100 metros cuadrados de arte español

José Luis Brea

Publicado el 2018-09-02

Mil –como en Mil plateaux, mil mesetas– nombra lo innumerable, es la cifra de una pequeña desmesura que indica una multitud, una multiplicidad no reductible, una inestabilidad en el límite de una serie. Allí, es una cifra que no cierra, que no clausura una lógica demarcada. Al contrario, indica un desbordamiento, un más allá que se aventura abierto. Mil podrían ser algunos menos, pero también muchos más: es una cifra no autoritativa, un mero indicador de que se trabaja con una ecuación borrosa, compleja y de alcance difuso. Más que un orden de ley –una nomología, una normatología– nombra el de sus subversiones: apunta a aquellas derivas en las que la tensión centrada del núcleo se desborda y desparrama.

El 100 en cambio es cifra de domesticación: familiariza, trae la paz de lo asequible. Imaginen una lista de mil (mil y pocos o muchos, mil menos pocos o muchos) y verán que su lógica se les escapa por todas las costuras. Reduzcámosla a cien –cien años, cien artistas– y tendremos un criterio editorial –o exhibitivo– creíble, práctico, de funcionalidad probada. Podríamos decir que la capacidad de manejar cantidades del lector voluntarioso tiene hoy en el cien su cifra de alcance límite. Hasta allí todo se hace manejable, parece el resultado de una tensión de sentido, por encima de la cual el común deja de serlo. Si el mil era una cifra de subversiones y desbordamientos, el cien lo es –en estos tiempos de inteligencia artificial controlada (IAC) de cuadro, de ordenación.

Toda la autoridad que moviliza este cuadro –como una tabla cartesiana de doble entrada, 10 x 10– es sin embargo enteramente cuántica, numeral, de superficie (bidimensional). Quiero decir: que el conjunto que se define ahí lo hace bajo formas extensionales, cuantitativas. No sabemos nada de la calidad de lo que ese rasero prefigura: determina un campo, una extensión de trabajo , un territorio más o menos expandido. Pero no sabemos nada de las líneas de fuerza, de los puntos nodales que lo arquitraban. Si lo que traza es una definición, ésta tiene carácter exhaustivo, lo es por enumeración –no por enunciación cualitativa, de género y diferencia específica. Para ella, todo el valor del resultado es en realidad puesto por el procedimiento. Si la tomamos como máquina de saber, como dispositivo que formula un statement, una hipótesis analítica, su fuerza de autoridad proviene del procedimiento-concurso –es ahí donde la tabla de doble entrada prueba toda su fuerza– del que es resultado. Sin negarle eventuales virtudes –de hecho está llegando a convertirse en modelo dominante de máquina de saber su aplicación produce un efecto inquietante: como la compresión mp3 tiende a depurar todo lo externo, a dulcificar cualesquiera picos. Traza una distribución entrópica que señala sobre todo los valores medios, para dejar justamente fuera aquellos momentos de desbordamiento que figuran las exploraciones de límite en las apuestas de diferencia-fuerza.

De este modo, la máquina 100 opera, al contrario que el mil, en detrimento de las singularidades límite –y con ello en contra de las multiplicidades-virtualidad, de las constelaciones abstractas que ellas auguran. Una constelación se perfila en efecto en las estrellas límite que las componen. Aquí lo limítrofe es barrido a favor del proceso domesticador por el que se genera una voz de consenso, de acuerdo estadístico. Es verdad que la palabra de autoridad no se genera alrededor de una hipótesis concéntrica, pero también que toda tensión de fuga o deriva es excluida, a favor de una construcción más neutralizada, sin intensidades extremas. Las líneas-fuerza del aparejo de captura dibujan una cierta ortogonalidad nomológica por pura concurrencia: pero no indagan las curvas de genealogía, los trazados en los que algo se descubre origen y deriva –justamente por nunca ocupar éstos el centro estadístico.

Hablando del efecto de la tecnología sobre el arte –y la forma de masas adquirida por el consumo cultural entonces– Walter Benjamin ironizaba sobre la importancia adquirida a raíz de ello por la estadística para el pensamiento. Hoy en día, podríamos decir, la estadística es el pensamiento, cuando menos su forma dominante, pues en efecto aquella importancia no ha hecho sino aumentar. O, digamos, apenas hemos hecho otra cosa que concedérsela con cada vez menor cuestionamiento.

Las agencias cognitivas: la institución (pendiente) de un campo intelectual en el arte español

Tan fácil nos resultaría encontrar en nuestro país multiplicados mecanismos de producción de consenso –como el referido procedimiento-concurso– como imposible una autoridad que se funde en la sola palabra, en la única fuerza del discurso y el libre juego de las argumentaciones. No quiero con ello decir que no haya historiadores o teóricos de la suficiente solvencia o preparación, sino que su palabra no llega a producir institución social: que el sistema del arte en nuestro país no postula un territorio funcional y operativo ordenado alrededor del empleo riguroso del discurso al que se le asigne la tarea de generar la autoridad analítica y el control del valor epistémico-social de la práctica. Es así que, por ejemplo, todo el papel de la universidad en relación al sistema arte resulta difuso: como mucho se le concede la tarea formativa (y aún cuestionada a favor de una lógica del talento que sigue siendo ideología dominante) pero nunca la potencialidad de arbitrar sobre el valor de la propia práctica. Todo el saber reconocido sobre ésta se la reservan los dispositivos propios de la institución-Arte (curadores, críticos, museos, mercado…) y ésta nunca se retroproyecta sobre la educativo-académico-universitaria. Incluso en el caso de aquellos agentes cuyo origen efectivo es la universidad, su palabra sólo se constituye en real agencia valorativa con peso en el sistema del arte español en la medida en que su ámbito de actuación se desplace al de la propia institución cultural, por reasentamiento ya en el campo periodístico, ya en el dominio institucional.

De ello se siguen consecuencias tan poco alentadoras como la de que no exista apenas historiografía de peso reconocido sobre el arte español de los últimos 50 años, y que la única que podemos malamente considerar tal esté siempre producida al socaire de los propios movimientos generados por las instituciones del arte (exposiciones, colecciones,…) De tal modo que el saber con respecto a la práctica carece de los elementos necesarios para colocarse a la distancia necesaria de sus aparatos sociales como para poder gracias a ello garantizarse el despojamiento de su propio interés, digamos “cognoscitivo instrumental”, ideológico, orientado antes que nada al reafianzamiento de su propia existencia institucional, al de su propia, diría, voluntad de poder.

Podría parecer que al señalar esta circunstancia –esta ausencia primordial de un territorio separado (incondicionado, en el sentido que Derrida reclamaba para el universitario) para el ejercicio de la autoridad del discurso fundada en la sola potencia de juego de las argumentaciones –estaría incurriendo en el error de comenzar la casa por el tejado, señalando un problema que únicamente afectaría al lugar de la “teoría” o la “historia” del arte en nuestro país (y su deplorable estatus), pero que como tal sería un problema secundario, que no afectaría al propio desarrollo de la práctica, de los lenguajes artísticos y el desarrollo efectual de nuestra escena creadora.

Mi convicción es que, al contrario, esta carencia endémica constituye el más grave problema del arte español en su conjunto, tomado en su sistema, el factor que en cierta forma condiciona más su forma y (deficiente) desarrollo. Ésta es la razón por la que plantear esta cuestión sí me parece por entero pertinente –necesario– en una introducción de estas características. Mi opinión es, resumiéndola, que el sistema del arte español se articula y despliega antes como una red de relaciones puramente sociales e institucionales de superficie (100 –o ciento y pocos– metros cuadrados) que como un genuino programa de saber, de conocimiento; y que la causa principal de ello es la depotenciación estructural-práctica de cualesquiera agencias discursivas que le hubieran procurado, desde el distanciamiento funcional y el rigor epistemológico, una densidad cognitiva profunda que constituyera su motivo fundado de despliegue y acontecimiento en la historia.

Podemos como contraste valorar casos como el chileno –a partir de lo que ha sido descrito como una “constitución de campo intelectual” en su escena artística, gracias al reconocimiento prestado al trabajo teórico-crítico del grupo formado alrededor de Nelly Richard– o en el mexicano –en que algo muy parecido se debe a la potencia crítico teórica del grupo Curare y al trabajo de análisis cultural desarrollado alrededor del programa de investigación de Néstor García Canclini–. Podríamos incluso defender que a nivel de todo Latinoamérica –y en cuanto su adquisición de una presencia fuerte en la escena internacional en las últimas décadas– ha tenido un gran peso el establecimiento de una extensa red de trabajo de historiadores y críticos culturales –con autores como Ticio Escobar, Gerardo Mosquera, Cuauhtémoc Medina o Andrea Giunta, aparte de los citados Canclini o Richard– y que ello no sólo ha favorecido la generación como tal de un sistema interpretativo autónomo potente y cualificado –digamos, el desarrollo de un cierto programa de estudios de crítica cultural “del sur”, en palabras de Canclini– sino también el afianzamiento de un subsistema de gestión de la institución artística –bienales, museos, centros de arte– capaz de cierta autonomía con respecto a los núcleos dominantes que articulan la forma de la globalización mundializada de las mediaciones culturales y, por ende, y finalmente, también un reforzamiento cognitivo-crítico de la propia práctica, enriquecida por el diálogo con ese “interlocutor válido” que constituye la “teoría crítica”. Resumiendo la tesis, en lo que pretendo pudiera servir como modelo en que proyectar nuestro propio escenario: que la fuerza y pujanza del arte latinoamericano en las últimas décadas no sólo se ha debido a factores geopolíticos y técnico-administrativos de superficie, como el acierto de sus gestores culturales en inscribirlo en las dinámicas del nuevo internacionalismo o el de sus marchantes en incorporarlo a los circuitos hegemónicos “euroestadounidenses”, sino también y de forma decisiva a la apuesta que en sus escenas se ha dado favorable al desarrollo potenciado de un aparato interpretativo propio y al repercusión que esta fuerza de generación cognitivo-crítica tiene sobre la propia práctica artística, entendida, por la asimilación, implicación y envolvimiento con los aparatos reforzados de análisis cultural, como práctica generadora de significado, como práctica productora de conocimiento.

El caso es que, en mi opinión, todo ello no ha llegado a consolidarse en nuestro país, siendo así que ello encadena una sucesión de consecuencias crecientemente graves: primero, faltan las agencias de producción cognitiva con fuerza reconocida y ello depotencia la fuerza de los análisis interpretativo-valorativos, la presencia fuerte de una teoría crítica autóctona. Segundo, la propia práctica –carente del interlocutor interpretativo-crítico válido, sólo autorizado en la fuerza del discurso– ocurre devaluada, moviéndose en la pura superficie de las apariencias y sus aprendizajes fáciles: los imaginarios que cultiva y desarrolla son imitativos y triviales, y consiguientemente su relación con las escenas internacionales es puramente mimética y oportunista –ello consagra la falta de interés de nuestra producción artística para esas escenas. Finalmente, tampoco puede haber transmisión de hallazgo (ya que no hay contenido de conocimiento relevante, densificado). Lo que a su vez priva de contenido y función al propio dispositivo-escuela (concebida como institución casi superflua a una concepción genialista del artista en formación, y ésta entonces poco más que como una especie de escena del autodidactismo compartido), en cuya elusión funcional no hay nada que constituya la secuencia temporal del sucederse generacional como proceso acumulativo de constitución de un campo histórico-crítico. Cada generación parece surgir de la nada o de sí misma: el espacio del trabajo cognitivo-crítico no se coproduce a partir de la tensión genealógica de incorporación crítico inventiva a la secuencia de un programa de conceptos, afectos y percepciones desplegado en el tiempo.

De este modo, la inconsistencia afecta sucesivamente a las tres agencias que deberían sostener el sistema como tal programa de conocimiento: a la encargada de producir los conceptos y las interpretaciones, a la responsable de trasladarla o generarla en las propias producciones de la práctica y finalmente a la de la transmisión de su enseñanza, a la formativa.

Acaso de cualquier manera lo fundamental al cerrar este diagnóstico rápido sea valorar que, y pese a resistencias manifiestas desde distintas instancias, ese escenario de institución de agencias cognitivas independientes capaces de generar y administrar una teoría crítica autóctona, capaz de contribuir a la constitución de un cierto campo intelectual de la práctica artística en nuestro país, podría estar en ciernes.

Por un lado, la consolidación en curso de una serie de redes de autorrepresentación del sistema artístico debida a la emergencia de un conjunto de asociaciones profesionales –algunas de ellas con intereses no meramente corporativos, muy especialmente el Instituto de Arte Contemporáneo– propicia mecanismos de autorreflexión crítica del sistema que está posibilitando con cada vez mayor eficacia la detección de sus carencias. Además, la conciencia de esas carencias está ya empezando a trasladarse adecuadamente a las instancias de gestión y definición de las políticas culturales-artísticas, gracias especialmente a la receptividad del nuevo ministerio nombrado en 2007 por el gobierno socialista. Finalmente, va desplegándose una red cada vez más tupida de agencias que se sitúan en las periferias e intersticios de las instituciones museísticas, culturales y universitarias: entre ellas acaso sería obligado mencionar los programas de investigación de algunos departamentos universitarios como los de historia de arte contemporáneo de Barcelona o la Autónoma de Madrid, la iniciativa de desarrollo de algunas agencias paramuseísticas como el programa de Estudios Independientes del MACBA, y sobre todo la consolidación de una institución específicamente consagrada a esta apuesta por la teoría crítica en el Centro de Documentación y Estudios Avanzados en Arte Contemporáneo de Murcia.

Diría que todo ese conjunto de factores, en lo que poco a poco se va vertebrando mediante el tendido de líneas de colaboración y acción recíproca, paralela, podría constituir el germen de un importantísimo rizoma de infraestructuras él sí capaz de, a medio plazo, favorecer la emergencia definitiva ese “campo intelectual” de la teoría crítica que nuestro sistema-arte necesita para constituirse como dominio de despliegue de una genuina práctica de conocimiento y producción de significado cultural. O dicho de otra manera: como algo otro que la decepcionante red actual de establecimientos y mecanismos varios consagrados a abastecer mal que bien la necesidad recurrente y superficial de, más o menos, y de cuando en cuando, más metros cuadrados de arte español.

Por favor, póngame 100 para éste o aquel evento, para ésta o aquella publicación, éste o aquel concurso, éste o aquel premio nacional, ésta o la otra bienal. Oído cocina. ¡Marchando 100 metros!

Nota:

“100 metros cuadrados de arte español”, en El cristal se venga / Textos, artículos, iluminaciones de José Luis Brea. Edición a cargo de María Virginia Jaua, Ciudad de México, Fundación Jumex y editorial RM, 2014.

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