Elogio del agente de aduanas: la suspicacia como práctica crítica
Carlos Copertone
Publicado el 2020-11-08
Los historiadores del arte, en ocasiones, se comportan de una manera injusta y, ya sea de manera consciente o inconsciente, esquivan, ningunean e invisibilizan la aportación de ciertos agentes cuya labor parece esencial a la hora de definir un determinado canon estético.
Estas pequeñas aportaciones las llevan a cabo personas, a menudo desconocidas, que realizan una callada, infatigable y anónima labor de cribado que evita la degradación del corpus creativo de la contemporaneidad. Se les conoce con el nombre de agentes de aduana. Su trabajo es el mismo en todos los países: supervisar el comercio internacional, proteger los intereses financieros, tratar de evitar el comercio desleal e ilegal y exigir los aranceles correspondientes como consecuencia de la entrada de mercancías procedentes del exterior.
Es en el desarrollo de estas tareas donde aparece la suspicacia como expresión contemporánea, como una posible relectura crítica de las materialidades migrantes, como auténtica práctica curatorial, no ya independiente, sino inserta en una estructura o sistema evolutivo y complejo.
No en vano, tal síntoma viene a actuar como paradigma y sublimación de una actitud generalizada de buena parte de la sociedad ante el arte contemporáneo: la desconfianza y la sospecha. En definitiva, es el conjunto del aparato social el que opera a través de los criterios de los funcionarios de aduanas.
Poner el foco sobre tales agentes, sacarlos del anonimato de una práctica burocratizada que ensombrece la brillantez de sus logros y su enorme potencial crítico, teorizar sobre sus técnicas de análisis y la pertinencia de sus conclusiones, en ocasiones, inapelables, constituye una labor aún pendiente.
Con el ánimo de subsanar esta carencia citamos tres ejemplos de esta heterodoxa, pero eficiente práctica que toma como punto de partida el recelo, la desconfianza, la prudencia exacerbada... la suspicacia en definitiva. Estos casos se proyectan sobre sendas obras: L'Oiseau dans l'espace (1926), de Constantin Brancusi, Six Alternating Cool White/Warm White Fluorescent Lights Vertical and Centred (1973), de Dan Flavin y más recientemente, An Unholy Alliance (2016), de Cristina Garrido.
A través de estas tres esculturas y sus vicisitudes fronterizas comprobaremos de qué manera la labor de los agentes de aduana ha ido generando un corpus curatorial susceptible, entre otros aspectos, de dar lugar a una definición jurídica de la obra de arte, de llevar a cabo una suerte de “deconstrucción” de un todo en sus distintas partes, subrayando la autonomía de cada una de ellas y, en fin, de transmutar la naturaleza de la pieza de arte para concebirla como display o receptáculo transmisor (al menos potencialmente) de sustancias ilegales.
En el caso de L'Oiseau dans l'espace (Pájaro en el espacio), del artista rumano Constantin Brancusi, la controversia tuvo lugar cuando Marcel Duchamp, que en ese momento era marchante del artista, envió un buen número de esculturas desde Francia a Estados Unidos para ser exhibidas en Nueva York y Chicago. Tras verificarse el contenido del cargamento en la aduana, los agentes encontraron una figura de bronce pulido, de un dorado brillante y de cerca de metro y medio de altura que, en nada se parecía a un pájaro. Como no encontraron ningún parecido con ese animal al que decía representar, la gravaron con los aranceles correspondientes a “utensilios de cocina y hospital”, a diferencia de lo que hubiera ocurrido en caso de verificarse que se trataba de una obra de arte, en cuyo caso se encontraría exenta de pagar arancel.
La mirada de los agentes aduaneros no dejaba lugar a equívocos: aquello no era un pájaro. Se trataba de un trozo de metal pulido. Es cierto que aquello no era incompatible con el propósito de Brancusi, quien afirmó que no trató de esculpir un pájaro, sino su vuelo, pero fuere lo que fuere, para los agentes aquello no era arte.
Los funcionarios de aduana tenían claro que una obra de arte debía ser un eco imitativo de los objetos naturales y, a ser posible, en sus verdaderas proporciones. La fidelidad a su discurso realista por parte de la aduana llevó al escultor rumano a interponer una demanda que obligó a que la justicia tuviera que definir qué era el arte, desentrañar la verdadera naturaleza de ese objeto que tenían delante de sus ojos y cuál era, en definitiva, la esencia de la escultura.
Brancusi contra Estados Unidos fue, probablemente uno de los primeros pleitos donde todas estas cuestiones salieron a relucir (1). En el proceso, tras la declaración de directores de museos y expertos en artes plásticas del país, la sentencia del Tribunal de Aduanas de Estados Unidos, de 26 de noviembre de 1928, dio la razón al artista, señalando lo siguiente:
“Se ha demostrado que el objeto sobre el que debemos pronunciarnos sirve a fines puramente decorativos, su utilidad es la misma que la que pudiera tener cualquier escultura de los maestros antiguos. Es bello y de líneas simétricas y aunque sea algo difícil relacionarlo con un pájaro, resulta agradable contemplarlo e interesa por su gran valor decorativo. Y puesto que a la luz de las pruebas aportadas entendemos que se trata de la producción original de un escultor profesional y que de acuerdo con las autoridades en la materia más arriba indicadas constituye efectivamente una escultura y una obra de arte, estimamos el recurso presentado y fallamos que el objeto importado está exento de gravámenes arancelarios.”
La apelación a conceptos como la utilidad, la belleza o el carácter decorativo no se contradice con el efecto rupturista que en ese momento estaban generando las vanguardias artísticas, pero el Tribunal también afirmó que “(...) esas ideas de vanguardia y sin perjuicio de que nos declaremos afines o no a las escuelas que las propugnan, estimamos que se deben tener en cuenta, toda vez que su existencia e influencia en el mundo del arte han sido reconocidas.”
La radicalidad del criterio curatorial de los agentes de aduana, que no veían en ese bronce de Brancusi ni una obra de arte ni un pájaro, sufrió un serio varapalo con la decisión de la justicia lo que, sin duda, les debió provocar trinos, revuelo y cacareo.
Varias décadas más tarde otra pieza que se alegaba escultórica -Six Alternating Cool White/Warm White Fluorescent Lights Vertical and Centred (1973), de Dan Flavin- iba a ser la llamada a aportarnos nuevos enfoques del argumentario aduanero, conectado en esta ocasión con las corrientes postestructuralista y deconstructivista.
En 2006 esta obra, que como muchas otras del artista, estaba conformada por tubos de neón, fue enviada (debidamente desmontada y con cada tubo embalado individualmente) desde los Estados Unidos a Londres para ser expuesta en la galería Haunch of Venison. En aduana no se consideró que aquello fuera una obra de arte merecedora de la aplicación del arancel reducido o exento, sino que se aplicó el arancel correspondiente a objetos de iluminación.
Tras una serie de alegaciones, la justicia británica dio la razón a la galería, al considerar que nos encontrábamos ante una genuina obra de arte, anulando el arancel aplicado en aduana. Ahora bien, la Comisión Europea (competente en materia aduanera) concluyó que el criterio de los agentes de aduana era el correcto, al entender que la valoración a los efectos del arancel de los objetos introducidos en el territorio de la Unión Europea debe corresponderse con su realidad material y que ninguno de ellos, individualmente considerados, podía tomarse como una obra de arte, dado que su carácter artístico no descansa en los distintos elementos materiales que la componen, sino que únicamente aparece con su posterior montaje y disposición.
El discurso “deconstructivista” de los agentes de aduana, avalado por la Comisión Europea, propone, por lo tanto, una toma en consideración de cada elemento aislado del conjunto, en plena sintonía con las tesis postestructuralistas que coincide con la idea de que la obra de arte carece de sentido si no se presenta en su conjunto.
La alargada sombra de la “deconstrucción” en las oficinas aduaneras parece evidente. La función de filtro, tamiz o cedazo que estas desarrollan, al impedir que se cuele lo que no debe, quizás busca emular la intervención urbana en forma de red que Derrida y Peter Einsenman propusieron para el Parque de la Villette de París en la década de 1980. Inspirado en el concepto de khôra que aparece, por primera vez, en el Timeo de Platón -vendría a ser, dicho de una manera bastante simplificadora, como un tamiz que criba lo sustancial de lo insustancial y disemina las ideas-, el filósofo propuso la representación de un filtro filosófico en el parque, un objeto dorado con forma de trama, de cedazo o de rejilla. En definitiva, si se me permite la analogía, la intervención arquitectónica podría verse como una sublimación de la labor que desarrollan estos agentes.
Las consecuencias prácticas de la confirmación del discurso crítico aduanero son ilimitadas y difíciles de predecir. No se nos escapa que esos eventuales manuales de uso interno que puedan ir elaborando estos funcionarios, las discusiones que se generen entre ellos, incluso sus conversaciones informales a la hora de desarrollar su trabajo, pueden tener una incidencia clave en la producción artística de las próximas décadas. ¿Hasta qué extremos llegará su labor crítica a la hora de aplicarla a las producciones de los Young British Artists?, ¿qué opinarán de los referencialistas?, ¿y de los malformalistas?, ¿qué tipo de escáner aplicarán a las piezas que vulgarmente adscribiríamos a los nuevos materialismos? Toda una suerte de interrogantes abiertos y de una contemporaneidad radical.
El tercer y último caso que vamos a abordar es el de An Unholy Alliance (2016), de la artista española Cristina Garrido, que viajó de la Ciudad de México a Madrid para una exposición. Se trata de una instalación compuesta por varios pares de piezas escultóricas que se disponen junto a un lomo arrancado de diferentes revistas internacionales especializadas en artes plásticas (Artforum, Frieze, Modern Painters, Mousse, ArtReview y Art Monthly). Todas las páginas de esas revistas, excepto el lomo, se han triturado formando una pasta de papel con la que se han moldeado sendas esculturas en forma de volúmenes esféricos, uno de ellos conformado por las páginas correspondientes al contenido crítico y artístico y el otro, de mayor tamaño, por las páginas dedicadas a la publicidad.
Al igual que en los otros dos casos analizados, la práctica curatorial crítica desarrollada por los agentes de aduana en este caso descansa sobre idéntico concepto: la suspicacia y el recelo. Ahora bien, aquí la técnica se depura, puesto que la misma ya no opera con la realidad de lo perceptible a los sentidos, ni siquiera con la “deconstrucción” de los distintos elementos para encontrar el sustrato último, sino que esa técnica penetra ahora en la ontología de la pieza y su capacidad portante. La escultura puede ser un display potencial de nuevas materialidades.
Para ello eligen al azar uno de esos volúmenes escultóricos, lo abren por la mitad (tal y como se aprecia en la fotografía) e incluso taladran la pieza en distintos puntos seleccionados. El empeño por llevar a sus últimas consecuencias el suspicaz discurso curatorial no se conforma con concebir y analizar la realidad de la pieza sino que indaga en su potencialidad para contener drogas que, en caso de encontrar, impedirían la entrada en el país tanto de la pieza concreta, como del conjunto.
La metamorfosis experimentada por la pieza tras su paso por la aduana resulta paradójica. Si la práctica de la artista y, por lo tanto, la de la propia pieza ya se encontraba atravesada por la teoría, por la crítica y por la dialéctica contenida en esas páginas trituradas y vueltas a erigir en forma escultórica; con posterioridad vuelve a ser nuevamente atravesada, taladrada por una práctica crítica de perfiles propios, emancipada de los discursos imperantes, alumbrando un objeto enteramente nuevo que no solo ilustra discursos curatoriales diversos y a menudo antagónicos, sino que se sirve de tales discursos para construir su cuerpo y, al mismo tiempo, para fragmentarlo.