Un clamor suspendido entre la vida y la muerte
David García Casado
Publicado el 2019-06-09
"Leemos en las historias como las del dios griego Pan, cuando acompañaba a Baco en una expedición a la India, encontró una manera de incitar el terror a una gran cantidad de enemigos: ésta implicaba utilizar a una pequeña compañía de soldados cuyos clamores logró amplificar usando los ecos de las rocas y cavernas del valle. El ronco bramido de las cuevas, unido a la espantosa apariencia de lugares tan oscuros y desérticos, dio tanto horror al enemigo que su imaginación les incitó a escuchar voces y, sin duda, a ver formas que eran más que humanas; mientras que la incertidumbre de lo que temían aumentó su miedo y se extendió más rápido a través de las expresiones faciales que lo que cualquier informe verbal podría transmitir.”
Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury. Carta de entusiasmo a un amigo.
“Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.”
Gustavo Adolfo Bécquer. El monte de las ánimas.
El oído es un sentido aparentemente no tan prioritario como la vista a la hora de identificar elementos que conforman lo que conocemos como realidad, pero quizá sea más importante para la creación de un entorno de experiencia. El término científico “binding tendency” o “tendencia vinculante”[1] refiere precisamente a la inclinación a cohesionar diferentes estímulos audiovisuales para formar un entorno de experiencia estable. En muchos estudios sobre los procesos de percepción[2] se ha llegado al resultado de que la forma de integrar estos estímulos varía entre distintas personas y podría explicar por qué el sentido de armonía difiere en función de los individuos, determinando preferencias y gustos sensoriales.
Lo que parece ser una constante en los procesos perceptivos es que, en cualquier ambiente sonoro, la disonancia —es decir la presencia de un elemento sonoro extraño, disruptivo-- pone en cuestión la integridad de un entorno que consideramos armónico, es decir: estable[3]. Cuando se produce una disonancia se produce una ruptura en el entorno que nos pone en un estado de alerta. Más aún, cuando no somos capaces de localizar de dónde proviene la señal perceptiva —por ejemplo, en la oscuridad— y no podemos afirmar que lo que estamos experimentando es estable, real y que no está solo en nuestra cabeza, experimentamos pánico. Afectados por el mismo terror que sufrieron los enemigos de Pan o el protagonista del conocido relato romántico de Bécquer “El monte de las ánimas” dudamos de que lo que percibimos sea simplemente una alucinación, una forma de locura, la posibilidad aterradora de la pérdida de la razón y la disolución del sujeto como agente central de nuestra experiencia.
El cineasta David Lynch —con la colaboración de Angelo Badalamenti— utiliza los paisajes sonoros en sus películas para aportar este elemento de “descontrol” incorporando sonidos cotidianos como el ruido blanco del aire acondicionado o el murmullo incesante del tráfico de una gran ciudad. Pero esos sonidos aparecen velados, filtrados, en su grabación, a través de tubos o incluso de botellas de cristal[4], que deslocalizan por completo el sonido y lo sitúan en un lugar imaginario que nos resulta de algún modo inaccesible.
De esa manera el director comienza a situar las escenas en un territorio difuso, como si estuvieran dentro de nuestra propia imaginación, separándonos de la realidad que nos circunda, los ruidos “reales” de nuestra ciudad o edificio y sustituyéndolos o tal vez se podría decir contaminándolos con sonidos otros que alteran nuestro sentido de realidad y lo ponen en crisis.[5]
En el recinto arquitectónico del Chavín de Huántar en Perú construido alrededor del 900 AC hay un laberinto subterráneo que fue diseñado para que los sonidos generados en él y filtrados por diversas cavidades y zonas de reverberación fueran proyectados a las plazas públicas del recinto de tal modo que pareciera que la voz que provenía del edificio fuera la voz de Dios.[6] Del mismo modo en que de acuerdo con la leyenda del dios Pan éste usó la estructura de las rocas para producir terror en los hombres, en este caso son los hombres los que han creado arquitecturas capaces de acercarnos a la experiencia de lo sobrenatural pero controlado por instituciones terrenales. De hecho la “arquitectura aural”[7] de las catedrales y los espacios sagrados invitan a la internalización de las palabras y sonidos que el sacerdote genera de tal modo que —como en las películas de Lynch— pareciera que son producidas en el interior de nuestras conciencias.
Si la binding tendency se altera intencionalmente en estos espacios de culto con el fin de producir unos efectos de conciencia determinados (una experiencia de lo divino), del mismo modo se diseña en espacios paganos como los auditorios y salas de conciertos. Tal vez el placer que experimentamos al escuchar música en estos lugares se basa en una recreación de la intensidad sin cuerpo del sonido, una experiencia segura de la pérdida de coherencia sensorial contenida en un espacio aural como la sala de conciertos[8] en donde los intérpretes tocan de acuerdo con la acústica del espacio y las audiencias son guiadas a través de una precisa, y partiturizada, disolución del espacio-tiempo. Es ahí donde la música se genera y se percibe “en vivo”, señal inequívoca de que no es fantasmagoría y el sonido pertenece al mundo de los vivos, de lo real, abriéndose paso a través de las superficies del espacio y de las cavernas de nuestras orejas y oídos.
Decimos que la música está “viva” porque se pone en movimiento, articulando ondas de sonido que fluyen en varias direcciones, todas dirigidas por los movimientos físicos de los músicos. Podemos verlos mover sus manos al mismo tiempo que escuchamos el sonido. Es por eso que una actuación en “playback” nunca resulta tan satisfactoria como una actuación en vivo, y resulta hasta siniestra ya que por mucho que un intérprete esté entrenado para sincronizar sus movimientos con la música nos parece falso, como una ventriloquía, en la que siempre tenemos una sensación de desconexión entre los cuerpos en movimiento y el sonido que aparentemente generan[9]. Un momento esquizo, suspendido, enunciado hermosamente por Deleuze y Guattari cuando escriben sobre “una miseria y una gloria célibes sentidas en el punto más alto, como un clamor suspendido entre la vida y la muerte, una sensación de paso intensa, estados de intensidad pura y cruda despojados de su figura y de su forma.”.[10]
La práctica del Chöd, propia de ciertos linajes del budismo tibetano, se caracteriza por acudir a meditar en cementerios y pudrideros de cadáveres, lugares que resultan aterradores.
“Los practicantes utilizan el miedo a las situaciones y el instinto de autoconservación para sacar a relucir de manera clara la noción innata del yo, un yo que sentimos que debe mantenerse protegido del daño. El propósito del rito es “cortar” esa noción. El yo parece existir desde uno mismo, de manera sustantiva independiente, pero tras un examen más profundo, se descubre que está vacío y es un ente meramente relacional.”[11]
Los objetivos del Chöd, animan a sus practicantes a entrar en el corazón del miedo o de una desterritorialización radical, iluminan los procesos de conciencia que nos resultan aterradores y nos ofrece algunas pistas de que la separación entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos está basada precisamente en el miedo a la disolución del yo, como unidad estable. Las prácticas rituales del Chod, apuntan a la posibilidad de habitar esa “intensidad pura y cruda” a la que aluden Deleuze y Guattari y que no sería sino un espacio abierto, desterritorializado, plagado por la posibilidad de sonido sin emisor, “un clamor suspendido”, un espacio no mediatizado por el “control de tierra”[12] del yo como centro de la razón, ni tampoco por las arquitecturas aurales y espacios diseñados por instituciones religiosas para acceder a Dios o a cualquier instancia sobrenatural. La experiencia del puro devenir del yo como un ente relacional en constante redefinición.[13]