Las nuevas escrituras

Mario Bellatin

Publicado el 2022-05-29

Es recomendable deshacerse de los cadáveres antes que del estiércol.

                           Heráclito.

La pureza máxima casi siempre se encuentra representada en lo oscuro donde suele aparecer un lunar

                         El poeta ciego.

En este momento deseo referirme a la necesidad de la aparición de una Nueva Escritura. De una manera de narrar propia que, de alguna forma, señale, refleje, el genocidio anónimo, de una intensidad apenas conocida en su verdadera dimensión, que atraviesa nuestro territorio, desde las nevadas zonas donde habitan los inuits en Canadá, pasando por la eugenesia sistemática que se lleva a cabo en los alrededores o centros de las principales ciudades de los Estados Unidos, y que sigue su avance asesino hacia el sur, tomando la totalidad de México, de Centro América, las costas negras del Pacífico, los distintos países de Sudamérica, los andes, que, a partir de diferentes posturas políticas, son campos propicios para la aparición constante de la muerte. Escenarios de una desaparición brutal de grandes sectores de la población, migraciones que no cuentan con una palabra propia, la tercera, la construida a partir de nuestras uniones y diferencias, que logre contener su horror. Quizá quien pueda dar cuenta de esta situación sea tal vez una niña, o un niño que desconocemos aún. Alguna criatura que nace y se desarrolla en un área no privilegiada. Un testigo de primera mano de los sucesos alrededor. Una víctima de pecados ajenos. Alguien que pareció darse cuenta, desde muy temprano, de ser una criatura destinada a la nada. Alguien incapaz de desempeñarse como los demás. De valerse por sí mismo. Una niña o un niño que se asustó al reconocerse como un ser designado a ocupar un no lugar. En su cuerpo, en su comunidad, en su etnia, están representados los experimentos políticos, científicos, económicos, asesinos, llevados a cabo durante los últimos años en la región. Una niña o un niño cuya madre fue sometida, sin saberlo, a experimentos de orden científico o sociales de funestas consecuencias. Una madre que ingirió, de manera no voluntaria, sustancias nocivas durante el embarazo. Alguien, esa niña o ese niño, que nació como un mutante. Como un ente llamado a ser presa sexual de los devotés -aquellos individuos que se solazan con las deformaciones físicas del otro-. Sin embargo, esa criatura supo siempre que debía lavarse en forma continua los dientes. De otra manera era posible que adquirieran un tono verdoso. No de un verde claro como el que transmitía la mirada de su madre, sino oscuro, a la manera de aquellos estanques en los que crecen renacuajos o aquellas plantas de agua que casi siempre adoptan formas misteriosas durante su crecimiento. Sus dientes. La boca de la familia esperando su extremaunción. Siempre supo, además, que quien debía llevar a cabo ese sacramento era el Padre Felipe. El Padre Felipe, quien una mañana de invierno formó a los estudiantes en el patio central de la escuela para informar, a través de un altavoz, que uno de los miembros de la comunidad se había atrevido a mancillar el honor de su progenitora. La niña, el niño, advirtió entonces, en ese instante más que nunca, que era una criatura destinada a un no futuro. Alguien incapaz de desempeñarse como los demás. De valerse por sí mismo. En efecto, aquel día, desde temprano, había corrido el rumor de que un compañero había lanzado, de manera inusitada, una diatriba contra esa mujer quien, según las palabras del Padre Felipe, había sufrido, en Bari, la partida de su hijo sacerdote. Se asustó al reconocerse, ya realmente, como un ser designado a ocupar un lugar marginal. Es que en su cuerpo estaba representado el experimento llevado a cabo en un laboratorio. Una sustancia que ingirió su madre. Ahora, cuando ya no le queda casi ningún diente advierte recién que su compañero, el del insulto contra la madre del Padre Felipe, no estaba expuesto, en esa escuela, a la vista de los demás. El único presente era el Padre Felipe. Solo, detrás del altavoz, frente a las decenas de sorprendidos estudiantes. Le vino a la memoria el grupo de madres que se congregaban en los baños públicos para admirar su cuerpo deforme desnudo. Para ver de cerca el tamaño anormal de sus testículos. Las partes faltantes de su anatomía. La peculiar belleza exhibida que haría la delicia de los futuros Devotés. Se la imaginó, a la madre del Padre Felipe, vestida de negro, con un pañuelo envolviendo su cabeza. Algo encorvada y dirigiéndose a pie todas las mañanas a la iglesia de Bari -así se llamaba el sacerdote, Felipe de Bari- para agradecer que le hubieran otorgado no sólo un hijo entregado a la virtud, sino alguien que estuviera cumpliendo su apostolado en tierras remotas donde, por si fuera poco, un niño había sido capaz de insultarla. Nació como un ser mutante. Los niños del patio no sabían dónde se encontraba el estudiante acusado. Podía ser que estuviera recluido en algún cuarto desconocido. En uno de aquellos recovecos por donde se veía desaparecer a los monjes luego de las clases. Siempre supo que debía lavarse en forma continua los dientes. De otra manera era posible que adquirieran un tono algo desagradable. Sus dientes. La boca de su familia. Sus testículos expuestos. El Padre Felipe. Los parientes esperando la extremaunción.  En realidad, nunca hubo nada de eso, salvo el deseo de escribir. Hace algunos años habló de ese impulso con una persona que, al mismo tiempo que estudiaba filosofía, acostumbraba a travestirse en las noches. Haber hallado esa clase de filósofo hizo que dedicara tardes enteras a pasarlo en su compañía. Oía no sólo sobre sus peripecias nocturnas, marcadas por situaciones violentas la mayoría, sino acerca de las maneras en que aplicaba en la vida cotidiana los conocimientos adquiridos en sus clases. Fue ese filósofo travesti quien le habló, por primera vez, a él, a un joven mutante, de la existencia de unos hermanos sordos y ciegos que se comunicaban entre sí por medio de aparatos electrónicos. Le habló también de la aparición, en un peñasco del farallón que rodea la ciudad, de un par de bebés a los que la prensa bautizó como los mellizos Kuhn. Se refirió, además, a un bar de mala muerte, al que asistía el filósofo travesti de vez en cuando mientras merodeaba, vestido de mujer, la ciudad. Aquel bar lo atendía una mujer llamada Dorila. Me contó que tiempo atrás había ocurrido, en aquel lugar, una tragedia. Parecía ser que Dorila mantenía a un niño, Andresito, dormido en una caja de cartón colocada debajo del mostrador donde atendía. En un momento de descuido, alguien se acercó al niño entregado al sueño y lo mató salvajemente con un cuchillo. El filósofo travesti no sólo era capaz de explicar de manera impecable las partes abstractas de las estructuras de pensamiento que estudiaba en la universidad, sino que iba ofreciendo, mientras transformaba su cuerpo, ejemplos de cómo esas construcciones de pensamiento que estudiaba se presentaban en la vida diaria sin que casi nunca lo advirtiéramos. Hablaba mucho también de Orígenes, del Padre de la Iglesia, quien dejó de servir a su comunidad de creyentes místicos luego de emascularse, en un arrebato espiritual, motivado por el deseo de servir de manera total a Dios. Luego de esa acción, que para el filósofo travesti era gloriosa y motivo de alabanza, fue expulsado de la comunidad, conducido al cagadero del poblado, donde lo abandonaron sin más. Un místico carente de deseo sexual no es considerado más que un desecho. Murió, me lo dijo, de la misma forma como mueren decenas, cientos, miles de personas actualmente. De manera anónima. Hablaba de tumbas clandestinas, de poblaciones arrasadas. De la falta de una Palabra que diera fe de los actos que acontecían alrededor. Mi deseo, de mantenerme encerrado lo más posible, si era al lado del filósofo travesti mejor, me impedía abandonar mi refugio y salir a cotejar si aquello que se me decía era cierto. Que, entre otras cosas que iba narrando, era verdad que se estaban instalando pequeñas escuelas, en regiones inusitadas casi todas, para que los niños, antes de morir, recibieran algo de educación. O que, con un fin similar, el de hallar la muerte en la mejor de las condiciones posibles aparecían, de manera espontánea, pequeños salones de belleza, que se diseminaban a lo largo de un extenso territorio que yo no era capaz siquiera de imaginar. Recuerden que soy producto de un ensayo de laboratorio. Que mi madre suele mostrarme desnudo en los baños. Que soy presa fácil de los devotés, que buscan hallar placer en las imperfecciones que muestra mi cuerpo. El filósofo travesti llevaba consigo siempre un maletín con algunos libros, así como las ropas y objetos que iba a necesitar para sus incursiones nocturnas. El Padre Felipe debía llevar un maletín similar, con los adminículos necesarios para la extremaunción que mi familia pidió casi desde el instante de mi nacimiento. Mientras hablaba, el filósofo travesti iba sacando los aretes, el lápiz labial y las pelucas que se pondría más tarde. Se quitaba los pantalones y se colocaba unas medias negras de rombos. De esa forma veía, teniendo como fondo letanías de orden filosófico, cómo aquel tímido estudiante iba transformándose en la agresiva mujer que, noche tras noche, corría distintos riesgos en sus pesquisas por la ciudad. El travesti filósofo era de una disciplina férrea. Se acostara a la hora que lo hiciera siempre estaba de pie apenas amanecía para no perder, por ningún motivo, la primera clase del día. Muchas veces, con los ojos enrojecidos y tratando de ocultar con productos químicos las huellas de la noche anterior, buscaba captar hasta la mínima idea expresada por sus maestros. Sólo durante el cambio de hora se tomaba un descanso y salía al patio de la facultad. Tomaba asiento en una banca, donde acostumbraba a hacer un recuento de las horas nocturnas. Recordaba a los hombres que habían aceptado sus ofrecimientos. Se acordaba también del poeta ciego, de aquel personaje del que todos desconocían su verdadero origen, hasta cuya habitación lo había conducido cierta vez su mujer, la maestra Virginia. Hablaba también del pedagogo Boris, que nunca supo bien explicarme si era una persona que existía en la realidad o si se trataba de un símbolo con el que se nombraba a los varios personajes indistintos que iban apareciendo en su imaginación. Nombraba antiguas guerras, libradas algunas incluso en otros continentes. Se refería a mezquitas, tanto de Oriente como de Occidente. A ciertos galgos, que eran considerados por algunas etnias como animales sagrados y, sin embargo, aquello no era obstáculo para que fueran masacrados, en forma periódica, para luego ser quemados sus cuerpos en inmensas piras funerarias. En aquellos relatos aparecían siempre los hermanos Nieblas, aquellos adolescentes ciegos y sordos que se comunicaban sin cesar únicamente entre sí, por medio de aparatos.  Estaba presente también en su discurso la recurrencia constante de un monje de bajo perfil, que se sumergía en una conversación interminable, llevada a cabo con un antiguo compañero de milicia, hermanos nazis, en mitad de un templo de oración ubicado en un lugar indefinido. Casi ninguno de los temas que me expresaba el filósofo travestí era agradable. A veces se refería también al viaje en barco al sur en busca del cadáver de un niño asesino. Aparecía también en su discurso Alba la poeta, quien solicitaba todo el tiempo, en el orfanato de la ciudad, que le dieran la custodia temporal de algún niño abandonado. Me hablaba, además, de las órdenes que la guía de turistas recibía por parte de sus jefes. Según esos mandatos, esa guía debía transportar a sus clientes a lugares donde los esperaba una muerte segura. Al filósofo travesti los recuerdos solían presentársele de manera penosa, me lo dijo más de una vez. Solía contarme que si lo recogían en auto lo llevaban hasta la orilla de un río cercano, donde en varias ocasiones lo habían abandonado después de golpearlo. A quienes más temía era a los grupos de muchachos, que lo invitaban a pasear por los alrededores únicamente por el deseo de descargar sobre su cuerpo una violencia insólita. Era el momento que yo aprovechaba para resolver algunas de mis dudas acerca de asuntos sobre su persona, que se me presentaban como misteriosos. Principalmente, sobre su necesidad de transformar su cuerpo para convertirlo en un lugar donde se llevaría a cabo el martirio. Yo sabía que en la región existía la atávica costumbre de someter a los cuerpos al influjo de las aguas. Eso lo advertí desde niño. Cuando constaté que era una criatura destinada a un no futuro. Alguien incapaz de desempeñarse como los demás. Debo reconocer que me asusté al reconocerme como un ser designado a ocupar un lugar marginal. Es que en mi cuerpo, como he señalado, está representado un experimento llevado a cabo por un régimen antiguo, que desarrolló una sustancia diseñada, en un principio, para contrarrestar los efectos neurotóxicos de un gas utilizado como arma. En la zona donde nací, existe desde siempre la costumbre de mojar las pieles con fruición. La tradición de lavarse, sobarse, restregarse, hasta quedar inmaculados los cuerpos. Existían por eso, en aquellas zonas, unas instalaciones llamadas Placeres, donde los habitantes se sometían con frecuencia a esa clase de ritual. No era casual el nombramiento oficial de una profesión, la de bañadores, quienes se dedicaban, día y noche, a sobar, a restregar las carnes, tanto vivas como muertas. Ahora, cuando que ya no me queda casi ningún diente advierto que nuestro compañero, el de la diatriba contra la madre del Padre Felipe, no estaba expuesto a la vista de los demás. No quisimos imaginar en qué lugar podría encontrarse. La mayoría desconocía lo que podría haber más allá de la puerta por donde los monjes que nos educaban solían desaparecer después de las clases. Estábamos en aquel patio, titubeantes. En un estado similar en el que solía introducirme la presencia del filósofo travesti durante sus visitas. En momentos así, era curioso advertir cómo la precisión intelectual que era capaz de mostrar el filósofo travesti cuando asumía algún asunto de orden intelectual, daba la impresión de desvanecerse ante mis dudas. Admitía que salir en las noches era uno de los requisitos necesarios para lograr su transformación a plenitud. Un cambio en todo orden del término. A veces me confesaba que ni siquiera en Kant o en Nietzsche era capaz de hallar alguna respuesta acorde a sus inmensas preguntas. Que más luz le otorgaba, aparte de sus encuentros nocturnos, enfrentarse al misterio alrededor del absurdo sacrificio de Orígenes. O también recurrir, casi a escondidas, a la lectura del Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar, que había escrito el poeta ciego durante sus años de peregrinación. Nunca le pregunté de manera directa acerca de la importancia de aquel texto. Ni las razones que lo llevaban a leerlo sin que nadie lo supiera. No quería convertirse en un Pamelita más, me dijo una vez. Tampoco en presa de los devotés, que desde mi infancia estuvieron siempre al acecho de mi cuerpo. En ese entonces ninguno de los dos podía saber que años después, cuando realicé un largo viaje con el fin de reclamar mis derechos por las anomalías de orden genético que presenta mi organismo, iba a sobrevivir gracias a la entrega de mi piel a la cantidad inimaginable de devotés que se conglomeraban en los alrededores del gabinete del científico Olaf Zumfelde, miembro principal de la Universidad de Heidelberg, único lugar en el mundo donde era posible oficializar el hecho de ser víctima de aquel experimento científico. Desde niño advertí, lo he señalado, que era una criatura destinada a un no futuro. El filósofo travesti, la manca, como algunos le decían por allí, me contaba que los Devotés habían sido una constante en su vida. Como fantasmas que lo acompañaban a lo largo de su existencia. Quizá desde el momento en que su cuerpo desnudo fue exhibido por primera vez por su madre, quien reunía a algunas mujeres para su contemplación en los baños públicos de la zona que habitábamos. Quizá en ese momento comprendió que aquel era el deseo único, particular, excéntrico, que podía ser capaz de generar. Luego de ser rechazado por el científico Olaf Zumfelde de su gabinete, el Pamelita fue echado directamente a las fauces de los devotés circundantes, y transformado, mientras lograba el viaje de regreso, convertido en uno de esos Pamelitas que, por lo general, desaparecen de la noche a la mañana y no se sabe más de su destino. Antes de llegar a ese gabinete, ya estaba todo preparado para rechazar su demanda. Alegaron que cuando la madre tomó ese producto, ya se encontraba fuera de la responsabilidad de los laboratorios que lo produjeron. Que para ese entonces no eran ya dueños únicos de la patente. La madre, que desde que el filósofo travesti fue pequeño aprovechó el excesivo tamaño de su pene. La que pedía, a las demás mujeres de la región, objetos diversos para contemplar el órgano de su hijo el tiempo que considerasen necesario. El personaje de nuestra mujer, una guía turística cleptómana que va a aparecer de vez en cuando, está basado en la historia de una empleada de una agencia oficial, quien fue vecina del filósofo travesti durante los años que vivió en otras regiones. La imagen de la madre del filósofo travesti, la difuminada, la que estaba atenta a la contemplación que las demás hacían del cuerpo desnudo del hijo, es posible que sea vista como consecuencia del rechazo mutuo que siempre sintieron entre sí. Desde el momento del parto la reacción fue inmediata. La madre frente al hijo, el hijo frente a la madre. Tal vez, el origen de este desencuentro tuviera que ver con las circunstancias que acompañaron a su nacimiento. El filósofo travesti carece de algunas partes del cuerpo. Nació de ese modo. Por eso porta con un documento que lo acredita como mutante. Aunque fue estafado cuando acudió a la universidad de Heidelberg a exigir una remuneración. El científico Olaf Zumfelde lo arrojó de su gabinete con violencia. Aquella manera de ser de su cuerpo le causa, de vez en cuando, insoportables dolores físicos, situación que lo ha llevado a imaginar que existe una institución especializada en pacientes con dolencias extrañas. Imagina que acude a un lugar que se concentra en la atención de personas que nunca han tenido, han perdido, o están por perder algún miembro. Incluso el pene que la madre mostraba públicamente de manera metódica. La institución que imagina cuenta con una poza de chorros subacuáticos, que brindan potentes masajes. Vaho, niebla, vapor, agua incesante sobre la superficie de los cuerpos. Es común ver entrar o salir, a veces con ayuda, a una serie de individuos que buscan en sus aguas, en sus máquinas, en la institución en general, la paz necesaria para continuar con sus vidas. Las visitas a esa clínica suelen hacerle recordar que cuando era niño visitaba con frecuencia una institución para personas deformes, donde pasó buena parte de la infancia, conviviendo con seres que buscaban, muchos de manera desesperada, otros con resignación, adaptarse a la vida común. Lo que se buscaba en su caso era hacerlo oír por la oreja inexistente y que aceptara llevar un ojo de vidrio para no mostrar el agujero, la cicatriz, el rasguño, el párpado muerto. En otra esquina del piso de la clínica se encontraban los consultorios acondicionados para las terapias individuales. Eran espacios pequeños donde había camillas para masajes, fisioterapias, métodos de curación osteópata, separadas unas de otras por cortinas delgadas. En esa sección podía atenderse hasta a seis pacientes en forma simultánea. Incluso un solo terapeuta era capaz de ofrecer al mismo tiempo sus servicios a todos los necesitados, yendo de una camilla a otra en pocos minutos. El masajista más conocido era un fisicoculturista que más de una vez le contó, al pedagogo Boris especialmente, acerca de la extraña situación que atravesaba en su casa en ese momento: la transformación de su propia madre en un loro. La madre había muerto meses atrás, asesinada, desaparecida, desollada, inerte al lado del camino, y el loro que la había acompañado durante varios años repetía en la casa, sin cesar, sus palabras habituales. Además, se lo contó el masajista a manera de confidencia, el loro no se perdía un capítulo de la serie de televisión que la madre no había alcanzado a ver completa. Con relación a la presencia de la madre del filósofo travesti en los baños, se debe aclarar que en realidad nunca existieron esos locales. Como tampoco tuvo vida, salvo en sus ficciones, un hombre que vivía cerca del aeropuerto principal. Un inválido, como los que solían frecuentar la clínica que imagina mientras está acostado, envuelto en una manta, en el suelo, o en el área de rehabilitación del hospital en cuyos sótanos pasó buena parte de la infancia. Habla de sótanos porque en esos pisos subterráneos de los hospitales acostumbran a ubicarse los talleres donde se fabrican las prótesis, los brazos, las piernas, las orejas, los ojos. Ojos. Decenas, cientos de ojos guardados en grandes frascos con líquido. Ojos flotantes. Mojados. Limpios. Asépticos. Recuerda que, a pesar de sus obligadas visitas, cierta vez no pudo obtener un ojo nuevo, su padre se negó a aceptar el estudio socioeconómico que le aplicaron para adquirirlo. ¿Un ojo nuevo? ¿El filósofo travesti carece también de ojo? El padre señaló que, pese al puesto en el que estaba empleado, de mediano rango, no contaba con el dinero necesario para ese gasto. El pedagogo Boris recuerda que empezó una desagradable discusión entre el padre y la asistenta social, quien trataba de demostrarle cómo sus tabuladores coincidían con su situación laboral. Sin embargo, la no aceptación fue rotunda. El padre lo calmó cuando al salir le dijo que conocía un lugar donde fabricaban canicas perfectas. De una perfección tal que nadie advertiría que se trataba de un niño sin ojo. Nunca fue conducido a una fábrica semejante. La madre prefirió que pasara los días acostado. Igual que aquel personaje que habitaba cerca del aeropuerto, quien se encontraba eternamente en la cama dando órdenes con la garganta a los perros de guardia que tenía a su cargo. Ese sujeto, aparte de ser un hombre inmóvil, un hombre imposibilitado de moverse, era considerado uno de los mejores entrenadores caninos de la región. Compartía la casa con su madre, una hermana, su enfermero y cerca de una docena de perros adiestrados para matar a partir de una simple orden dictada por su garganta. No se conocen las razones por las que cuando se ingresaba en su habitación, algunos visitantes intuían la presencia de una atmósfera relacionada con lo que podría considerarse el futuro de la región. Quizá los dibujos de los inuits, las maneras de organizarse de los lakotas. Algunas interpretaciones de los códices, de los quipus, lecturas erradas la mayor parte de las veces. Parecía hallarse en esa habitación alguna palabra, algún libro sagrado que fuera a permitir, de una vez por todas, definir aquella región del mundo. Si alguien le preguntaba sobre su situación, el hombre inmóvil solía responder, en su casi incomprensible forma de hablar, que una cosa era ser un hombre incapaz de moverse y otra un retrasado mental. Lástima que un entrenador de ese tipo, eficaz, a punto de revelar incluso los misterios presentes en la zona, las razones por las cuales una niña toma asiento con una iguana sobre las piernas, muriera una noche cualquiera, cuando uno de los animales escapó de su jaula y lo devoró mientras dormía al lado de su enfermero. La habitación se llenó de líquido. Podía haberse tratado de un perro sagrado y no de uno de defensa. Del tamaño de un camello del desierto. Se dispersó en la habitación la sangre del paralítico. Los sesos. Nuevamente los líquidos inundando una escena de crimen. Haciendo honor al carácter acuoso que suele representar esta región del mundo. Pero es cierto, la madre del joven filósofo aprovechaba su vergüenza. Mostraba limpio a su hijo, su pecho, sus brazos, sus piernas, sus genitales, como se suelen presentar las pieles en la región. Allí estaba el pene de tamaño desproporcionado. Algunos hombres, los bañadores, le sacaban un brillo particular. Parecían prepararlo, de manera adecuada para su próxima desaparición. Se vería, de esa manera, muy pulcro el cuerpo, desnudo, junto a otros cuerpos, igualmente lavados de manera desesperada. Como si en esos frotamientos se buscara que no se fugaran del mundo. Que se deseara que continuaran asistiendo a la escuela primaria que el pedagogo Boris ha acondicionado con esmero. Que continuaran apreciando el agua de las peceras para obtener una calificación adecuada al momento de los exámenes. Que prosiguieran con sus trajes exfoliados, limpísimos, cuya limpidez cuidarían con delicadeza así se vieran forzados a sentarse frente a la cámara de un fotógrafo con una iguana colocada sobre el regazo. Campesinos de grandes orejas bailando desnudos. Peinados cuidadosamente con gel de distinta textura. Cuerpos inmaculados, limpios, impolutos. De esa manera serían entregados a esa nada. Rodeados de fantasmas sacros, los perros. De operaciones de cáncer, de amputaciones cotidianas, de intervenciones quirúrgicas, de mutilaciones. Exquisita la desnudez de aquel que se envuelve en una víbora. En cabinas de películas porno. Ojalá el filósofo travesti pueda obtener alguna vez un perro sagrado. El perro santo. Los efectos secundarios de una medicina, que le permite mantenerse con vida, esperemos no sea un impedimento para que aparezca un can de esa naturaleza. La necesidad de escribir para crear un archivo de la realidad. El sello escritural de la no memoria. Repudio. Ignorancia. Necesidad. El libro de los muertos. Homenajes secretos. Las medicinas que lo mantienen con vida. Las convulsiones que, de vez en cuando, sufre el filósofo travesti. La soledad de los establos, gallineros y caballerizas. Los perros que duermen en la habitación del filósofo travesti. Al lado de la manta donde se envuelve, dentro de uno de los recodos de una de las escuelas organizadas por el propio poeta ciego, por el pedagogo Boris y la profesora Virginia, con la intención de que los educandos cuenten con un lugar apropiado para morir. Para que no tengan que ser recluidos en instituciones erradas. Como se encuentran confinados los hermanos Nieblas. Isaías, el hermano ciego y sordo de Nei, quienes se comunican por aparatos electrónicos, nunca estuvo de acuerdo con algo que su hermana, ciega y sorda como él, quien le escribía día y noche a su aparato de Braille electrónico, herramienta que Isaías llevaba siempre entre las manos, lo obligaba a aceptar de manera natural, como algo dentro de lo esperado: que su madre los dejara internados para siempre en una institución pública. El pedagogo Boris a veces sorprende, en medio de la noche, a los perros con los que duerme mirando abstraídos y atentos hacia un punto indeterminado. Casi siempre advierte cómo, de pronto, mueven algún músculo en forma compulsiva o emiten gemidos que parecen incapaces de controlar. Está seguro de que en esos instantes se encuentran viviendo escenas que transcurren en otra realidad. Cierta vez, el filósofo travesti experimentó algo semejante mientras se encontraba tendido en la manta donde acostumbra a acostarse. Notó una figura muy parecida a él, era él mismo, sentado en uno de los bordes. Desde el primer momento advirtió que aquella sombra hablaba sin cesar. Era como si la hubiera descubierto en medio de un eterno monólogo comenzado en un tiempo indefinido. Quizá de allí surja, de ese monólogo oscuro, lo que podamos entender como la Nueva Escritura. Habrá que detenerse a oírlo. A aguardar que alguna niña o niño, habitante actual de alguna zona apartada, de un lugar amenazado por el gran negocio que significa el genocidio sistemático que se lleva a cabo en la región, sea el capacitado para darle forma a ese grito silenciado, a esa huella que pretende ser desaparecida. Que esos niños sean los encargados de traer la Buena Nueva, y que no sean los protagonistas de una foto desvaída más, como las que suelen aparecer en los vetustos carteles, sometidos a las inclemencias del tiempo, donde se pretende dar cuenta de una parte de los miles de desaparecidos cuyos rostros vemos pegados en los muros más insólitos. Ninguno de nosotros es ajeno a esta masacre. De alguna manera, cada uno de los aquí presentes contribuimos a nuestro modo. Somos cómplices al mirar, sin inmutarnos, a una criatura que supo siempre que debía lavarse en forma continua los dientes. De otra manera era posible que adquirieran un tono verdoso. No de un verde claro como el que transmite la mirada de una madre libre, sino oscuro, a la manera de aquellos estanques en los que crecen renacuajos o las plantas de agua que casi siempre adoptan formas misteriosas durante su crecimiento. La madre del Padre Felipe, mientras reza en una pequeña iglesia de Bari, lo sabe a la perfección.

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Imagen de portada: Sorosoluto Onalik : Drawing and Doodling, 1959-1960. (Strange Scenes : Early Cape Dorset Drawings, Jean Blodgett and Susan Gustavison, McMichael Canadian Art Collection, Kleinberg, Ontario, 1993).

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