Qué hay en un precio*

Sergio Chejfec

Publicado el 2022-04-17

Qué hay en un precio. Como varios de mis libros no están desde hace bastante tiempo conmigo, sólo cuando vuelvo a Buenos Aires tengo la oportunidad de ver esos viejos ejemplares. Es un conjunto formado a partir de librerías de usados, de modo que para el momento en que esos estantes dejaron de crecer, al irme de la Argentina en 1990, aquellos títulos eran inactuales desde hacía mucho tiempo. Se trataba en su mayoría de viejas ediciones. Señalo esto porque el paisaje de las bibliotecas —más bien de los estantes, con los lomos uno al lado del otro— responde a las épocas y procedencias de los libros, y por lo tanto la combinación de colores y diseños de la mía, en la Argentina, se ha mantenido sin cambios desde hace mucho, y visualmente se parece cada vez más a un recorte congelado, algo así como una puesta escénica de reminiscencias editoriales. (Como ocurre con las librerías de viejo o las ferias de libros usados, que dependiendo del país de que se trate, las plataformas de exhibición ofrecen distintas relaciones de color y diseño que impactan de distinta manera.)

La última vez que hurgué algunos títulos, meses atrás, agarré una antología de Ezequiel Martínez Estrada del FCE. El libro es de 1964, y en él M. E. fue antólogo de sí mismo. Previsiblemente por lo que estoy describiendo, es un libro que en ese contexto de viejas ediciones no se destaca por su antigüedad. Al contrario, pertenece a un recorte de tiempo asociado al promedio de primera o segunda resurrección de los libros (la resucitación de los usados) para cuando esa biblioteca se constituyó (años 80).

Por estos y otros motivos, abrí el libro como si me fuera ajeno. Lo primero que llamó mi atención no consistió en algo vinculado con su estado físico, que se mantenía muy bien, ni el índice de contenido o errata alguna. Se trató de un número escrito en la página de retiro, previa a la portadilla, sobre el ángulo derecho superior. La cifra era astronómica, decía «180.000». Lo primero que pensé fue: «180.000, ¿qué?». Lo tomé como un exabrupto de la realidad de cualquier momento. Me divirtió que fuera una cantidad de tal modo hiperbólica que parecía sobrepasar una escala de valores mercantiles para aludir a otra, quizás más asociada al universo simbólico de lo libresco: si un Martínez Estrada valía 180.000, ¿cuánto no costarían los ejemplares equivalentes de figuras más encumbradas del Parnaso? Pero de inmediato surgía otra pregunta: ¿esos 180.000 reflejaban mucho o poco? ¿Habían pertenecido al nivel inferior de las ofertas, o al superior? ¿Reflejaban un dato pertinente?

Quiero decir que así, a primera vista, aquella cifra me pareció de otra galaxia. Podía pertenecer a los sistemas moneda nacional, pesos ley 18.188, australes, pesos argentinos, etc. Y esa revelación hizo que se materializara el recuerdo de una experiencia capciosa, que tendía a ser solapada por la ansiedad y la felicidad simbólicas: siempre los libros significaron un dinero que no abundaba; el costo muchas veces se alzaba como una barrera infranqueable. Pero en los casos en que el obstáculo se superaba, aquel valor nominal representado por el precio se desvanecía: los libros dejaban de ser caros o baratos, pasaban a ser objetos unidos por un lazo más o menos transitorio de contigüidad —la consabida hermandad escenográfica de los lomos—, y una escala variable de valor, pero no de costo.

Después de la sorpresa sentí curiosidad por ese esquema de anotación que si bien provenía en cada caso de diferentes situaciones concretas y, digamos, objetivas, ahora, fuera del tiempo al que habían pertenecido, luchaban por establecer un sistema —naturalmente sin éxito garantizado—. Empecé a revisar títulos a la búsqueda de más precios. Había cifras bastante más altas y mucho más bajas que las de M.E.; números con decimales, jamás. Vi un Enrique Estrázulas a 500.000 y un Marechal a 38; Victoria Ocampo a 14.300 y Apollinaire a 390. Vi también, obvio, una buena cantidad de libros señalados con códigos, ese recurso de los libreros para no remarcar asiduamente los precios: había muchos AAJ, OL, 3B y gran cantidad de variantes. Sentí que estas claves seguían funcionando, al contrario de las cifras, ya inevitablemente caducas; y que al funcionar, porque aún ocultaban el precio que el librero había decidido para esos títulos, escondían una parte intrigante de la naturaleza de estos ejemplares. Sentí que por ello eran menos, que su precio invisible los hacía ineptos para convivir con el conjunto de esos otros que exhibían su precio pasado sin interferencias.

Recuerdo una librería de la avenida Corrientes, en Buenos Aires, que exhibía la escala de precios en varios lugares del local: eran cuadrículas de cartón bastante grandes, con aproximadamente treinta códigos. Una leyenda al pie de los carteles decía que si un libro tenía más de un código, el precio resultaba de sumarlos. De modo que el rango de precios era prácticamente infinito. Y ahí intuía la presencia de una promesa que no alcanzaba a descifrar de un modo claro.

El universo como biblioteca infinita de títulos encontró gracias a Borges una formulación perdurable. Propongo que los precios, mudos a consecuencia de las fluctuaciones de valor, de monedas, del tiempo en general, pero también debido a ese silencio en el que duermen cuando el libro no está sujeto a una transacción inminente, representen la serie infinita de combinaciones materiales que, como objetos físicos, los libros no son capaces de padecer. Como toda serie infinita estaría sometida al accidente impredecible y a la permanente continuidad: sería muy difícil de aislar u objetivar. Y, a diferencia de la serie borgeana, cualquier recorte con que se la quisiera representar significaría un arduo trabajo sin enseñanzas. Pero no todo estaría perdido.

A esta adecuación del universo a lo que en realidad es, contribuyó hace casi veinte años un relato de César Aira. Duchamp en México propone que el ejemplar (la copia de cada título) asume un protagonismo superior al de su original. El relato cuenta el naufragio de Aira en la ciudad de México, donde pasa unos días a disgusto. La realidad allí asume la organización de los números: temiendo el terremoto siempre inminente, las autoridades han numerado hasta las partes más pequeñas de los grandes monumentos pensando en una posible reconstrucción. Obedeciendo a una misteriosa secuencia de hechos, Aira encuentra ejemplares del mismo libro de Duchamp a precios cada vez más bajos. Como el cambio lo beneficia, compra cada nueva copia a precio disminuido. Pero gracias a una inversión del esquema económico habitual, según el cual el precio mayor de un artículo marca la pauta real, para Aira el descenso en el precio se revierte en ahorro también respecto de los ejemplares comprados por más dinero. Es como si «comprar» fuera un continuo, porque se interna en la lógica elástica de la transacción, de la cual el objeto adquirido es su emblema durativo. Uno nunca deja de comprar lo que ya compró: lo sigue comprando a lo largo del tiempo. Así, si el libro de Duchamp aparece a menor precio que la última vez, al comprarlo de nuevo se está pagando también menos por los ejemplares anteriores, que en realidad costaron más.

No importa que como planteo empírico sea inconsistente. Lo que busca el relato es demostrar la primacía duchampiana de la copia y el artefacto. Y sobre todo su capacidad para regir modelos de narración futura. Los números en tanto precios, emblemas abstractos de las transacciones, diseñarían módulos virtuales de peripecias que cada quien, narrador en potencia, podría llenar a su antojo y conveniencia poética.

Propongo sin embargo una instancia superadora. ¿Por qué solamente el libro de Duchamp, esa personalidad postmoderna travestida en icono romántico? Las bibliotecas son sabias en su silencio de claustro. La primacía de la copia sobre el original ya es una conquista; retroceder sería conservador. Cada libro, en tanto ejemplar físico, debería equivaler a un número flexible que se traduzca en una serie variable e interminable de precios. Hablar de copias de un mismo título es reponer disimuladamente el mito del original, y con éste, del autor.

El precio, esa maldita inscripción frente a la cual muchas veces nos rebelamos en vano, porque nos resulta ineludible, y que obedece a una síntesis de lógicas variadas y múltiples, a lo largo del tiempo —el tiempo largo de la literatura— tiende a definir de modo más asertivo la copia que el original; incluso uno podría decir que el precio individual es lo que libera la copia de la tiranía del original, precisamente cuando encontramos esas cifras insólitas, por irrisorias.

O sea, la metáfora inscripta en los precios ilegibles, porque por algún motivo u otro tienen ya cancelada la posibilidad de toda traducción a una escala común, resulta, paradójicamente, la única dimensión que en este momento encuentro verdaderamente apta para postular una literatura futura según nuevos y liberadores términos de autoridad, sobre todo de pertinencia y, más que nada, de procedimiento. Una literatura que se autonomice desde los objetos, aunque sea un poco, de la noción de autor, y de las estrategias con que los llamados mercados literarios o instituciones medran con esa categoría. Se trataría del castigo que el mercado se inflige a sí mismo, y que con ello beneficia un futuro sin ataduras para lo literario. El problema es que en tanto práctica residual, no central, nunca deja de ser un castigo en estado larval, de baja intensidad. Habría que pensar en un nuevo tipo de operaciones que otorguen protagonismo a esos restos fantasmáticos de precios obsoletos y cifras incomprensibles.

Una de las primeras tareas pasaría por relevar y difundir el sistema oculto en que se funda su soterrada vigencia; y a continuación, con base en ello, habría que proponer un nuevo sentido de presencia material del libro. —Antes, claro, de que los formatos electrónicos dictaminen la caducidad de éste y otros impostergables problemas—.

 

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* Este texto forma parte del libro Teoría del ascensor, Jekyll and Jill, Zaragoza, 2016.

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