La experiencia Fluxus
Carlos A. Aguilera
Publicado el 2020-01-12
Me sorprendí gratamente cuando supe que la gramática estonia
es casi idéntica a la finlandesa.
Nam June Paik
Difícil pensar a Fluxus desde la institución arte.
Difícil pensarlo desde el territorio Producto o el territorio Mercado.
A su vez, imposible pensarlo desde algún tipo de evento que imponga una política, una gnosis ideológica o un archivo social, tal y como es usual ahora mismo en la esfera cultura.
Fluxus era ―para decirlo rápido y mal― la negación de todo eso.
La negación y a la vez la saturación de ese todo. Todo ese saber y toda esa práctica. Toda esa construcción.
Y digo esto porque si en gran medida Fluxus parece venir de Dadá (algunos de ellos incluso se veían como neodadaístas) o de aquel Duchamp, ahora tan cuestionado por la “intervención invisible” (Andrea Giunta) que realizara del urinario de la artista alemana Elsa von Freytag-Loringhoven a finales de los años veinte, al apropiarse de un evento organizado, pensado y legitimado por otro (otra, en este caso) y resignificarlo como propio, en verdad todo esto es lo que menos importa.
No solo porque Fluxus depende poco de este Duchamp (el segundo, para no perdernos. El primero sería el de Desnudo bajando una escalera y aún cerca de la representación y la descomposición de la figura)...
Sino, porque si nos metiéramos más a fondo, y Fluxus escrito. Actos textuales antes y después de Fluxus (Caja negra editora, 2019), la fabulosa antología editada por Mariano Mayer resulta buen ejemplo, veríamos que Fluxus ―o mucho de Fluxus, o casi todo Fluxus― parece venir de lo que pudiéramos clasificar como el tercer Duchamp, aunque hay mucho del segundo también, claro.
Es decir, de ese que ya no le importa realizar algo y realiza nada.
Ese que sobre todo fuma y se deja tirar fotos.
Ese que se pone a jugar esquizofrénicamente con los espejos, el ajedrez, la ropa interior femenina.
Ese que ya ni siquiera le interesa lo que nombramos arte.
Y Fluxus vendría a ser una “expulsión” de estos dos últimos Duchamps.
De estos y de alguien con una jovialidad tan contagiosa como John Cage, quien durante varios cursos enseñó en Black Mountain College, aquel laboratorio que tuvo entre sus ilustres a Josef Albers, Merce Cunnigham, Robert Motherwell o Charles Olson, entre otros, y que los de Fluxus reconocieron siempre como influencia.
Nam Juke Paik, uno de los más importantes de este grupo, lo decía a su manera en un texto sintomáticamente llamado B. C. / A. C. (1):
El John Cage Bueno es el John Cage Malo.
El John Cage Malo es el John Cage Real.
El John Cage Real es el John Cage Bueno.
El John Cage Bueno no es un Buen John Cage. Da capo.
Bastaría solo con revisar algunas de las entrevistas y conferencias del compositor de Atlas eclipticalis (1962) para darnos cuenta lo tan en sintonía que estaba con el imaginario de gente como Georges Maciunas, George Brecht, Allan Kaprow, La Monte Young y un largo etcétera.
Etcétera que en el camino fue sumando “procesos” afines como el del colectivo Zaj, en España, compuesto por Juan Hidalgo, Walter Marchetti, Ramón Barce y Esther Ferrer, que después derivarían en un trabajo sobre todo conceptual (Ferrer es hoy mismo un referente del arte-idea en Europa).
O de tipos tan geniales como Oscar Massota, que presentó en el legendario Instituto Di Tella, de Argentina, “El helicóptero” o “Para inducir al espíritu de la imagen”; happenings todos inspirados en esa free procesualidad que sobresalía del trabajo de algunos de los músicos o artistas que bajo el aura de Fluxus actuaban en Nueva York o Wiesbaden.
Ciudades siempre abiertas y en contra de todo estatus.
Ciudades procesos.
(À propos, en la segunda fue donde se desarrolló el primer Festival Fluxus en 1962).
Pero ¿qué era, cómo podría definirse a este movimiento que terminó englobando a gentes tan disímiles y con un horizonte político-cultural tan lejano como Roberto Jacoby y Yoko Ono?
La desmaterialización, por decirlo de alguna manera.
La desrealización.
El no objeto.
Maciunas lo explica mejor que nadie en una de las entrevistas que se antologan en este libro: “la acción de George Brecht en la que enciende y apaga una lámpara. (…) Es algo que uno hace a diario, ¿no?... sin saber que se está interpretando una obra de George Brecht.”(2)
O aquí (hablando del napolitano y megaloco Ben Vautier): “Él era capaz de realizar un ready-made con lo que fuera, como por ejemplo ponerle su firma a una guerra y reclamarla como suya, ese era un ready-made. Toda la Segunda Guerra Mundial es una obra de Ben Vautier. (…) En la actualidad lleva el ready-made hasta el absurdo, a su final absurdo. No deja nada sin tocar, pone su firma en todo. Por lo tanto, todo es Ben Vautier.”(3)
Acción que los de Fluxus veían como una suerte de apoteosis del gag.
Del chiste y del ojo en su eterna lucha contra lo vacío.
Para Fluxus, escribe en su introducción Mariano Mayer, “el gag (…) no es un oficio privado, tampoco un medio de expresión crítico. Es el vocabulario que permite licuar la distancia entre el arte y el juego. Pero también recolocarlo en el plano cotidiano y extraerlo de la “cultura seria” a la que había ingresado. A través del humor es posible invitar al público a observar sin distanciamientos.”(4)
Distanciamiento que para esta generación de posguerra se había convertido en una de los grandes obsesiones a derribar. Recordemos que son los años catárticos del Living Theatre, con piezas donde proponían casi un tortilleo colectivo, de Schwarzkogler y sus imágenes trucadas sobre la sangre y el pene, de los rituales teológicos-orgiásticos de Nitsch, de las transformaciones de Carolee Schneeman y de los performances conjuntos de Peter Weibel y Valie Export, donde la segunda sacaba a pasear al primero con una cadena de perro por las calles de Viena.
Años, además, de una intensa lucha contra el “sentido”, contra sus prerrogativas ontológicas y contra el constructo moral que siempre derivaría en estado, tal y como demuestran los ensayos de Robbe-Grillet sobre la Nueva Novela o, las reflexiones de Foucault en ¿Qué es un autor?; ensayos, dicho sea de paso, que sobrepasan la transversalidad ideológica del texto.
Fluxus, que a través de los años nuclearía a algunos de los músicos, pintores, performers o artistas más importantes de Occidente, podría resumirse con este poema o juego o filosofema de Juan Hidalgo, quien por cierto causó un escándalo mayúsculo en 1967, en España, al presentar una obra musical donde el intérprete lo único que hacía era morder una manzana:
Blanco y negro (un etcétera) (5)
que todo sea blanco y negro. que una parte del todo sea
blanca y la otra negra. que haya blanco, que haya negro
y que haya blanco y negro.
En este juego, creo, en este blanco, en este negro, se condensa mucho de la experiencia Fluxus.
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