capacidad de sostener y avanzar tradiciones políticas y sistemas de gobernanza[11]. En cuanto al uso del lenguaje, podemos poner de ejemplo al nombre que le ha dado el pueblo mohawk al río San Lorenzo en la hoy provincia de Quebec: “Kaniatorwanenneh”, que se traduce como “gran camino acuático”, demostrando que su relación con la naturaleza es descriptiva y no denominativa, por la que no hay escisión entre sujeto y objeto de conocimiento como en la epistemología occidental.
Tenemos por lo tanto una confrontación de epistemologías, o más bien, la aniquilación de unas por otra que se ha impuesto como hegemónica desde hace 500 años. Como resultado, está la relación europea con la naturaleza bajo la premisa de que la naturaleza “está allí” para que nos la apropiemos y explotemos –el concepto de “recursos naturales” lo dice todo–, y la de interrelacionalidad y ecodependencia de los pueblos originarios, considera los ciclos naturales como parte de la vida humana. En la película de Celso Guerra, El abrazo de la serpiente (2015), vemos cómo la epistemología nativa y la occidental se confrontan una y otra vez durante el encuentro entre culturas y proceso de colonización: Karamakate es un shamán del amazonas y el último sobreviviente de su tribu quien se encuentra con dos científicos que van viajando por el Amazonas buscando una planta sagrada. Inspirada en los diarios de los exploradores Theodor Koch-Grunberg y Richard Evan Schultes, la película muestra la destrucción colonial a través de estos dos viajes paralelos por el Amazonas guiados por el shamán. A cambio de ayudarlo a encontrar los sobrevivientes de su tribu, von Martins le pide Karamatke que lo guíe en su búsqueda de la Yakuna, una flor que lo curaría de una enfermedad mortal que padece. Karamatke acepta ser su guía, con la condición de que von Martins siga sus prohibiciones que en realidad son instrucciones para relacionarse con la naturaleza. En una escena, von Martins se despierta afiebrado; Karamatke le pregunta qué ha soñado. El alemán le contesta que no ha soñado nada, que no tiene miedo de soñar, que lo que teme es morir en el Amazonas. Desafiando las prohibiciones de Karamatke, von Martins se mete al río a pescar con una lanza mientras Karamatke se da la vuelta furioso. “¿De quién necesito permiso para pescar? ¿de quién son los peces?” Le pregunta von Martins a Karamatke. En ésta y otras escenas en la película, el director muestra al proceso de colonización como una confrontación de epistemologías basadas en la manera de relacionarse con la naturaleza y el conocimiento. Es por eso que al pensar en el término “antropoceno”, necesitamos problematizar el hecho de que propone una noción de humanidad universal sin diferenciar los grados de responsabilidad de cada cultura, región o país en la destrucción medioambiental y considerar la interconexión entre naturaleza y cultura como una diferenciación epistemológica de poder y de conocimiento.
Teniendo esto en cuenta, los retos que plantea el antropoceno no implican solamente atacar elementos concretos de fenómenos ecológicos como deforestación, megaproyectos de infraestructura, extracción de minerales, quema de combustibles fósiles, extracción de gas esquisto, etc., sino que se hace imprescindible comenzar a socavar las bases occidentales del modernismo –las lógicas de progreso y emancipación a través de la tecnología, la promesa de felicidad inherente al consumo, la dominación de la naturaleza y de la sociedad a través de la razón técnica– que subyacen a la producción capitalista y que aparentemente no tienen relación con la ecología pero que de hecho son las condiciones de posibilidad de su devastación y de la normalización de dicha devastación[12]. Es decir, desde el punto de vista occidental, el futuro es vislumbrado como uno de energía renovable, ingeniería social y bioingeniería; el diseño es una herramienta para hacer la vida sustentable, con la ciencia y tecnología abocadas a producir abundancia y progreso para todos, la cultura como un horizonte de emancipación e iluminación, y la tecnocracia como la operación para hacer la vida más eficiente.
II
En este contexto, el uso de la tecnología y la tecnologización de las relaciones sociales contienen las promesas de felicidad, democracia y libertad de elección. Sin embargo, la felicidad a la que esta ideología nos da acceso es artificial, hueca y destructora del medioambiente. Valdría la pena mencionar aquí la noción de felicidad avanzada por la ecofeminista Amaia Pérez Orozco como intrínsecamente ligada a la justicia, teniendo en cuenta que los privilegios de unos son a costa de la destrucción de vidas y formas de vida de otros –a partir del que podemos dibujar una nueva división global de clases, que es parte de nosotros. Por eso, más allá del tono apocalíptico al que se puede prestar la idea del antropoceno, las preguntas que parecen urgentes, son, ¿cómo se puede politizar el término? ¿cómo inventar una forma de constitución política que pueda abarcar al antropoceno, de tal manera que hiciera las formas de política a las que nos interpela este reto legibles para todos aquellos que somos simultáneamente actores, víctimas, cómplices y responsables de la situación?[13] Es decir, podríamos argumentar que el reto principal que plantea el antropoceno es precisamente de naturaleza epistemológica: no tenemos claras las responsabilidades derivadas de nuestros privilegios, ni las relaciones entre nuestra vida cotidiana y destrucción medioambiental, ya que vivimos estas relaciones como algo lejano y abstracto.
En términos políticos, el antropoceno nos interpela para que nos hagamos responsables de un conjunto de fenómenos urgentes que superan por mucho las actuales formas de politización, movilización social y agendas políticas centradas en la desigualdad, visibilidad o denuncia, libertad de expresión y transparencia, tolerancia y anti-racismo, contra la austeridad y la eliminación del estado de bienestar. Por ejemplo, está la lucha por lograr “mejores” democracias, lo que implica darle visibilidad a agentes antagónicos presentes en un campo político para mantener las tensiones entre ellos. Sin embargo, ¿cómo podemos hablar de democracia si poblaciones enteras alrededor del mundo tienen acceso diferenciado (o negado) a bienes, recursos, servicios, educación, trabajos? Bajo la quimera de la “libre elección” y a partir de la liberalización del mercado, los consumidores tienen la opción de elegir servicios o mercancías a partir de un amplia gama de calidades y precios. Un ejemplo de diferenciación en el acceso a bienes y servicios en México son los servicios de salud, los cuales existen en un amplio rango de oferta de acuerdo con las posibilidades del cliente: está desde el Doctor Simi que cuesta cien pesos incluidos la visita médica y las medicinas, hasta el ABC de Santa Fe que por el mismo servicio y medicamentos puede cobrar hasta tres mil pesos –como en la comida orgánica y la industrializada, la diferencia reside en la calidad de los servicios y las medicinas. Otro ejemplo son las colas preferenciales en los bancos que permiten a los clientes con cuentas más importantes tener acceso más rápido a la caja; o el segundo piso del periférico, que permite a quien lo pueda pagar, evitar el tráfico del primer piso. A nivel global, está el Global Entry Pass, una membresía que ofrece entrada veloz a Estados Unidos a cambio de brindar información personal y pagar el equivalente de una visa (además de la visa). Estas formas de acceso diferenciado a bienes de consumo y servicios, socavan en esencia la lógica de la democracia, no sólo profundizando la desigualdad sino instituyendo estructuras que la perpetúan y la hacen sistémica. A escala global, un ejemplo de diferenciación de privilegios fue revelado por los Panama Papers, que reúnen información sobre los paraísos fiscales que encubren la riqueza de las élites corruptas del mundo, y que también aumentan la desigualdad. La lógica del acceso y de privilegios diferenciados aplica también a la forma de gobierno neoliberal: el Estado se hace presente estratégicamente, protegiendo y proveyendo en ciertas zonas de los países que gobierna y en otras no, de acuerdo con los intereses del capital global[14].
Parte de la razón por la cual es difícil politizar estos procesos y lógicas que nos están llevando a la auto-destrucción es que estamos intrínsecamente inmersos en ellos ya que se basan en la idea de la libertad de elección y de mercado, lo cual se ha convertido en sentido común que ha normalizado la desigualdad y los accesos diferenciados. En lo que respecta a la existencia de las zonas de sacrificio que plantea Naomi Klein, son una instancia de repetición de los procesos coloniales instaurados desde hace 500 años y que en muchas sociedades (como las latinoamericanas) están ya normalizadas; es decir, repiten la normalización del despojo colonial en nombre del desarrollo, trabajo para todos, modernización y apertura de las fronteras al comercio internacional, y tienen como consecuencia la destrucción de las formas de vida y de ganarse la vida de poblaciones originarias por todo el planeta. El problema es que las luchas que se están llevando a cabo en las zonas de sacrificio para defenderlas, son demasiado locales y aisladas de otros procesos políticos y peor aún, de los intereses de los ciudadanos globalizados del mundo. Esto se hace evidente en un reportaje reciente, ¿Podrá una minera canadiense despojar el patrimonio de 36 viejitos? el cual plantea la ordalía de la defensa de los comunes particular a los pobladores de la tercera edad en el ejido de Tenochtitlán en Ocampo, Coahuila. Un decreto presidencial de 1973 hizo a la comunidad propietaria de 10 mil 100 hectáreas de las cuales 1 300 fueron ocupadas en 2001 a partir de una concesión secreta del Estado a la minera canadiense First Majestic. Al no recibir respuesta por parte del Estado, los ejidatarios demandaron restitución por contaminación del agua y por invasión ilegal de sus tierras; cerraron el camino que pasa por sus terrenos hacia la minera, y como respuesta, el Estado les envió 40 policías. Además de que First Majestic ha sido acusada de evadir impuestos y que los ejidatarios no reciben ganancias de lo que se explota en sus tierras, la minera usa un proceso que contamina el ambiente y el agua. Lo que llama la atención de la nota es que plantea al problema de esta comunidad como particular, sin tomar en cuenta primero, el despojo generalizado del Estado en todo el país con concesiones de este tipo; segundo, que la contaminación medioambiental compete no solamente a los “ejidatarios viejitos” sino a todos, por lo que el patrimonio de los viejitos no es de ellos, sino de las generaciones que vienen. Aquí podemos retomar la idea de los pueblos originarios como guardianes de los comunes de la tierra, a la vanguardia de la defensa del medio ambiente confrontando a gobiernos de mentalidad extractiva y a instituciones administradas con la lógica neoliberal o por la ideología de la razón técnica. Este año en las islas Lelu en provincia de la Columbia Británica en Canadá, por ejemplo, la tribu Lax Kw’alaams, rechazó un billón de dólares que les ofreció Petronas LNG para construir una ducto de petróleo bajo sus tierras.
Se hace evidente que lo que está en juego con el antropoceno (o capitaloceno) es la amenaza a la vida y a las formas de vida a través del asedio neoliberal a la sustentabilidad y reproducción, azuzados por las políticas neoliberales y la nueva ola de acumulación por despojo traída por el capital extractivista[15]. Esta nueva ola de acumulación primitiva ha puesto sobre la mesa paradojas tales como el hecho de que uno de los supuestos derechos humanos sea acceso al agua potable y corriente, y que el agua que corre por las tuberías de muchas familias en áreas rurales de estados en Norteamérica como Colorado o Quebec sea flamable al haber sido contaminada por la extracción de gas esquisto, o gas natural. Una de las raíces de la normalización de la destrucción de modos y formas de vida y de ganarse la vida de unos para el privilegio de otros reside en la relación colonial de dominio a otros pueblos y a la naturaleza y al desarraigo del colonialista de la tierra. Pero es precisamente el asedio neoliberal a las formas de vida y de ganarse la vida la razón por la cual las luchas políticas se bifurcan y desconectan, cristalizándose en batallas medioambientales localizadas, transformadas en luchas identitarias, étnicas o culturales.
Lo que también está en juego es que la promesa utópica modernista de que la tecnología y la ciencia emanciparían a la humanidad han tenido un efecto histórico concreto: la extinción de miles de ecosistemas amenazando la propia existencia de los humanos. El problema es epistemológico aquí en el sentido de que la idea de destrucción o de tabula rasa es inherente a la modernidad como una forma de anticipar al progreso. De acuerdo con Bruno Latour, el modernismo “lleva consigo mismo la idea de emancipación de un pasado arcaico, estancado y sofocante, por lo tanto, lo ‘moderno’ es una forma de orientar la acción de acuerdo con una flecha de tiempo que distingue al pasado del futuro y por lo tanto implica una ruptura radical con el pasado”[16]. De este modo, la ciencia y la cultura son las herramientas que sirven para paliar los efectos de esta ruptura con el pasado y de la destrucción que habilita al progreso. Otro de los elementos de la mejora y el progreso es la crítica, la estrategia moderna que por excelencia socava a los dados de la modernidad. Es decir, la modernidad florece con la crítica para inventarse, creando nuevos híbridos y paradojas, proponer ir a otros lugares, encontrar otras formas de mirar al mundo y maneras alternas de comprender nuestra relación con el pasado[17]. La teoría crítica (desde Marx hasta la Escuela de Franfkurt al post-estructuralismo y post-obrerismo y sus derivados recientes) postulan que el modernismo pone a nuestro alcance los medios sociales, económicos y cognitivos de la liberación humana; pero dentro del marco de dominación de la naturaleza y de la sociedad. De este modo siguen persistiendo una serie de oposiciones: naturaleza/cultura; desarrollo/subdesarrollo; desaceleración/aceleracionismo; luchas de los pueblos originarios por el medio ambiente/capitalismo de extracción.
Sin embargo, para descolonizar las luchas se requiere un cambio de conciencia radical del colectivo que tal vez tarde varias generaciones en lograrse, sobre todo desde la perspectiva de la descolonización y la revalorización de las epistemologías no-occidentales aunque ante la irreversibilidad de los efectos del cambio climático sea urgente imaginar otras formas de vivir y existir en el planeta. Mientras tanto, mirando el panorama de las luchas políticas actuales, no dejo de preguntarme, ¿cuál sería un horizonte que tuvieran en común la lucha del pequeño ejido en Tenochtitlán en Ocampo, Coahuila, los indígenas de la isla de Lelu en British Columbia, el movimiento Gulf Labor que denuncia las condiciones de trabajo de los constructores de museos como el Guggenheim en Abu Dhabi, la defensa del Espacio escultórico en ciudad Universitaria?
III
Quisiera tomar como caso de estudio a esta última –a la cual me suscribo y apoyo– como un dispositivo de lucha a través del cual se pueden desgranar algunas de las contradicciones que permean las luchas políticas actuales. Todos los casos mencionados arriba, confrontan la ideología de la razón técnica y en el caso específico del Espacio escultórico, se confrontan dos caras de la modernidad: por un lado, están los aspectos destructores del modernismo neoliberal, sustentado por la razón técnica, y por el otro, la afirmación de la iluminación estética como la liberación del yugo de la razón técnica. Como ya lo mencioné, la cultura es una de las herramientas que el modernismo planteó como medio para iluminar y emancipar a la humanidad. Y no por nada, los estados neoliberales se han caracterizado por invertir cantidades sin precedentes de dinero e infraestructura en producción cultural[18].
En todo caso, el Espacio escultórico se considera la intervención de tipo land art más importante de América Latina. Fue construido en 1979 por seis artistas (Federico Silva, Manuel Felguérez, Helen Escobedo, Hersúa, Sebastián, Mathias Goeritz y Roberto Acuña). Para el evento de la inauguración del Espacio, los artistas escribieron un manifiesto en el que declaran lo siguiente: “Hemos intentado poner en práctica principios olvidados por cientos de años: buscar hacer del arte un gran acontecimiento para todos y para siempre”[19]. Buscando hermanar lo prehispánico con lo moderno, la idea detrás del enorme círculo hecho con 64 pirámides rodeando un mar de lava de 2000 años de edad, tiene la idea de ser una representación del espacio cósmico del mundo prehispánico, al tiempo que evoca la sensibilidad estética que supuesta y universalmente comparten todos los pueblos y las etnias. En el contexto de un replanteamiento de la relación del hombre con la ciudad y de una concepción de arte como “instrumento cultural transformador por vía de la sensibilidad”, el Espacio escultórico encarna la cúspide de los valores modernistas. En su centro, se colocó una placa de metal con el siguiente poema de José Vasconcelos:
Al crear el hombre un jardín,
de hecho separa lo bello de lo útil,
en el tránsito del grano a la rosa hay
el mismo salto que de la marcha
a la danza y de la representación
imaginada al dibujo que la plasma
El poema alude justamente a la transformación por el hombre de la naturaleza en cultura, el desinterés en el que se basa la experiencia estética y al aspecto mimético del arte moderno. Hace pocos años, bajo la administración del rector José Narro Robles, se aprobó el proyecto de construcción del edificio “H” de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM: ocho pisos para albergar posgrados de antropología y sociología. A pesar de la manifiesta oposición de alumnos y maestros de la universidad, el edificio se construyó alterando irremediablemente el paisaje del Espacio escultórico. Para Elena Poniatowska y para muchos arquitectos, estudiantes, artistas y productores culturales, el edificio “H” viola la belleza y el silencio que brindan el Espacio escultórico. Ya que la obra incorpora al paisaje, el horizonte es crucial en su apreciación, por eso, la aparición del edificio “H” se considera como un Error de las autoridades de la UNAM. Sin embargo, los detractores consideran que el Error se puede corregir fácilmente: la estructura metálica y paredes prefabricadas del edificio hacen que sea fácil de desmontar y de reubicar. Artistas internacionales y locales inclusive han manifestado estar dispuestos a asumir los gastos de la solución subastando obra propia, entre esos el hindú Anish Kapoor, quien acaba de inaugurar una retrospectiva en el MUAC. Por su parte, las autoridades universitarias han aceptado el “Error” al haber "dañado" el paisaje pero, rechazando la propuesta de los detractores, buscan remediar el problema buscando opciones no para desmantelar y reubicar los cuatro pisos superiores sino para camuflar la construcción, ya que según ellos, el edificio “H” no rompe con ninguna regulación.
Los detractores acusan a las autoridades de no haber “pensado en el impacto de sus decisiones”, planteando el Error como un problema moral de no cuidar al patrimonio correctamente (que es una de las tareas fundamentales de la universidad pública), como una violación a la integridad estética de la obra, y como una amenaza a la democracia: “Tal vez éste sea el último espacio público y gratuito [democrático] para la contemplación y la introspección”, concluye Poniatowska en su artículo. Sin embargo, a pesar de que las acusaciones de los detractores son válidas, se hace evidente que lo que en realidad está en juego es la neoliberalización de la universidad pública y la confrontación de dos puntos de vista, el de la estética moderna contra el de la tecnocracia neoliberal, basada en la razón técnica con el objetivo de maximizar recursos. Paradójicamente, la ideología de razón técnica manifestada en las políticas neoliberales es una versión extrema de los valores modernistas –ahora volcados hacia sí mismos trayendo la extinción masiva o auto-destrucción, en este caso, del patrimonio. Como ya lo mencioné, la destrucción es inherente a la modernidad, manifestada en sus casos extremos en cacerías de brujas, proyectos coloniales, el Holocausto, en el aceleracionismo.
Si para la élite cultivada y globalizada, productora de arte y cultura, el edificio “H” destruye el aspecto sagrado, la pureza de la contemplación del paisaje que brinda la escultura, es fácil imaginar la lógica detrás la construcción del edificio: el pragmatismo detrás de hacer eficiente, de explotar los recursos espaciales de la universidad en aras de la extracción de plusvalía –en este caso, albergar nuevos posgrados y dar cabida a más estudiantes. Aquí surge otra paradoja: la desfiguración del Espacio escultórico refleja la destrucción de las humanidades en la academia. En muchas universidades alrededor del mundo, los departamentos de humanidades están siendo desmantelados, incorporados a otros departamentos o se les está cortando el presupuesto, bajo la lógica de que dichas disciplinas carecen de una vocación productiva, ya que las habilidades críticas que inculcan en realidad no son útiles. Desde el punto de vista tecnocrático, lo mismo podría decirse del espacio que circunda al Espacio escultórico: es un desperdicio. No está de más aquí recordar un caso análogo: la construcción de la sede de su corporativo de Carlos Slim, la Torre Inbursa, en la zona arqueológica de Cuicuilco, irónicamente a escasos kilómetros del Espacio escultórico. Hace casi 20 años, antropólogos, arqueólogos y vecinos se unieron para defender el patrimonio cultural que representaba la pirámide y para exigir la suspensión del proyecto concebido por Teodoro de González de León. Además de enfatizar el tema de la corrupción –en el cambio de uso de suelo, la concesión del gobierno de terrenos patrimonio cultural vendido a un particular que facilitó la construcción, se planteó el problema fundamental de la destrucción del núcleo ceremonial de la zona arqueológica. La solución que planteó el corporativo fue reducir la torre; al final, Slim “cedió” y construyó 7 de los 22 pisos originalmente proyectados. Supuestamente en diálogo con los detractores que denunciaban este caso también de contaminación visual, Slim materializó la “mejor solución estética pero no la económica”.
Claramente ambos casos son instancias de confrontación de la razón técnica contra a la acusación moral los ciudadanos consternados. En ambos casos, se planteó la violación del patrimonio como un problema moral, no político de gestión del bien común. Esta discrepancia, contiene implícita la tácita aprobación del nuevo esquema de gobierno público-privado (ejemplificado en la manera en la que funciona el MUAC), que implica la ampliación de los sistemas de acción racional con respecto a fines, considerando al patrimonio como un recurso a ser administrado, en vez de ser una instancia de gestión democrática y autónoma de los comunes. Podría concluir con que la epistemología moderna –nuestras formas de saber y de ver, son precisamente cómplices de la materialización de la modernidad en la potencial extinción del planeta (que aquí se manifiesta en la impune destrucción del patrimonio). En ese sentido, el modernismo, al tiempo que contiene las semillas para la emancipación universal a través de herramientas como la crítica negativa, la universalidad, la auto-reflexividad, la ciencia, la cultura y el conocimiento, contiene los elementos para su propia destrucción, basado en la relación de instrumentalización, destrucción y dominio de la naturaleza y de las sociedades que he descrito arriba. En su versión neoliberal, el modernismo implica asignarle valor a todo para crear la mayor cantidad posible de nichos de extracción de plusvalía. Por eso, la lógica extractiva que parte de la dominación de la naturaleza está siendo llevada a su extremo en la destrucción actual del planeta. Y aquí hay un fenómeno que podemos observar: los procesos de destrucción de la naturaleza y patrimonio se reflejan en la auto-destrucción no sólo del tejido social de regiones a lo largo y ancho del planeta como Ciudad Juárez, las favelas de Lagos en Nigeria o de Sao Paulo en Brasil, sino la autodestrucción: las epidemias de suicidios (de campesinos hindúes endeudados, de trabajadores de France Telcom despedidos), de asesinatos de masa seguidos de suicidios, feminicidios, o de adicciones a drogas, alcohol y antidepresivos.
A su vez, la subjetividad moderna está siendo llevada a su extremo en la figura del emprendedor neoliberal autosuficiente que transfiere la responsabilidad de los sujetos del Estado y de la comunidad al individuo. De esta manera, la racionalidad neoliberal le da forma no sólo a la vida política, sino que los valores de mercado comienzan a darle forma a todos los aspectos de la sociedad. Como consecuencia, el individuo/institución/corporación no tiene intereses u obligaciones más allá de sus propios intereses. Así, el interés privado se convierte en la negación de los valores públicos para desdibujar las responsabilidades colectivas. La pregunta que surge es, si el Estado no es responsable del colectivo ni del individuo, ¿en base a qué criterios definimos las responsabilidades del Estado y por ende, las luchas políticas? Cuando un miércoles de contingencia ambiental el gobernador de la ciudad de México, Gabriel Mancera, tomó la medida extraordinaria de re-instituir el No circula en la ciudad de México, la compañía de servicios de transporte Über, cobró hasta cinco veces más su tarifa normal. Algunos usuarios enfurecidos, exigieron intervención del gobierno, mientras que para otros, dicha intervención sería injustificada e innecesaria, ya que siendo Über un servicio privado como otros similares, brinda al usuario la libertad de decidir cuál le conviene más. Siguiendo la lógica de la doctrina del libre mercado al pie de la letra, si el Estado interviniera, impediría la evolución natural del mercado, ya que Über tiene la libertad de responsabilizarse o no de la movilidad de los ciudadanos. Sin embargo, la no intervención del gobierno se justifica en realidad bajo el supuesto de que la compañía es libre de aprovechar al máximo el repentino exceso de demanda para aumentar sus ganancias. Paradójicamente, la misma lógica postula que el Estado invierta y mejore el transporte público. Las políticas que siguen el criterio de “libertad de mercado”, permiten por un lado que el sector privado especule con los precios ante una minoría de usuarios y por otro, que el Estado sea el proveedor de los servicios más accesibles para la mayoría de la sociedad: el transporte público. De este modo, se sigue reafirmando la diferenciación neoliberal de acceso a bienes y servicios, siendo el Estado el proveedor de los bienes de menor calidad (educación, transporte, salud) lo que sigue justificando su privatización y la diferenciación de acceso.
¿Se podría organizar una lucha política contra esta lógica de acceso/gobierno diferenciado, contra la razón técnica neoliberal? Sí, pero en cuanto a que estuvieran organizadas justamente en contra del sentido común derivado de la ideología de la razón técnica, del conocimiento aplicado que define, ordena y calcula al mundo en nombre de la eficiencia y progreso. De otra manera, y a menos de que se descolonicen y se incorpore la conciencia de sus contradicciones, las luchas políticas seguirán legitimando el dominio neoliberal y disociándose unas de otras, reflejando el agotamiento de la izquierda (masculina) occidental. En esta época de guerra permanente, de asesinato de varias especies, de genocidios, de urgencia ante el cambio climático y del planeta sufriendo transformaciones sistémicas, se necesita construir un mundo más vivible en aras de la gestión autónoma del bien común, a través de un proyecto colectivo hecho de conexiones parciales y lleno de contradicciones, teniendo en cuenta la urgencia de reducir al consumo y proponer soluciones a la injusticia social, basado en la idea del “buen vivir” para todos.