Sobre la presencia
David García Casado
Publicado el 2021-12-05
Se pueden establecer múltiples y pertinentes discusiones sobre diferentes modos de presencia: presencia social, presencia cultural, presencia política… todas relacionadas con hegemonía, privilegio y estatus. Llegaré a tocar esos temas más adelante, pero antes quiero empezar hablando de una base ontológica o más primitiva de la idea de presencia de la que surgen esas cuestiones. En primer lugar, la presencia, descrita por su etimología como: “el espacio que está delante o alrededor de alguien o algo".
Me parece interesante considerar la presencia como el espacio alrededor de alguien o algo en lugar de lo que comúnmente entendemos como “tener presencia” y que normalmente atribuimos puramente a una cosa o ser en cuestión. Sin embargo, aquí la presencia se describe como el espacio negativo de las cosas o mejor dicho: el espacio que permite que las cosas sean. Algo así como una atmósfera que permite que las cosas sean consideradas como entes separados, definidos, reales. Sin ese espacio la percepción estaría saturada, sería un puro bloque de información, un estímulo constante que, por lo tanto, nos resultaría imperceptible —al igual que somos conscientes del ruido del motor del frigorífico sólo cuando se detiene. Para percibir necesitamos huecos, es así cómo el silencio hace posible que se escuchen los sonidos, o el vacío hace que los objetos sean visibles: lo invisible da lugar a lo visible.
Pero permítanme seguir con una segunda definición etimológica de presencia: “el estar en un lugar determinado y no en otro”. Esta definición conlleva implícita la cuestión de qué estoy haciendo aquí o mejor dicho, cómo he terminado aquí hoy, escribiendo este texto, estas palabras. Y también, por qué está usted leyéndolas ahora mismo, en lugar de estar en algún otro lugar, haciendo otra cosa. Ciertamente, existe una extensa red de microeventos que han condicionado nuestro estar hoy aquí compartiendo este espacio común, el que se produce entre estas palabras escritas y la persona que está leyéndolas: usted. Ese es entonces el desafío, tratar esta ocasión (o, realmente cualquier ocasión) con el respeto por una experiencia de encuentro irrepetible. Digamos que el respeto por este encuentro, el momento presente, es posiblemente el principio —o un principio— de lo que realmente significa la presencia.
Por otra parte, todos poseemos una percepción ligeramente diferente y, por lo tanto, una apreciación diferente y particular de lo que tenemos en frente de nosotros en este preciso momento. Estas apreciaciones pueden variar desde la indiferencia, el aburrimiento, el entretenimiento, con suerte: el interés. Sin embargo, todos y cada uno de nosotros somos responsables de determinar una idea de presencia, que aunque sea particular —personal— al mismo tiempo es equivalente a las de otros, en el sentido en que todas nuestras formas particulares de presencia emergen en un espacio común de percepción colectiva, la superficie que denominamos realidad.
La palabra realidad es solo un término que refiere a un consenso colectivo de conciencia determinado por lo que nuestra cultura define como “lo existente” y que todos podemos experimentar de un modo básico. Algo que Michel Foucault llama “conformidad” (1). Si bien podemos decir objetivamente que la existencia es realmente una cosa flexible que va más allá de nuestras propias limitaciones perceptivas, el consenso de la realidad —la conformidad— actúa como una valla, una demarcación del territorio (de lo que se considera real) que resulta lo suficientemente clara para la mayoría de los sujetos. En un nivel puramente individual, la mayoría de nosotros somos capaces de distinguir entre el ámbito privado de nuestros propios pensamientos y percepciones y el consenso público de lo que el resto de la gente supuestamente percibe como nosotros. Lo rojo no es azul, lo grande no es pequeño. Todo es relativo, es cierto, pero entendemos y tenemos herramientas para entender las variabilidad de las percepciones individuales que, aunque relativas, sabemos cómo funcionan en contextos específicos. Existen herramientas conceptuales como la lógica, las leyes de la física, y tenemos al lenguaje para comunicar e intercambiar nuestras diferencias y puntos en común en este consenso conocido como realidad. Podemos distinguir entre nuestra imaginación —las imágenes que constituyen nuestros recuerdos y nuestros deseos— y las imágenes que realmente podemos ver, los sonidos que escuchamos aquí y ahora, que sabemos que son reales porque estamos convencidos de que todo el mundo puede experimentarlos de forma similar. Eso es lo que se considera estar “cuerdo” en contraposición a "loco"; en otras palabras: fuera de los límites del consenso, en los márgenes de la sociedad, outsider...
Pero también es cierto que para algunas personas que padecen "trastornos mentales" —una etiqueta de por sí muy discutible— los ámbitos de lo público y privado de sus pensamientos se encuentran difusos y para ellas todo parece estar sucediendo en un mismo espacio donde no hay una distinción clara entre lo real y lo imaginado. Dado que no hay forma de que puedan distinguir entre el ámbito privado de sus propios pensamientos y percepciones y los que son comunes a los demás —y, por lo tanto, públicas— no hay forma de que sepan si lo que hacen tendrá o no consecuencias en el mundo que la conformidad considera “real”. Sin sus pautas e instrucciones se encuentran a la deriva, completamente perdidos, sufriendo por una incapacidad para encontrar una forma de acceder a lo común. No encuentran las vallas que rodean y señalan el territorio común porque para ellos no hay vallas, éstas son invisibles. O quizás efímeras, como un relámpago.
El arte en todas sus variantes ha sido históricamente una forma verdaderamente poderosa de ayudarnos a liberarnos de las constricciones y las limitaciones de las vallas de la conformidad pero sin los efectos clínicos de inadaptación a lo que la sociedad define como real. Es generalmente aceptado que el arte es simbólico, es una metáfora, no es literal… se permite el juego. Junto con el arte, el pensamiento crítico nos ayuda a darnos cuenta de que a menudo el consenso de lo real está de hecho conectado primero a una idea colonial y patriarcal de la razón, y más tarde, con el advenimiento del capitalismo, a una idea de productividad: a qué tan bien puede desempeñarse los sujetos dentro de un marco social, cómo pueden ser funcionales y, de este modo, cómo pueden servir como agentes para sostener unos supuestos límites o demarcaciones de lo real.
Por otro lado, etiquetas psiquiátricas como “locura” o “histeria”, se han utilizado como formas de degradar, reprimir y expulsar cualquier crítica y riesgo potencial a esta conveniente ilusión. Hay que tener en cuenta que hasta no hace mucho, los médicos tenían el poder y eran aplaudidos por encerrar en manicomios a cualquier sujeto que no encajara dentro de los límites de una sociedad productiva (2).
Pero, es a través de aquellos considerados “fuera” de esos límites que podemos cuestionar cuán sólidos son los límites del consenso, los límites de una supuesta realidad, y cómo el estar fuera de esos límites puede iluminar lo que pensamos que es inamovible y permanente. Su perspectiva nos enseña a ver las grietas en el constructo de lo real.
Un verdadero explorador de la conciencia y los límites de su propia cordura, Antonin Artaud, escribió: “Soy testigo de mí mismo, el único testigo. De esa cubierta de palabras, esas casi imperceptibles trasmutaciones de mi pensamiento en voz baja, de esa mínima zona de mi pensamiento que yo hago parecer que estaba formulada y que aborta, soy el único juez capaz de suponer su alcance” (3). Las palabras de Artaud sugieren que nuestra experiencia y nuestro sentido del yo se encuentran dentro de un intervalo, un intervalo abierto, en constante expansión y contracción, respirando dentro y fuera del ámbito común, como una válvula. Otro explorador de los límites de lo real, Aldous Huxley, comparó precisamente al cerebro con una "válvula reductora” (4), un filtro que hace que todo el intervalo de la realidad sea de alguna manera digerible, reducido a un sentido fijo del yo que consideramos común.
Pero si el cerebro, como dijo Huxley, actúa como una válvula, el cuerpo, por otro lado, tiende a abrirse hacia afuera; es holístico. La percepción corporal está diseñada para recibir, y por mucho que tratemos de ponerle límites, a menudo es prácticamente imposible. Quizás por eso tratamos de adormecer nuestro cuerpo con imágenes, sonidos y sustancias. Nuestro cuerpo es el recordatorio de que somos parte de un todo y que los límites son tan solo una forma de ficción, la ficción del yo. Es a través de nuestro cuerpo, nuestro “pesa-nervios”, en palabras de Artaud, que nos podemos adentrar en una noción ampliada de la realidad, midiendo la relación con lo que pensamos que nuestros cuerpos son y lo que no son, con lo que somos y con lo que no somos, con lo que creemos real o irreal. Sin embargo, con frecuencia tenemos problemas para medir(nos) y buscamos desesperadamente algo que nos defina y nos permita evitar la experiencia incómoda, el carácter salvaje de la experiencia. Buscamos constantemente límites y la confirmación de que existimos dentro de unos ciertos límites; por eso es más fácil abrazar el reino de la conformidad y se vuelve más arriesgado explorar y buscar las brechas.
Podemos decir que la presencia es más probable, y quizás inevitable, en esas brechas cuando, como dice una expresión anglosajona, “te quitan la alfombra de debajo de tus pies”. Y creo que todos hemos tenido esta sensación durante la pandemia de una forma u otra. Lo que pensábamos que era sólido estalla en el aire y nuestras ideas de permanencia, de dar las cosas por sentado, y todos los recursos que empleamos para organizar y controlar nuestra vida, los smartphones y toda la batería de dispositivos electrónicos que tenemos a nuestro alrededor, se revelan como tecnologías que si bien tienen efectos sedantes, no consiguen evitar una demanda de presencia ineludible, el reclamo ineludible de los acontecimientos. Así que admitámoslo, la presencia, ese “instante congelado en el que todo el mundo ve lo que hay en la punta de cada tenedor” (5) en última instancia, no es una opción, nos encontrará tarde o temprano, es nuestro destino, no hay escape.
Nuestra presencia implica entonces una desaparición de los límites no ya de la realidad sino de aquello que nos separa de ella. Una existencia en el espacio intermedio constantemente negociado con lo que nos rodea y con quienes nos rodean, no ya delimitado por definiciones rígidas de lo que ha de ser real o no, sino con una apertura incondicional al puro acontecer. Quizá solo así podamos ser conscientes de ese espacio que, como describía al inicio de este texto, permite que los acontecimientos sean. Ese mismo espacio que, en este preciso instante, entre estas palabras escritas y sus ojos leyéndolas, o parafraseando a Yoko Ono, ese espacio “entre tu cama y la mía, entre tu cabeza y mi mente”, crea una zona de presencia que, como nieve virgen, recibe los pasos de nuestro tránsito común.
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(1) Michel Foucault. Historia de la locura en la época clásica. 1961.
(2) Y podemos ver ecos de esto en el caso muy reciente contra Britney Spears donde se ve como los hombres todavía tienen el poder de decidir sobre la capacidad de juicio y el libre albedrío de las mujeres. Un informe publicado por las Naciones Unidas revela que casi la mitad de las mujeres de 57 países desarrollados no poseen autonomía sobre sus cuerpos y su futuro, su salud física y mental, sus métodos contraceptivos y su sexualidad. https://www.unfpa.org/swop?_ga=2.31825214.1892050327.1636646001-111266119.1636646001
(3) Antonin Artaud, El pesa-nervios.
(4) Aldous Huxley, Las puertas de la percepción, 1954).
(5) William Burroughs, The Naked Lunch.
(6) Yoko Ono, Listen the snow is falling.
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