Netflix, Narcos y realismo mágico neoliberal, ¿sí o qué?
Arte y Trabajo BWEPS*
Publicado el 2017-09-17
Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Gabriel García Márquez
La cocaína es la bomba atómica de Latinoamérica.
Carlos Ledher
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Aunque hoy en día Netflix es un must-have para millones de usuarios cibernéticos dentro y fuera de los Estados Unidos –recemos, juntos, para que nuestros módems funcionen adecuadamente–, no fue hasta el 2007 (ocho años después de que apostó, con la sombra del magnate Blockbusteriano encima, por distribuir DVD’s-a-domicilio a cambio de una módica tarifa mensual) cuando uno de los start-ups californianos hasta la fecha más exitosos inauguró su plataforma de transmisión por redes de películas, series y documentales. Y hasta el 2011 no comenzó a adquirir, producir, co-producir y controlar el consumo de contenido audiovisual bajo el rubro de Netflix Originals, proyecto que inauguró, en plan telón rojo, con el drama político House of Cards.
Para el 2015, sin embargo, fuimos millones los que presenciamos el debut de Narcos, uno de los primeros recuentos de largo aliento –y el primer original estructurado plenamente en español e inglés– que trata las peripecias de Pablo Emilio Escobar Gaviria, el repudiado al igual que elogiado, pero ciertamente icónico, narcotraficante colombiano. Y las presenta desde sus inicios como contrabandista de mercancías hasta su captura y muerte.
Mientras los personajes que figuran en Narcos parlotean mayoritariamente en un español no siempre colombiano, la narrativa que hila los sucesos, nudos y quiebres de los acontecimientos en las primeras dos temporadas de la serie, se habla –para nuestro deleite periférico– desde el diario de trabajo o crónica de guerra yankee de Steve Murphy, un ex-agente de la DEA, cuyo curioso raciocinio –¿o colonial gaze?– tipifica su vivencia con la Colombia de Escobar como mágico realista o algo demasiado raro para creer, incluso décadas después de su predecible, e históricamente comprobable, desenlace.
¿Será que se nos pasó lo berraco y ya no podemos con la adicción a un ordenamiento de lo fáctico filtrado por la mirada policíaca de Occidente? ¿Es la narración en inglés un ancla para que ciertos usuarios desde EE.UU. no se pierdan en ese post-Macondo demasiado mágico para su propio bien? O, en todo caso, ¿puede fungir Narcos como una apología para el intervencionismo yankee en Latinoamérica, disimulada como interés multicultural, en lo complejo de la realidad no-estadounidense y/o la figura del narcotraficante que opta por la supuesta “salida fácil” de la pobreza asfixiante?
Quizá la importancia de Narcos no se deba tanto a su recepción crítica como a lo que sugiere en cuanto a la plataforma y sus originals, es decir, a cómo Netflix moviliza la información que recauda de sus usuarios para controlar de una forma u otra el consumo audiovisual.
Tras éxitos de streaming como la mentada House of Cards –una adaptación yankee de la miniserie inglesa del mismo título basada en las novelas best seller del escritor y político derechista Michael Dobbs– o la galardonada Orange is the New Black –que ofrece una mirada íntima sobre la experiencia del encarcelamiento de mujeres de estratos bajos en los EE.UU. desde la perspectiva juguetona de una clasemediera anglo–, mediante Narcos, clasificada como drama criminal, los originals se aventuran en el nicho inexplorado de Latinoamérica en la, claro está, más jugosa de sus modalidades, el narcotráfico y la violencia: realismo, magia y subdesarrollo y, por supuesto, latinas hot, very hot, mucho caliente.
Por si hubiéramos olvidado que Pablo Escobar –y su barriga de patrón, nunca de asalariado– sigue siendo el máximo referente del imaginario gangster tropical, los productores retroalimentan el proceso de producción de la serie no solo vía la muy efectiva campaña mercadotécnica del ad sino mediante la captura inteligente –¿mágica?– de la información personal de sus usuarios. Pues Netflix sabe qué vemos, cuándo y por cuánto tiempo, cuántas veces y por qué. Su servicio es una base de datos espejo. Una especulación controlada post-televisiva cuya función parece oscilar entre un recordatorio cínico y un adiestramiento pedagógico. El objetivo de Netflix es conocerte mejor que tú a ti mismo.
Pero las cándidas historietas originals también son ejercicios audiovisuales y semioextractivistas fundamentados en estudios de mercado avant-garde, esto es, mediante procesos automatizados mediante data-mining software que detecta y captura patrones tan sensibles como la cantidad de veces y el tiempo que determinado usuario opta por hacer una pausa, reproducir o adelantar un episodio, una película, o una serie en su totalidad. Dicho en otras palabras: se utiliza una tecnología sofisticada e intangible para explotar una estrategia propia de la industria cultural televisiva y cinematográfica con el noble propósito no ya de brindar un producto determinado porque Netflix así lo quiere, sino porque nosotros, en nuestra digital footprint, lo pedimos… aunque no podamos decir con seguridad qué parte de nuestro cerebro lo hizo.
La cosa es que, además de contratar a etnógrafos, programadores y urbanistas informáticos, Netflix subcontrata a usuarios seleccionados por su relevancia estadística para sembrar tags –¿acaso crecen con tanta facilidad como la planta de coca? – en los campos de contenido cuya totalidad, el de los metadata, está compuesta por las parcelas singulares que cada uno de nosotros, los usuarios, cultivamos y que, según Joris Evers, el ex-director de comunicación internacional de la empresa, equivale numéricamente a 33 millones de versiones distintas de Netflix[1]. Parece más complejo que las 7 versiones que, hasta la fecha, se conocen de la Matrix.
Que los capitales como el que ahora nos ocupa hayan desacralizado para siempre el aura del cazatalentos hollywoodense o del productor-aventurero, cuya mayor virtud es el olfato para sobreexplotar sex symbols, es lo de menos. Hoy en día el capital contemporáneo sabe qué productos culturales queremos y cómo queremos que luzcan, y ello antes incluso de que logremos articular nuestro deseo.
O aceptamos, pues, que por el momento estamos en la era de un individualismo microcósmico donde el tiempo-espacio se acopla a nuestros anhelos, es custom por antonomasia, o no pensamos nada de lo dicho porque la euforia de chutarse 13 horas de serie con los ojos llorosos, como experiencia sublime del ocio, es prueba suficiente de que el trabajo más difícil ya está hecho y solo cuesta $8.99 USD cada 30 días.
Bajo este régimen de consumo participativo, integrado en una economía doméstica flexible y financiera, nos reconforta recordar los tiempos en que las cosas no eran así. Netflix lo sabe, por eso sus producciones recientes de mayor éxito están ambientadas en los años ochenta: son series nostálgicas para adultos infantiles. Esto nos empuja a que hagamos una genealogía desde las entrañas mismas del asunto. Efectivamente, mientras Netflix nos alimenta con una misma papilla audiovisual global, depende por completo del incremento de nuevos suscriptores para sustentar su deuda –que en dos años se ha duplicado a 4,8 billones de dólares[2]– esto es, de la cría de más bebés con tarjetas de crédito que vuelvan, una y otra vez, al sentimiento oceánico prenatal de una era perdida y mitificada en que el neoliberalismo no era ley[3], pero que es cuando éste, paradójicamente, se instaura.
Si Netflix no logra al menos el mismo número de original hits en los próximos, digamos, dos o tres años, es posible que una burbuja estalle.
Y aunque sus directivos guarden silencio al respecto, algunos shows de elevado costo y que estaban proyectados para varias temporadas –como The Get Down y Sense8– se han empezado a cancelar. Más allá de estas pérdidas, la confianza de Netflix viene de los mercados externos, por supuesto: por primera vez los suscriptores de fuera superan masivamente a los de dentro. Desde el año pasado un montón de títulos multinacionales (así Okja de Corea del Sur, la brasileña 3%, El Chapo e Ingobernable desde México, o Four Seasons in Havana) han venido a paliar el déficit crediticio. Y mientras siga bloqueado el acceso al capitalismo chino, Pablo Escobar y el Cartel de Cali entran en acción como una sola categoría latinoamericana, exactamente como lo hiciera la Academia Sueca con su Premio Nobel al consagrar, en 1972, a Gabriel García Márquez como líder de uno de los carteles literarios más poderosos de Occidente, especulando y transfiriendo plusvalor simbólico desde un subcontinente presuntamente unificado.
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Frederic Jameson describe las películas de nostalgia como “algo que reestructura todo el campo del pastiche y lo proyecta a un nivel colectivo y social.” Pone de ejemplo la cinta American Graffitti (1973), y la caracteriza como “un intento de recobrar la realidad, hipnótica y ya perdida, de la era Eisenhower: casi diríamos que, al menos para los norteamericanos, la década de los cincuenta sigue siendo el más privilegiado de los objetos de deseo perdidos”[4].
En la historia económica mundial las décadas de los 50 y 60 se conocen como los años dorados del capitalismo, un período de crecimiento económico sin precedentes en un panorama geopolítico recién dividido en dos bloques antagónicos, uno socialista y otro capitalista. No obstante, esa época llega a su fin en los primeros años de los 70, ya que el incremento desmedido de la inflación, el estancamiento, la deuda externa y la crisis del petróleo conducen inexorablemente a una depresión generalizada. En consecuencia, a inicios de los 80, Estados Unidos intenta recuperar el brillo de aquellos años de bonanza mediante un fuerte nacionalismo y la genialidad de Reagan: el neoconservadurismo, o la combinación de unos valores supremacistas con una política económica neoliberal.
Para Reagan, la familia, la religión y el trabajo únicamente se defendían del terrorismo comunista mediante la imposición del sano y libre mercado. Era necesario entonces reducir el gasto social y estimular el gasto militar. Solo así sería posible restituir mágicamente los valores de uso fordistas.
La maniobra ideológica de Narcos se podría insertar en la misma tradición que la película de nostalgia de la que habla Jameson, con la peculiaridad de que para esta producción original del nuevo milenio los años 50 quedan demasiado lejos, y lo que su “nostalgia” alcanza a avistar/añorar es precisamente la era de Reagan. Los algoritmos de Netflix nos indican que los malestares de esos años no se han superado y que, al contrario, siguen vigentes.
En el caso de Narcos, sobre el “narco-terrorismo” no se polemiza, sino que se representa tal y como fue definido en la administración de Reagan, como unos “movimientos de guerrilla financiados por la droga o por impuestos a narcotraficantes”, como “sindicatos de la droga que usan métodos terroristas para contrarrestar el aparato estatal de aplicación de la ley” y también como un “terrorismo patrocinado por un Estado relacionado con crímenes de drogas.”[5]
La película de la nostalgia también se caracteriza como
una nueva hipnótica moda estética [que] nace como el síntoma sofisticado de la liquidación de la historicidad, de la pérdida de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de modo activo. Pero no podemos decir que esta extraña ocultación del presente se produzca en virtud de su propio poder formal. Se limita únicamente a mostrar, a través de sus contradicciones internas, hasta qué punto es total una situación en la que somos cada vez menos capaces de modelar representaciones de nuestra propia experiencia presente.
Es decir, que Narcos, en su intento “documental” y “objetivo” de narrar el pasado, lo paraliza. Aunque en ciertos momentos se insinúe como una (auto)crítica de las políticas intervencionistas de EE.UU. en Latinoamérica[6], apenas cumple el requisito de political correctness, y ante la imposibilidad de que ella se vea a sí misma fuera de la narrativa que la presenta como la nación elegida de Dios, no se asume históricamente el papel de Norteamérica en el conflicto armado colombiano.
La tautológica advertencia que atraviesa todas las temporadas es la misma: “Esta dramatización está inspirada en eventos reales. Sin embargo, ciertas escenas, personajes, nombres, negocios, incidentes, localizaciones y eventos han sido tratados desde la ficción con fines dramáticos”. En Narcos lo documental es, ante todo, un look necesario. El uso de fotografías y videos de archivo son anclajes o tags emocionales para establecer el marco temporal en el que trabaja la serie, es decir, la inminente caída del bloque socialista y los correspondientes desfiguros sociopolíticos. En cuanto al espacio, este está delimitado por una advertencia que abre la serie, al inicio del primer capítulo de la primera temporada, y que solo vuelve a aparecer en forma de comentarios del narrador antes de que se describan unos sucesos demasiado extraños como para resultar creíbles. Con esta frase se justifican las distorsiones de las normas de lo posible a las que está acostumbrado el mundo libre y civilizado: “El realismo mágico se define como aquello que ocurre cuando una situación extremadamente detallada, realista es invadida por algo que es demasiado extraño para ser creído.”
En este sentido, ¿es el realismo mágico en Narcos un mero tag generacional? Si así fuese, ¿por qué necesitó Netflix ese tag? ¿Qué pepita de oro intergeneracional y transeccional hallaron las micromáquinas mineras escarbando en el cerebro interconectado de la humanidad occidentalizada?
El chileno Raúl Rodríguez Freire ofrece una lectura del realismo mágico según la cual, gracias al recurso a la magia o a lo maravilloso, las novelas Los pasos perdidos y Cien años de soledad habrían sublimado la violencia con la que fueron fundadas los estados nacionales de Latinoamérica. Ya que, al tratar la fundación de ciudades como un proceso libre de sangre y polvo, estarían sustituyendo el mecanismo de muerte que caracteriza este ordenamiento originario –pisar, dividir y explotar una porción de naturaleza, según Carl Schmitt– por una “verdad desaforada” y maravillosa. Por un ordenamiento fundamental o nomos[7].
La apelación al realismo mágico en Narcos habla también de un ordenamiento territorial y de una redistribución de los dominios de un imperio, redistribución que ahora se sublima ya no como magia sino como extrañeza. Y es que en el contexto del final de los 80, y en paralelo con la conversión inducida de los rebeldes muyahidines afganos en células fundamentalistas anti-soviéticas, podría decirse que la guerra contra las drogas habría sido una estrategia militar y un giro en la narrativa imperialista para sustituir las ya disfuncionales dictaduras setenteras y los clásicos aparatos represivos anticomunistas a lo largo y ancho de Sudamérica.
En efecto, como anota Suely Rolnik, el poder que ejercían aquellos regímenes totalitarios, así como las subjetividades que producían, habían dejado de ser útiles para las nuevas demandas afectivas del capitalismo en transformación. Mientras toda dictadura, para operar adecuadamente, depende fuertemente de identidades rígidas, el neoliberalismo funciona mediante subjetividades flexibles de identidad volátil. Por eso Washington decidió, entonces, que era indispensable una Latinoamérica democrática que fluyera, como se debe, con las economías posfordistas[8]. En México dicho proceso se consagra en el periodo de Carlos Salinas.
Este subtexto está presente en Narcos. Se detecta en los constantes jaloneos entre la DEA y la CIA mientras compiten por la atención y los presupuestos del Congreso, el Presidente y las industrias armamentistas, así como en la caricaturización de la guerrilla. Hay que reconocer que los guionistas supieron captar el fino sentido del humor anti-comunista de Ronald Reagan.
El nomos que se implanta aquí -o el ordenamiento que se está fundando- no es ya el de lo Occidental a secas ni el del Estado-nación moderno. Es un nomos mágico-realista y neoliberal.
Sin embargo, con el final de la Guerra Fría -y de la Historia-, este reordenamiento imperial necesitaba de una justificación que fuera más allá de la narrativa de la lucha por la libertad y los valores de Occidente. La doctrina Monroe no se debilitó, no se puso en duda, al contrario, se vio reforzada. Y las operaciones del realismo mágico vuelven a ser útiles en este punto, pues suponen la justificación ética de las nuevas violencias hegemónicas.
Como Franco Moretti escribió, en 1994, sobre Cien años de soledad:
[L]a novela surge de una complicidad entre "magia e Imperio", donde la "retórica de la inocencia" de la literatura moderna realiza su estrategia de negación y desaprobación dando un paso más allá, hasta el corazón mismo de la víctima. Si la "retórica de la inocencia", descubierta por Goethe en Fausto, es el medio por el que Occidente "reconoce lúcidamente la necesidad de la violencia para [su propia] vida civilizada", a la vez que establece "la necesidad de su desaprobación para la conciencia civilizada de occidente", entonces el realismo mágico de García Márquez incorpora servilmente tal retórica a los mecanismos literarios de la semiperiferia del sistema-mundo.[9]
Si damos por buena esta interpretación, el agente Murphy resultaría ser en realidad un meta-agente encubierto del realismo mágico neoliberal que, abatido entre el sueño, la depresión y el creciente alcoholismo de los 80, no puede controlarse a sí mismo si no es tomando distancia con respecto a su propia violencia, relativizando cada una de sus instituciones y conductas mediante moderadas dosis de pastillas de hedonismo ético, de tal manera que no se despedaza al país o a la civilización en cuestión, sino que se mantiene bajo control, en permanente tensión –para su guilty pleasure– entre el encantamiento y el desencantamiento.
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Pero, ¿cuál es el interés de Netflix en producir un relato fundamentado en ese nomos mágico-neoliberal? ¿Qué lectura ideológica concreta se puede extraer de Narcos?
Aquí la convergencia entre Netflix y el realismo mágico es sumamente interesante si pensamos Narcos como el despliegue de un nuevo mito fundacional que ya no da cuenta del despojo y ultraje de los recursos materiales en Latinoamérica –subcontinente– sino que imagina el triunfo de cierta cultura posmoderna, a la vez global y estadounidense[10]. El discurso narrativo, entonces, enuncia el paradigma propio de un nuevo modelo extractivista, uno que sigue sustrayendo y se sigue lucrando, pero de recursos cognitivos. Un raciocinio a la vanguardia, pues, del sistema-mundo global.
Por eso Netflix también es la United Fruit Company de un capitalismo cognitivo que se arriesga –“I’m going all in”, dice Murphy– para consumar su destino, el de cosechar y etiquetar nuestros deseos, signos y memoria. Que explora, extrae, procesa, empaqueta, consume y exporta para vendernos significantes que promulgan esos entendimientos –o prejuicios– eurocéntrico-coloniales.
Y es que los narco-dramas no son una invención del start-up californiano. El cártel de los sapos, El señor de los cielos o La reina del sur, por ejemplo, pueden considerarse antecedentes subdesarrollados de Narcos. Eran los avales mercantiles que le aseguraban a Netflix que su inversión no era tan riesgosa porque había un mercado seguro, ávido de relatos tejidos como tour de la mafia-tropical. La apuesta de Narcos, vista así, consiste en pulir dichos relatos, en hacerlos original para que se inserten en el streaming global que solo su plataforma puede brindar a los cinco continentes. Estamos ante una determinada apropiación cultural cuya comparación más adecuada quizá sea hipotética: ¿cómo sería un original biográfico de Osama Bin Landen o Abu Bakr Al Baghdadi? Suponiendo, claro, que le tome al middle east unos 20 años para lograr estabilizarse. O, en todo caso, que algún día la población de Raqqa y Mosul tenga las tarjetas de crédito, el tiempo libre y el “sentido común” suficientes como para consumir el contenido de Netflix y echarle una manita de gato a su parcela metadática.
¿Sí o no, Gonorreas?