El éxtasis y el proyecto. Notas sobre el fin del mundo
Bruno Grossi
Publicado el 2020-12-06
Allons au fond de l’inconnu pour trouver du nouveau
Charles Baudelaire
Ninguno tiene participación con su mujer, por no hacer generación que a sus ojos hagan esclavos
Fray Juan de Zumárraga
La impotencia de la imaginación
El fin del mundo es inminente, nos dicen. Sin embargo, su anuncio aparece cíclicamente cuando una determinada sociedad se vuelve incapaz de imaginar su propio futuro. En este sentido, el fin del mundo es un tópico de la cultura tan convencional como cualquier otro: tiene su gramática, sus tropos y hasta su tono particular. No obstante, hay algo en dicha imagen del fin que nos fascina. Ya Sontag lo había vislumbrado: la angustia frente a la destrucción de los objetos, las ciudades y la humanidad es simultánea al extraño placer sensible que ella genera, “participamos en la fantasía de vivir por transposición la propia muerte” (251). Goce sádico que es también el síntoma de una decepción y una impaciencia: las imposibilidades, los obstáculos, los límites para transformar la realidad devienen tan absolutos que sólo el apocalipsis próximo se presenta como la única alternativa posible de otra cosa. El deseo inconfeso de ver tras el fin de lo conocido la tenue luz de lo nuevo; o, más modestamente, el fin como medio para la suspensión momentánea de las barreras morales que impiden la plena realización de lo humano. De allí que se vuelva evidente que paradójicamente cada generación proyecte en las imágenes del desastre las esperanzas de un recomienzo. En este contexto se vuelve interesante estudiar cada hipotético fin del mundo para buscar las razones, las ideologías, los miedos y las utopías que laten en los productos del espíritu de determinada época.Si no, se corre el riesgo de ontologizar lo que es, de hecho, histórico, social, particular; es decir, hipostasiar la melancolía de una generación elevándola a condición general, existencial.
La impotencia para imaginar una transformación del mundo ha devenido, en muchos autores, extrañamente literal: la imposibilidad de engendrar. ¿No es ese el drama de Niños del hombre (Children of Men, 2006) de Alfonso Cuarón? Un mundo distópico, inquietantemente familiar, donde ya nada nuevo parece nacer, donde la posibilidad misma de lo nuevo parece obturada. Infertilidad generalizada que no hace sino acrecentar los problemas efectivamente existentes de la sociedad. Žižek no parece señalar otra cosa cuando sostiene que
The true infertility is the very lack of meaningful historical experience. It’s a society of pure meaningless historical experience. Today ideology is no longer big causes such as socialism, equality, justice, democracy (…) And this our despair today. I think that this film gives the best diagnosis of the ideological despair of late capitalism. Of a society without history, or to use another political term, biopolitics. And my god, this film literally is about biopolitics. The basic problem in this society as depicted in the film is literally biopolitics: how to generate, regulate life (§2).
En Niños del hombre, hacerse con el último signo de futuridad es la premisa que sostiene las danzas, las pugnas y las maquinaciones de las distintas facciones. Esta situación parece dar cuenta de forma bastante precisa de la precariedad de nuestra condición actual: ya no hay una utopía emancipatoria, sino el intento desesperado de aferrarse a una posibilidad, por pobre e incierta que sea. En un punto, adueñarse del nacimiento permite no sólo que el mundo siga siendo mundo, sino postular qué clase de mundo es el que va a nacer de allí. Esa pareciera ser una de las hipótesis de El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, 1985) de Margaret Atwood. Antes que una denuncia sobre una virtual y latente dictadura teocrática, la novela parece sugerir que dicho Estado represivo es meramente la fachada para perpetuar la vieja división de clases. Que para los comandantes no haya ninguna contradicción entre seguir una férrea disciplina al interior del hogar y una libre socialización con las prostitutas en el Jezabel, dice menos de la clásica doble moral del religioso que la nula importancia que tiene la religión al interior de sus consciencias (es también lo que parece sugerir la escena de la ceremonia en la que el comandante lee un pasaje de la Biblia: todo allí huele a impostura [cfr.: 133]). En la novela, antes que otra cosa, la religión es el dispositivo mediante el cual la totalidad de la sociedad queda fijada en una serie de ritos, funciones, posiciones y castas. La excusa, diríamos, que permite a la clase dominante de Gilead reorganizar por entero las relaciones de producción para disimular su inconfesa esterilidad. De allí la necesidad del sistema de criadas: coaccionar, gestionar y expropiar los nacimientos de los sectores explotados como un modo de reproducir el status quo ante la imposibilidad cierta de hacerlo por sus propios medios. De este modo la reflexión sobre la natalidad, la procreación y la reproducción aparece en ambos casos como consecuencia de la extenuación del mundo, pero también sobre las relaciones de poder que constituyen dicho mundo.
A pesar de esto, la imagen de la infertilidad es solidaria con la que podríamos leer como su reverso: la superpoblación. De esta última nacen, de hecho, las teorías sobre la desnatalidad. Las hipótesis demográficas de Malthus son uno de los indicios tempranos de la imposibilidad que presenta la modernidad para hacer frente a sus propias promesas de emancipación, al no estar a la altura del desarrollo inmanente de la humanidad. Pero si en este autor la subsistencia incierta era un augur pesimista sustentado en el mix de datos estadísticos económico-poblacionales y posiciones ideológicas liberales, el antinatalismo posterior estuvo más cerca de formar parte del gran acervo de dudosas teorías conspirativas que de convertirse en una teoría científicamente verosímil. Aun así, la imaginación biopolítica malthusiana supuso por primera vez la posibilidad de especular acerca de la intervención y gestión de la vida sexual de las poblaciones. Si, tal como lo plantea Nancy, “un mundo es precisamente, donde hay sitio para todo el mundo, aunque, eso sí, sitio verdadero, el sitio que hace que tenga verdaderamente lugar el ahí del ser (en este mundo)” (30), después de Malthus el mundo parecería ser en realidad un lugar en el que siempre está sobrando o faltando gente. De allí quizás el rol cada vez más omnipresente del Estado: gobernar es expandir pero también comprimir la imagen de eso que llamamos mundo. No sería descabellado pensar toda la actividad biopolítica desde este prisma: el diseño de complejas estrategias gubernamentales para encontrar la suma perfecta de la ecuación poblacional. Ello es ciertamente lo que nos interesa: textos donde se imaginan formas de vida que remiten —directa o indirectamente— al fin del mundo, a tal punto que, podríamos decir, lo propician, lo exaltan, lo desean. Reivindicación de una inmanencia extática que parece oponerse a la construcción racional y proyectual del Estado (cfr. Bataille 2016).
La interrogación de lo humano
Uno podría pensar que la pulsión tanática o antinatalista acompaña al hombre desde el origen mismo del pensamiento occidental. No por nada de Sófocles (“el no haber nacido triunfa sobre cualquier razón, pero ya que se ha venido a la luz lo que en segundo lugar es mejor, con mucho, es volver cuanto antes de allí de donde se viene” [559]) a Borges (“los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres” [431]), pasando por Schopenhauer (“si el acto de la procreación no fuera acompañado de deseo y sentimientos de placer y se basara en la base de consideraciones puramente racionales, ¿existiría la raza humana hoy?”[2]), la cuestión de la reproducción aparece sistemáticamente para interrogar los límites del propio yo. Según Link, “¿[c]ómo y para qué reproducirse?” (235) es el cuestionamiento implícito que atraviesa los dramas de la familia Mann, pero sobre todo la interrogante fundamental del humanismo burgués. Una pregunta por la continuidad del sujeto que también se formula por la herencia genética particular, pero especialmente por la especificidad en sí de lo humano, las condiciones mismas de su existencia, su reproducción y su supervivencia. Sin embargo, a mediados de siglo podemos advertir una torsión en dicha pregunta. Ya no un pesimismo antropológico al margen de toda coyuntura, que se regodea y flagela en las cimas del Ser, sino una reflexión en la que lo social, lo económico y lo histórico alteran las condiciones mismas de la pregunta.
Esta inquietud late en el film El semen del hombre (Il seme dell’uomo, 1969) de Marco Ferreri. Ante la pandemia global, la desaparición de las sociedades organizadas y la incertidumbre ante el futuro, la pregunta por la reproducción adquiere un estatus diferente. ¿Tiene sentido traer un individuo nuevo a un mundo del que desconocemos su real y futura viabilidad? Esta discusión se traslada al interior de la pareja protagonista. Una discusión atravesada por la tensión entre la ley (“Todas las mujeres deben ser fecundadas. Es una orden”), la justicia (“Tú que conoces el mundo y tienes tanta experiencia... ¿Es justo querer un hijo?”), el deber (“Quiero un hijo. Es nuestro deber”) y el derecho (“No podemos. No tenemos derecho”). En este punto no es casual que el desfiguramiento de la idea de mundo traiga aparejado un descalabro de las nociones que utilizábamos para actuar, juzgar, administrar y planificar la vida. No importa que durante el film aparezcan alternativamente otros sujetos, los recursos naturales puedan ser todavía explotados y se sugiera la posibilidad de que haya otras ciudades todavía en pie, la procreación necesita de la ficción de un mundo estable para garantizarse.
De allí que podamos ver en este film muy gráficamente las dos opciones frente a la pregunta por la reproducción de la sociedad. Por un lado, Cino se identifica plenamente con el futuro: la ciencia (lee manuales de Física y Biología que le permiten imaginar la construcción de la bomba atómica o la clasificación de los remedios), el museo (archiva objetos extraños para las próximas generaciones) y la procreación (insiste en la necesidad de tener un hijo); Dora, por el otro lado, encarna dubitativamente el presente: una vida reducida a la mera subsistencia (comida, sexo, ocio) y el nihilismo (renuencia a mudarse, a integrar a terceros, a reproducirse). No es de extrañarse que la posición de Cino se identifique con la del Estado y su necesidad de garantizar el futuro, a veces, a precio del presente (como cuando prefiere musealizar la horma de queso antes que comerla). Es lo que ocurre explícitamente cuando aparecen los hombres misteriosos que responden al Servicio Administrativo del Estado. No sólo premian su tarea archivística (pensada a su vez como una especie de substituto de la paternidad), sino que condenan la aparente negligencia de la pareja frente a una de sus obligaciones conyugales: producir sujetos que se integren a la construcción de la comunidad. “¿Tú eres su marido? ¿Cómo es que todavía no está embarazada? ¿Tú eres su mujer? El mundo necesita nuevos ciudadanos”. Ferreri parece señalar de este modo la arbitrariedad binaria en torno a la organización genérica del mundo. Como si la destrucción de la sociedad simplificara y obligara a los sujetos a retrotraerse a aparentes y arcaicas funciones naturales: el hombre, la subsistencia material; la mujer, la subsistencia reproductiva. De hecho, al “plantar la semilla del hombre” mediante el engaño y la manipulación, Cino reproduce sobre Dora la violencia que el Estado ejerce sobre el individuo (y más precisamente reproduce la violencia mediante la cual el hombre fija a la mujer a un rol específico). Señala de paso la paradoja de la necesidad del Estado, en tanto construcción racional transindividual, de justamente garantizar el primado del todo trascendiendo las voluntades individuales de aquellos mismos que lo integran. Sin embargo, lo que el film muestra es que lejos de ser una abstracción que busca lo mejor para todos, el Estado es (o mejor dicho: no puede dejar de serlo) la encarnación de un particular (una facción) que somete a otro particular en nombre de la totalidad. Sólo Dios puede atribuirse la voluntad universal, el derecho a juzgar a los hombres (de allí la escena final, ¿salomónica?, del rayo aniquilador), porque justamente él no encarna nada, no representa ningún particular, su sentido trasciende a todos.
Economía de los placeres
El filme de Ferreri exhibe el azorado interrogante del Estado frente a intereses autodestructivos particulares que redundan eventualmente en la destrucción general. O así es justamente como lo piensa el Estado: sujetos que se han abandonado a sí mismos y con ellos toda noción de futuridad general (“todo sucede como si el mundo estuviera trabajado y atravesado por una pulsión de muerte que pronto no tendrá ninguna otra cosa que destruir sino al propio mundo” [Nancy: 16]). Pero la renuencia de Dora puede leerse en otro sentido: un principio de inmanencia dispuesto a separarse de todo lo que amenace con interrumpirlo o sacrificarlo en pos de otra cosa. Trascendencia, postergación, promesa del deseo: modos velados de reprimirlo. Es de hecho lo que sucede en la novela de Atwood. Al convertirse en meros medios para la reproducción, las criadas parecen perder y olvidar la noción de una sexualidad liberada de otro fin que no sea su mero desenvolvimiento.
Solía pensar en mi cuerpo como en un instrumento de placer, o en un medio de transporte, o un utensilio para el cumplimiento de mi voluntad. Podía usarlo para correr, apretar botones de un tipo u otro, y hacer que ocurrieran cosas. Existían límites, pero aun así mi cuerpo era ágil, único, sólido, formaba una unidad conmigo (115).
La autonomía sobre el propio cuerpo es arrebatada por un Estado que redirecciona sus imágenes, humores y funciones a la reproducción de sí mismo, anulando toda posible subjetivación inesperada. De allí que el placer es visto como una infracción al interior de la sociedad moderna y autoritaria desde el momento en el que no puede ser integrado en una lógica utilitaria. El sexo aislado de sus funciones reproductivas pareciera volverse peligroso y entrar en tensión con la prosperidad futura del Estado. Es lo que parece señalar Klossowski en Orígenes culturales y míticos de cierto comportamiento de las damas romanas (1968): el proceso de lenta desacralización, laicización de las costumbres sexuales, que anteriormente estaban integradas a una densa liturgia pagana, tuvieron el fin de mitigar el deseo sexual inútil, gratuito, destructivo. Si la religión mítica había liberado la sexualidad de su monotonía y animalidad —es decir, su mero fin reproductivo— integrándola a la experiencia eterna, sin telos del universo, multiplicando las imágenes y las prácticas más allá del acto de procrear, el Estado romano debió limitar y resignificar dichas representaciones para garantizar el orden.
El Estado sólo puede subsistir si se propone una meta en el tiempo y en el espacio, debe por tanto permanecer oculto tras la forma de imágenes lo suficientemente ambiguas como para que la raza no caiga presa del vértigo de la inutilidad de la existencia […] tiene que intervenir un equilibrio, una compensación mutua entre los esfuerzos por construir y la atracción constante de la destrucción […] en los cultos el Estado invoca la divinidad para que ella se reconozca en las metas que el Estado persigue […] él compra su orden pagando su tributo a los “desórdenes” de los dioses (Klossowski: 9).
Sin embargo, en nombre de la Razón (Tertuliano), la Fe (Agustín) y el Estado (Cicerón) convirtió en ridículos y demoniacos a los defensores exaltados de los propios cultos. De allí la ambigüedad constitutiva de la religión romana. La institucionalidad y el orden moral se ganaron negando el carácter decididamente sexual de las representaciones de los dioses que antaño eran objeto de adoración e imitación. La paradoja es que con ello se generó un nuevo erotismo (o el erotismo en stricto sensu): una idea de sexualidad desplazada por miedo, culpa, pudor o castidad a los ámbitos de lo privado y la interioridad (aunque sobrevivió a su vez, neutralizada, enciertas fiestas populares). Con ella nació toda una economía de la transgresión que —siguiendo a Foucault— no hizo sino acrecentar, propiciar, dicho deseo. Pero, como bien señala Klossowski, ese deseo conservó en sí la imagen de la turbiedad, el éxtasis, la disolución y la muerte.
En este punto cabe la duda de si pueden el éxtasis y el proyecto, el deseo y el Estado, la inmanencia y la trascendencia, salir de sus enquistadas formas antagónicas, dicotómicas y entrar en relación, dialectizarse, por complicado que sea el juego, el intercambio y el pasaje entre ambos términos. Es lo que ocurre, en cierta medida, en dos textos experimentales y extremos, prácticamente opuestos entre sí (por sus presupuestos, sus tradiciones, sus géneros, sus tonos) como son Manifiesto Scum de Valerie Solanas (scum Manifesto, 1967) y la novela Proyecto para una revolución en Nueva York (Projet pour une révolution à New York, 1970) de Alain Robbe-Grillet. Hay en ellos, a pesar de sus diferencias, una extraña semejanza: la conjunción de la negativa (parcial o total) a procrear y el advenimiento de nuevas formas de socialización en franca continuidad con la muerte.
La comunidad de la muerte
A contramano de la acusación de apolítico, racionalista, esteta, con la que cierta crítica tipificó tempranamente a Robbe-Grillet, podemos ver en su obra la llamativa insistencia en torno a las ideas de revolución, caos, desorden y fin: obsesión por tópicos que explicitan el momento preciso en el que una idea de mundo es puesta en discusión y otra parece emerger abruptamente. No es casual, por lo tanto, la crítica a la representación por él emprendida en numerosos ensayos que supone el deseo de no reproducir las condiciones existentes de vida. Antes bien, son las formas narrativas las que, lejos de meramente reflejar lo exterior o tomarlo como un material previamente dado, deben producir el mundo. En este punto su materialismo estético se conecta con el particular erotismo que exhiben sus ficciones. Ese pareciera ser el tema de Proyecto para una revolución en Nueva York. Una célula terrorista, que vira entre el crimen organizado y la revolución armada, conspira para alzarse y tomar de un momento a otro la ciudad de Nueva York. Bajo los iluminados escaparates de los shoppings o en lujosos rascacielos, los militantes recitan el dogma que los llevará al poder. Sin embargo, sus lemas distan mucho de semejarse a cualquier proyecto político racional y viable:
—El crimen es imprescindible para la revolución —recita el doctor—. La violación, el asesinato y el incendio son las tres acciones metafóricas que harán libres a los negros, a los proletarios harapientos y a los trabajadores intelectuales, a la vez que liberaran a la burguesía de sus complejos sexuales.
—¿También saldrá libre la burguesía?
—Por descontado. Y evitando toda matanza popular, de forma que el número de muertos (pertenecientes casi siempre al sexo femenino, en el que sobran individuos) parecerá insignificante al lado de la obra llevada a cabo.
—Pero ¿qué utilidad tienen los suplicios?
—Principalmente cuatro. Primero: son más convincentes cuando se trata de obtener cantidades considerables de banqueros humanitarios. Segundo: la sociedad futura necesita mártires. ¿Qué hubiera hecho el cristianismo sin santa Ágata o santa Blandina y las estampas que representan sus tormentos? Tercero: las películas, que nos proporcionan también ingresos importantes […]
—¿Es para un programa erótico?
—No forzosamente. Existe también la serie “Crímenes individuales educativos”, que intenta llevar a cabo una catarsis general de deseos inconfesables de la sociedad contemporánea […]
—Ha hablado usted de cuatro puntos. Hasta ahora sólo ha explicado tres.
—Pues bien, hay, naturalmente, el placer, del que tampoco conviene olvidarse (129-131).
Su intención, conocida ya, consiste en elaborar un producto vesicante, que, aplicado a ciertas regiones precisas de la mujer, sea capaz de desencadenar una serie de espasmos sexuales cada vez más fuertes y prolongados, haciéndose muy pronto extremadamente doloroso y acarreando, después de varias horas, la muerte del sujeto en medio de convulsiones mezcladas del goce más vivo y los sufrimientos más atroces. Semejante producto será muy apreciado cuando se celebren las grandes fiestas por el triunfo de la revolución, que habrían de comprender, según el programa previsto, para evitar la matanza general de los blancos, un número razonable de sacrificios humanos particularmente espectaculares: violaciones colectivas ofrecidas a todos los transeúntes en tablados erigidos en las principales encrucijadas de la ciudad y presentando a las criaturas más bellas atadas a potros especiales; representaciones teatrales en las que algunas elegidas serán torturadas de manera inédita; juegos de circo resucitados de la antigüedad; concursos públicos de máquinas de tortura, experimentadas ante un jurado de especialistas, con la posibilidad de que las más acertadas se conserven luego —en la sociedad futura— como medio legal de ejecución, a ejemplo de guillotina francesa, aunque de un tipo más refinado (165-166).
Si en la reconstrucción de Klossowski el Estado romano se ponía al servicio del orden moral, el equilibrio, el respeto a derechos y deberes extrapolados de la propia lógica del matrimonio, aquí es solicitado para encarnar las más desquiciadas pasiones individuales; o mejor: no es el matrimonio, sino la orgía la que es elevada a modelo posible de organización social. En este punto, la revolución de los conjurados parece hacer del crimen y el erotismo la piedra de toque de su proyecto. Aun cuando pueda leerse una crítica al concepto mismo de revolución justamente en la necesidad intrínseca de elevar la muerte de unos a un medio para el placer de otros, lo que interesa es sobre todo el lugar gozoso que la muerte ocupa en dicho escenario. De hecho el éxtasis irracional frente al asesinato y el proyecto racional del Estado son pensados paradójicamente en franca continuidad: tal como en las novelas de Sade uno no existe sin el otro. Sin embargo, la violación y el asesinato sistemático del género femenino (mucho habría que decir sobre la misoginia de Robbe-Grillet, más no sea porque todo experimento debe ser llevado a cabo siempre sobre el cuerpo de la mujer) allí narrados parecen socavar las bases mismas del futuro de la sociedad: sin mujeres no hay posibilidad de garantizar la reproducción. Al conducir la gesta revolucionaria a un acto orgiástico y sacrificial, la comunidad parece agotarse a sí misma en un grito extático de pura continuidad en el vértigo mismo del abismo. “El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia”, sostiene Bataille (21), y algo de ello se lee en Robbe-Grillet. La certeza de que el deseo individual lleva en sí la disolución de toda forma de vida social. No resulta casual por tanto que en el resto de su obra el cuerpo femenino se exhiba pero se retire, se exponga como objeto posible de consumo pornográfico pero a su vez los procedimientos formales (música atonal, fragmentación de las escenas, segmentación del cuerpo, repetición de cuadros, antipsicologismo que detiene la identificación) escandan el deseo del lector e impiden la consumación inmediata; como si las relaciones se volvieran simultáneamente obscenas y ascéticas. De allí que en el erotismo de Robbe-Grillet exista una sexualidad de proximidad más que de conexión, un diferimiento constante sobre el cuerpo que nunca se concreta en penetración (y si ocurre es producto de la violación seguida de muerte), anulando toda posible reproducción. Si reproducirse es permitir la prolongación del mundo, hay un momento nihilista en Robbe-Grillet en el que se aboga, implícita o explícitamente, por toda disolución.
En algún punto las ideas de Solanas no están tan alejadas de las de Robbe-Grillet, pero si la ficción salva a éste, el género manifiesto (con su deseo impetuoso de exponer la verdad) hunde a aquélla. De hecho la primera sensación al leerla pareciera ser la de no tomar tan en serio lo que dice, o al menos distanciarse del texto para leer su contenido en términos metafóricos. ¿No es lo que con tedio explicamos cada vez que alguien malinterpreta el sintagma “muerte al macho”? ¿Pero qué pasa si decidimos leer Manifiesto Scum de forma literal y nos dejamos arrebatar por la lógica del texto? Uno no puede dejar de adherir a su precisa, detallada e ingeniosa descripción no sólo de las relaciones de poder entre los géneros, sino acerca de las propias condiciones de explotación, injusticia y desigualdad del capitalismo. Sin embargo, es allí donde Solanas nos invita a pensar: en los inextricables vínculos entre las formas coercitivas de gobierno, la monetarización de la vida, la alienación laboral, la mistificación que despliega el Gran Arte y el ser mismo del macho. Así señala que es la eliminación del sistema mismo y no la supuesta igualdad económica lo que va a liberar a las mujeres (cuestión que aun hasta ciertas mujeres no empoderadas intuyen, al preferir vivir ciertamente bajo el ala de un hombre al precio de evitar el aburrimiento y la estupidización de un trabajo bien pagado pero poco creativo). En este contexto, la primera institución que hay que liquidar es la familia, ya que por un lado ella aísla al niño y por el otro le introyecta normativa y adaptativamente todos los valores necesarios para reproducir la sociedad masculina. No obstante, esto no puede resolverse meramente refuncionalizando al hombre, sustrayéndolo de la lógica de la pareja y convirtiéndolo en un simple donante de esperma. Hay que repensar la reproducción y la sociedad en su conjunto.
La cuestión de si el empleo de los órganos sexuales femeninos para los fines de la reproducción debe continuar o la reproducción ha de realizarse enteramente en el laboratorio es un tema abierto. ¿Qué ocurrirá cuando todas las mujeres tomen anticonceptivos desde los doce años y se terminen “los accidentes”? ¿Cuántas mujeres aceptarán el embarazo como situación “natural”? No. Las mujeres no gozan de tener criaturas como animales, a pesar de lo que diga la masa amorfa de mujeres con el cerebro lavado de nuestra sociedad actual. ¿Será necesario aislar una población específica de mujeres para usarlas como animales de cría? Obviamente no. La respuesta es el laboratorio.
En cuanto a la cuestión de si debe o no seguir reproduciéndose al especimen macho, ya no hay nada que discutir porque el macho, como la enfermedad, siempre ha existido pero eso no significa que deba seguir existiendo. Cuando sea posible la manipulación genética, está demás decir que sólo produciremos seres saludables, completos, sin defectos. Así como sería inmoral producir deliberadamente un ciego también lo sería traer al mundo a un paralítico emocional como el macho.
Pero sin embargo, ¿por qué reproducir mujeres?
¿Para qué hacen falta las futuras generaciones? Una vez eliminadas la vejez y la muerte, ¿para qué continuar reproduciendo la especie? E incluso si no se las elimina, ¿por qué ocuparnos de lo que ocurra una vez muertos? ¿Por qué preocuparnos de que una generación más joven nos reemplace? (…) La scum no se consuela pensando en las futuras generaciones y quiere actuar ahora (Solanas: 46-47).
Va a ser fácil lograr que la sociedad automatice por completo los procesos de trabajo (…) Será el principio de una nueva era, una atmósfera de fiesta (…) Una vez deshecho el sistema financiero, no será necesario seguir matando a los machos, ahora privados de su único medio de control sobre las mujeres. Sólo podrá imponerse a las nenas de papá, acostumbradas a ser sometidas. El resto de las mujeres se ocupará de resolver los problemas pendientes antes de terminar con la muerte y entrar en la utopía (Solanas: 52).
Bajo el lema de desnaturalizar la obligación de la mujer para con la procreación, o mejor, de desencializar dicho vínculo, Solanas llega a plantear la cuestión precaria del futuro de la sociedad. Aparece entonces, como un pase de magia, un optimismo ciego en el progreso: todo se resolverá mediante los avances científicos, de los nacimientos a la inmortalidad. Prescindible de toda labor reproductiva, el hombre pierde su razón de ser; sólo le queda ser asesinado o acompañar pasivamente la revolución y esperar su lenta extinción. Pero en este punto la utopía comunitaria de Solanas toma un viraje inesperado: el pesimismo histórico sobre las relaciones de poder entre hombres y mujeres se ontologiza. Del fin del hombre se pasa al de la especie; se pasa de repensar la reproducción a negarla de plano. La resistencia se troca por lo tanto en su contrario: el aniquilamiento. El instante soberano del individuo revela su peor cara: el egoísmo. Extraña racionalidad que en el proceso de búsqueda de su propia libertad atenta contra su propia supervivencia.
La crisis del mundo
Si tomamos como cierta la hipótesis de Nancy de que “el mundo ha perdido su capacidad de hacer mundo” (16), se advierte cómo, en cierta manera, el mundo se sustentaba sobre una determinada estructura simbólica que generaba la imagen de integración, continuidad y totalidad entre las partes. Pero quizás lo que estos textos y películas demuestran es que el mundo estaba asociado a una idea muy determinada de mundo, o mejor dicho: de un orden particular que había terminado por hipostasiarse al propio mundo. De este modo la crítica a la reproducción puede leerse como una crítica precisa a la reproducción tout court de una sociedad que ha devenido imposible: entre reproducción sexual y social sólo habría un paso. Detener los nacimientos se presenta entonces como un modo de, quizás, detener momentáneamente la injusticia que se reproduce a través de cada uno de ellos. Es lo que plantea Schwarzböck cuando sostiene que “lo que se celebra con ellos no es la posibilidad de que algo nuevo llegue al mundo, sino el hecho de que la vida siga reproduciéndose y todo continúe siendo tal cual es. Por eso son una metáfora de lo cíclico y no de lo nuevo” (§3). En este punto no resulta casual que sea a fines de los años sesenta y comienzos de los setenta (en el preciso momento en el que —a tono con las demostraciones globales, de Watts a Córdoba, pasando por París o Praga, de descontento hacia la profundización del rumbo capitalista del mundo pero también del comunismo soviético— comienza a problematizarse radicalmente los modos en los que se piensa, discute y organiza políticamente el mundo) surja una pulsión antinatalista menos atenta a la metafísica que a revisar las condiciones materiales, las relaciones de poder, los nuevos modos de organización y la prosecución del deseo. Pero, tal como lo plantea Adorno, “la humanidad, desesperando de su reproducción, proyecta desvanecida el deseo de supervivencia en la quimera de la cosa nunca conocida; pero ésta se asemeja a la muerte. Señala el ocaso que supone una constitución general que virtualmente no necesita de sus miembros” (247). De allí que la denegación de la reproducción suponga no sólo una crítica al futuro lineal e instrumental diseñado por la lógica del Estado, sino un cierto fracaso de la imaginación utopista. No obstante, si las obras literarias son las que hacen que el mundo se transforme en mundo, dándole consistencia o desbaratando sus convenciones, ellas son a su vez las que permiten que el mundo se nos aparezca desde un punto de vista nuevo (cfr. Giordano: 20). No otra cosa es lo que ocurre en estos dos textos: allí se imaginan, se postulan sociedades utópicas (o distópicas, depende de cómo se las vea) que, aun en su imposibilidad, revelan las posibilidades y los límites de nuestro mundo. Tensión irresoluble entre el momento extático autodisolutorio del individuo y el racional proyecto coercitivo del Estado.
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En Acta poética, 41-2, Narrativas del futuro y la sobrevivencia, julio-diciembre 2020.
Bibliografía
Adorno, Theodor. Minima Moralia [1951]. Madrid: Akal, 2006.
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Giordano, Alberto. “Temor y temblor. Ética de la lectura y morales de la crítica”, en Las razones de la crítica: sobre literatura, ética y política. Buenos Aires: Colihue, 1999.
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Schwarzbock, Silvia. “¿Por qué el arte no puede cambiar a los hombres?” [en línea], en Herramienta. Debate y crítica marxista (2010). Disponible en: <https://www.herramienta.com.ar/articulo.php?id=1348> [2 de julio de 2019].
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Ferreri, Marco. El semen del hombre [Il seme dell’uomo]. Polifilm, 1969.
Bruno Grossi es profesor en Letras por la Universidad Nacional del Litoral (unl), doctorando en Literatura y Estudios Críticos por la Universidad Nacional de Rosario (unr) y becario doctoral por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet). Profesor de Teoría Literaria en la Universidad Católica de Santa Fe (ucsf). Ha expuesto en congresos internacionales y publicado ensayos sobre estética alemana, cine y literatura tanto argentina como francesa. Es miembro de centros de investigación de teoría literaria, literatura francesa y ciencias sociales. Participa a su vez de equipos de investigación financiados sobre estética, dialéctica y sociología.
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